I
DIARIO DE UN PEREGRINO: AL PIE DEL CAMINO
Levanté la mochila una vez más y ajusté las correas a la cintura para descargar el peso de los hombros y repartirlo sobre la espalda. El dolor, inmisericorde, se adueñó otra vez de mi maltrecha rodilla derecha. Era punzante como una nota aguda y sacudía todo mi cuerpo con un escalofrío idéntico al que experimentaba de niño cuando los profesores rompían la tiza en el encerado y arañaban la pizarra. Respiré hondo. Apreté los puños. Y emprendí de nuevo el paso siguiendo las flechas amarillas, compañeras inseparables y silenciosas desde que, nueve días antes, iniciara –cámara de fotos, grabadora y cuaderno de campo en ristre– el Camino de Santiago desde las pirenaicas y aragonesas urbes de Somport y Jaca, con el firme propósito de descubrir y compartir la ruta ignota, cargada de historia y arte, marcada por lo mágico, sagrado e invisible, por enigmas y misterios.
Encaminé el rumbo por el sendero que se abría paso entre un alto maizal. La espigada siembra, azuzada por el fuerte viento, parecía cantar a modo de bienvenida. Llovía intensamente. Y las botas pesaban más de la cuenta, debido al barrizal en el que se había convertido el sendero. Pero ni el dolor que me ocasionaban los ligamentos inflamados de la pierna y las ampollas en los pies, ni los sobresaltos que me provocaban las tumbas de peregrinos que aparecían en la oscuridad o las ratas que se cruzaban en mi camino, hicieron que aminorase el ritmo. Es más, provocaron en mí una sonrisa, al recordar las crónicas de Aymeric Picaud en su Liber Peregrinationis –la primera guía oficial del Camino de Santiago–, donde daba buena cuenta de los peligros con los que toparía el peregrino en el también llamado Camino de las Estrellas.
El pulso se me aceleró, y hasta en dos ocasiones se me resbaló el bordón de las manos, cuando comencé a observar el cielo rasgado por el torreón de la iglesia navarra de Santa María de Eunate. Poco a poco fue surgiendo su silueta perfilada por los reflejos de la luna y el farolillo del albergue para peregrinos. Ahí estaba. Apartada de todo. En medio de la nada. Ubicada en el mismo punto en el que convergen las vías jacobeas procedentes de Somport y Roncesvalles hacia Santiago de Compostela. Donde los caminos se hacen uno. Erigida sobre un antiguo santuario romano, en un carril telúrico, moderna línea Levy, centro y cruce de corrientes energéticas telúricas, la serpiente, las wavuiers para los celtas.
Caminaba ensimismado mientras contemplaba la estampa que ofrecía uno de los principales iconos de la arquitectura mágicoreligiosa en España. Emocionado ante el encuentro con el arte sagrado-hermético-simbólico, el enigma del símbolo, de los gremios de constructores, lugar de poder, relacionado con los caballeros templarios. En el momento de poder descubrir, tocar, sentir un templo vinculado a la arquitectura y geometría sagrada, a fuerzas terrestres y cósmicas, tomado como puerta a mundos invisibles, considerado lugar de secretos y mensajes ocultos.
«S IGILLUM »: CUANDO LAS PIEDRAS HABLAN
Al llegar, ante la primera de las tres puertas por las que se accede al santuario, saqué las manos de los guantes y empecé a acariciar los muros del deambulatorio. A pesar del frío, la lluvia y el cansancio, decidí recorrer el octogonal y empedrado corredor que rodea al templo. Comencé a observar, embelesado, las treinta y tres arcadas y capiteles, de los que surgían mascarones demoníacos, animales imaginarios y legendarios. La iconografía religiosa y pagana reflejada en volutas, palmitos, tallos enroscados y piñas. El lenguaje del símbolo. Centré mi atención en la novena columna, en el noveno capitel. En la piedra donde aparecía grabado el descendimiento de un Cristo sin cruz. La «señal», el símbolo, que indicaba el carácter iniciático, pagano, y la relación con rituales y ceremonias vinculados a la muerte y resurrección simbólica, a la gnosis, que aquí se celebraban.
Tras cruzar las arcadas busqué cobijo y me resguardé de la lluvia. El albergue para peregrinos, uno de los pocos que en el pasado permanecían abiertos durante todo el año, estaba cerrado. Empapado por el agua y con el cuerpo entumecido por el gélido frío, me acerqué hasta la segunda puerta. ¿Estaría Eunate abierto?, me pregunté. Y en ese instante, mientras divagaba y pensaba soluciones para aquella situación imprevista, alcé la mirada. Flanqueando la puerta, se asomaban, desde las arquivoltas, dos rostros hieráticos y barbudos: los legendarios bafomets templarios, uno de los grandes enigmas medievales. Guardianes de lugares sagrados, indicadores de enclaves de poder, recuerdo del romano dios Jano, dios del conocimiento. Siempre representado con un rostro o dos rostros, que miran en direcciones opuestas o se muestran enfrentados, y también denominado Jano bifronte. La deidad de los comienzos y finales, vinculada a los solsticios, a las «puertas del cielo». El dios que los canteros transformaron y ocultaron como culto a san Juan, a los dos Juanes, durante la cristianización del paganismo.
¿Una madrugada en el interior de Eunate? ¿Pasar una noche como un peregrino medieval a la luz de las velas, descubriendo secretos, sintiendo las piedras del templo, su fuerza y energía?, me pregunté. Era una idea delirante. Algo imposible. Sobre todo sabiendo que, desgraciadamente, las ermitas siempre están cerradas, y que durante los últimos meses, además, Eunate había sido escenario de actos vandálicos. Pero creer es crear. Empujé el portón, la madera crujió y la puerta se abrió. Lo imposible se hizo realidad.
G NOMON : EL SECRETO DE E UNATE
El interior del santuario estaba a oscuras. La tormenta había cortado el suministro eléctrico. Saqué la linterna. Un pequeño haz de luz resguardaba mi espíritu temeroso de la inquietante atmósfera fantasmal que creaban el golpeteo de la lluvia y los gemidos del viento al colarse por las grietas de los sillares. Había que dejar espacio para poder descansar. Y tras desplazar los bancos de madera –junto a tres peregrinas llamadas Blanca, Teresa y Pilar–, preparé un improvisado colchón con las mantas, sacos, forros polares, jerséis y demás ropa que quedaba seca. Una improvisada solución que sirvió para resguardarnos de la humedad del suelo y permitió que mis compañeras se rindieran al mundo de Hipnos.
El silencio y la oscuridad encogían el corazón. Era consciente de estar viviendo una experiencia única, privilegiada: me encontraba, igual que aquellos primeros peregrinos medievales, haciendo noche bajo techo sagrado, y en sus mismas condiciones. Caminé hasta el altar mayor, el lugar donde los maestros constructores clavaban el gnomon para la edificación del templo; el punto-eje que da las medidas estelares a la construcción, siempre orientado a los cuatro puntos cardinales. Encendí los velones, y mientras daba lumbre a las mechas sujetas en gruesos hierros forjados, comenzó un espectáculo solo comprensible con el lenguaje de las emociones y los sentidos. Nervaduras, arcos y capiteles parecían hablar bajo el calor del fuego y el crepitar de las llamas. De ellos surgían rostros diabólicos con dientes aserrados y seres grotescos de ojos desencajados que parecían desplazarse a través de los contrafuertes y las pilastras transformando sus formas y perfiles al compás del capricho de las candelas. Fascinado, temeroso, inquieto, comencé a caminar escoltado por la mirada de un enigmático bestiario rocoso compuesto por toda clase de seres de pesadilla que cobraban vida propia bajo los juegos de luces y sombras. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al recordar que estaba sobre lo que antaño había sido un camposanto, territorio de ánimas.