PRÓLOGO
I
Hace 500 años que un triste Maquiavelo, que se sentía «perseguido por la fortuna», al ser apartado de la vida política tras las caída de la república florentina y verse obligado a exiliarse en su finca de Sant’Andrea por sospechoso de haber participado en una conspiración contra el reinstalado régimen de los Medici, anunció a su amigo, Franceso Vettori, que, gracias a su lectura de los clásicos, había compuesto un librito, El príncipe, que, en su opinión, debe resultar aceptable para todos aquellos que se mueven en torno al poder, ya sea para su obtención o para su mantenimiento:
Llegada la noche, vuelvo a casa y entro en mi escritorio; en su puerta me despojo de la ropa cotidiana, llena de barro y mugre, y me visto con paños reales y curiales; así, decentemente vestido, entro en las viejas cortes de los hombres antiguos, donde acogido con gentileza, me sirvo de aquellos manjares que son sólo míos y para los cuales he nacido. Estando allí no me avergüenzo de hablar con tales hombres, interrogarles sobre las razones de sus hechos, y esos hombres por su humanidad me responden. Durante cuatro horas no siento fastidio alguno; me olvido de todos los contratiempos; no temo la pobreza ni me asusta la muerte. De tal manera quedo identificado con ellos. Y como Dante dice que no hay ciencia si no se recuerda lo que se ha comprendido, he anotado cuanto he podido alcanzar de sus conversaciones y compuesto de esa manera un opúsculo, De principatibus, en el cual ahondo cuanto puedo los problemas de tal asunto, discutiendo qué es un principado, cuántas clases hay de ellos, cómo se adquieren, cómo se mantienen, por qué se pierden. Y si alguna fantasía de las mías os ha agradado antes, ésta no os habrá de disgustar. A un príncipe, máxime si es un príncipe nuevo, le debiera de resultar aceptable.
El librito no sólo resultó aceptable para los gobernantes, sino que se convirtió en uno de los libros de referencia de la teoría política de la modernidad y, en nuestra opinión, sigue siendo una teoría política que goza de gran actualidad, si bien a lo largo de la historia el autor y su obra han sido objeto, no sólo de interpretaciones radicalmente contrapuestas, sino de toda una serie de continuas deformaciones y malinterpretaciones. Conviene señalar que buena parte de éstas se debieron a un conocimiento parcial de Maquiavelo, pues sólo se conocía El príncipe, y no los Discursos, obra ésta que empieza a escribir en 1513, pero sólo terminará de redactar unos años después. Sendas obras no se contradicen en absoluto, sino que más bien se complementan y permiten tener una visión más amplia y completa del pensamiento político del pensador florentino.
De todas formas, el éxito de Maquiavelo, que fue póstumo, y la extraordinaria fama que logró en todo el mundo, se debieron a su obra El príncipe, que suscitó una admiración inusitada en algunos sectores, pero que fue objeto también de durísimas críticas. Se puede afirmar, sin duda, que buena parte de la fama que obtuvo se la debe a sus numerosos y acérrimos enemigos.
Pero ¿a qué se debe esa fiera enemistad que suscitó y sigue suscitando este autor, como se pone de manifiesto en el uso peyorativo del término «maquiavélico»? El propio Maquiavelo fue plenamente consciente de la novedad y la ruptura que supuso su pensamiento político en relación al pasado, con la consiguiente enemistad que podía granjearse. Es en el capítulo XV de El príncipe donde rompe, de forma abierta y clara, con toda la tradición de un pensamiento político que tenían su raíz en la República de Platón y su continuidad en los tratados humanísticos de su época.
Nos queda ahora por ver cuál debe ser el comportamiento y el gobierno de un príncipe con respecto a súbditos y amigos. Y porque sé que muchos han escrito de esto, temo —al escribir yo— ser considerado presuntuoso, tanto más cuanto que me aparto —sobre todo en el tratamiento del tema que ahora nos ocupa— de los métodos seguidos por los demás.
Y a continuación explica el porqué de esa ruptura:
Pero, siendo mi propósito escribir algo útil para quien lo lea, me ha parecido más conveniente ir directamente a la verdad real de la cosa que a la representación imaginaria de la misma.
Maquiavelo nos presenta, pues, como la novedad auténtica de su obra política, que gira en torno al poder y a su ejercicio, la estricta exigencia de adhesión a la realidad. El obrar político no puede alejarse del lenguaje del realismo, si quiere ser eficaz. Por eso, cuando, ante la descomposición del mundo medieval, surge la necesidad de definir un nuevo proyecto político ante los nuevos tiempos, se ve obligado a preguntarse si es posible construirlo basándose en una fundación ética del poder, como proponían los humanistas cristianos de su época.
Maquiavelo responderá que eso sería deseable, pero no posible, tanto por la maldad de la naturaleza humana, como por la propia realidad del poder, que tiene que ver necesariamente con la violencia y con la fuerza. Así concluye su anterior alegato realista, ante el escándalo general, que es necesario que un príncipe «aprenda a poder ser no bueno y a usar o no usar de esta capacidad en función de la necesidad». En su opinión, en política cuentan los resultados y el gobernante, en consecuencia, deberá guiarse por los dictados de la necesidad y de la eficacia.
Si los hombres fueran buenos, nos dice en repetidas ocasiones Maquiavelo, no sería necesario recurrir a determinados procedimiento que pueden repugnar a cualquier comunidad compuesta por seres humanos, pero puesto que no lo son, le parece imprescindible que el político haga uso de aquellos medios que considere necesarios para mantener un Estado libre y ordenado, si ya existe, o para establecerlo, si no existiese.
El político tiene que hacer frente a su destino que no es otro que estar dispuesto a perder su alma para salvar a la patria. Nos lo dice Maquiavelo de forma hasta cierto punto dramática en el capítulo XVIII del libro primero de los Discursos, cuando nos presenta a un político, un hombre bueno, esto es, amante del bien público, que sale de la indiferencia general para salvar al Estado, único garante de la convivencia humana, pero se da cuenta de que necesita recurrir a medios «extraordinarios» para conseguir su propósito.
La política, según el pensador florentino, es el terreno de esos hombres amantes del bien público que, a veces, dramáticamente, necesitan recurrir a medios que repugnan a toda buena conciencia, pero a quienes no les está permitido ignorar la realidad. Y esa realidad nos dice que la política es siempre conflicto, gestión, lo más racional posible, de las pasiones de los hombres, en orden a una armoniosa convivencia donde éstas puedan discurrir «sin hacer daño». No será mediante utopías angelicales, ni a través de oraciones o buenas intenciones, como se podrá mantener en pie el edificio del Estado, sino que exigirá la búsqueda de aquellos medios que sean necesarios para su mantenimiento, buenos, si es posible, o malos o moralmente dudosos, si fuera necesario.