Nicolás, el príncipe de la política real
Y en las acciones de los hombres, y más aún en las de los príncipes, cuando no hay tribunal al que recurrir, lo que cuenta es el fin. Trate, por tanto, un príncipe de vencer y conservar el Estado: los medios siempre serán juzgados honrosos y encomiados por todos, pues el vulgo siempre se deja llevar por la apariencia y el resultado final de las cosas, y en el mundo no hay más que vulgo, careciendo los pocos de sitio donde la mayoría tiene donde apoyarse.
El príncipe, capítulo XVIII
Nicolás Maquiavelo —o Niccolò Machiavelli, en italiano— es un pensador tan original como demonizado. Ciudadano destacado de la Florencia del Renacimiento —vivió a caballo del Quattrocento y el Cinquecento—, fue político por vocación y filósofo por obligación. Es a esta segunda faceta profesional a la que debemos un legado teórico que sentó las bases de lo que hoy conocemos y estudiamos como Ciencias Políticas.
La filosofía de Maquiavelo versa fundamentalmente sobre el poder. Su método parte de la observación —tanto de primera mano como a través del testimonio de los grandes historiadores clásicos— de los éxitos y los fracasos de los más poderosos. Sus tesis están planteadas con una frialdad inquietante, como lo hubiera hecho de haber estudiado el comportamiento de los chimpancés pigmeos, en lugar del de sus semejantes. Esta doble decisión (estilística y metodológica) es especialmente sorprendente porque el mismo Maquiavelo tomó parte en dicho estudio como actor principal —antes de saber que también acabaría siendo su teórico y cronista— y porque su vida, con sus altibajos, es un caso palmario del «virtuoso» al que los cambios repentinos de fortuna le amargaron la existencia. Hasta sus propias desventuras se explican con facilidad a partir de la teoría que él mismo desarrolló, aunque no fuera esta su intención al llevar a cabo tan brillante labor.
Retrato del secretario Nicolás Maquiavelo por el pintor manierista Santi di Tito. Esta obra está expuesta en el Palazzo della Signoria o, como es popularmente conocido, Palazzo Vecchio, sede del gobierno de la república de Florencia durante el Renacimiento.
Ciertamente, Maquiavelo empleó una forma tan distante y desafectada para relatarnos unos hechos brutales y exponernos unas ideas heterodoxas en grado sumo que la reacción habitual al asomarnos a sus principios, si no se cuentan con las medidas de protección reglamentarias, es el vértigo. Y tal como hace el vértigo, su obra produce a algunas personas una incontrolable y peligrosa atracción, mientras que a muchas otras les genera una repulsión visceral e igualmente irracional. Estas infundadas sensaciones —en los términos más estrictamente filosóficos— son las que vamos a serenar en las páginas siguientes. Sirvan estas líneas, pues, para confeccionar un arnés con el que sentirnos seguros ante los abismos que este filósofo descubrió a la humanidad.
Hasta Maquiavelo, los pensadores ocupados en la política habían planteado sofisticadas teorías más desde el deseo que desde el análisis empírico de la realidad histórica. «Si todos los hombres fueran buenos…» era una de las hipótesis imposibles sobre las que aquellos construían sus castillos en el aire. De hecho, la implicación de los sabios en la política había sido notable ya desde Atenas, como notable había sido el influjo de la idea platónica de los «reyes filósofos». Tanto es así, que algunos gobernantes contrataron a sesudos pensadores para que educaran a sus primogénitos, como fue el caso de Aristóteles con su alumno Alejandro Magno o de Séneca con el futuro emperador Nerón. En otras ocasiones, incluso, se intentó poner en práctica algunas de estas ideas entusiastas, con resultados poco satisfactorios, como le ocurrió a Platón en Siracusa. La República de este último, por ejemplo, propone medidas tan extremas e irrealizables como suprimir la familia y la propiedad privada de los servidores públicos, algo que, de ser factible, sin duda reduciría la corrupción. En resumidas cuentas, todos los sistemas políticos propuestos por los teóricos hasta Maquiavelo no tuvieron en cuenta a la Fortuna, la fuerza imprevisible del azar, como si implicarla en estas reflexiones supusiera perder altura intelectual. Pero nuestro secretario florentino sí le dio un papel protagonista a la diosa más caprichosa: «Con todo, y a fin de preservar nuestro libre albedrío, juzgo que quizá sea cierto que la fortuna sea árbitro de la mitad de nuestro obrar, pero que el gobierno de la otra mitad, o casi, lo deja para nosotros» (cap. XXV).
Frente a las buenas intenciones de sus predecesores, Maquiavelo prefirió ocuparse del realismo político, de la política como la técnica de lo posible, de lo que en efecto puede llegar a ser real (y no de lo deseable pero irrealizable). El secretario inaugura así la forma de concebir el arte de gobernar que hoy conocemos como Realpolitik, es decir, como una arena donde las decisiones se toman de forma pragmática, teniendo en cuenta intereses personales y de forma muy determinada por la coyuntura real. Y para ocuparse de esta práctica del poder plenamente mundana, lleva a cabo «un ejercicio de análisis empírico implacable en busca de lo que Maquiavelo llamaba la verdad efectiva de las cosas, basado en un método de análisis histórico y pragmático que no ha dejado espacio alguno al juicio moral y a la prescripción teórica». Este florentino rompe, por tanto, con la tradición de la teoría política que se remonta tanto a Platón como a Aristóteles.
De esta forma, Maquiavelo puso en marcha la lenta emancipación del ser humano de dos férreas cadenas que lo ligaban a un oscuro pasado de sumisión: la concepción medieval del hombre y la más estricta moral cristiana. Dio así el primer paso de la humanidad hacia su mayoría de edad, y al mismo tiempo abrió una senda que lo llevó a despreciar los valores religiosos tradicionales, aquellos que premian la subordinación y la pasividad terrenales, en favor de una supuesta salvación transmundana. Porque su filosofía es fundamentalmente práctica y tiene los dos pies bien asentados en esta tierra. No le preocupa para nada cuál es el destino que nos tiene reservada a los hombres la Providencia después del Juicio Final.
La originalidad de Maquiavelo en la historia del pensamiento occidental es en este sentido manifiesta. Se opone a la debilidad resultante de los severos valores que rigen la vida privada de los fieles devotos y se decanta por la moral más vigorosa y vital del paganismo de la Roma precristiana. Y al descartar ciertos preceptos antropológicos y ciertas ideas preconcebidas, sustituyéndolos por criterios meramente prácticos, Maquiavelo despeja la maleza que cubría una «vía aún no hollada por nadie», según sus propias palabras, pero que, después de él, transitará toda una ristra de renombrados filósofos (morales y políticos) como son Spinoza, Nietzsche o el propio Foucault. Como escribiera Ernst Cassirer, con Maquiavelo en realidad nos encontramos ante «las puertas del mundo moderno».
Como resultado, Maquiavelo es uno de los autores más universalmente citados. Desde la publicación de su obra, se han dado una gran cantidad de interpretaciones. Una numerosísima y variopinta colección de actores políticos siguen cada día los consejos que nos legó el florentino hace más de quinientos años. Tal es su popularidad, que hasta el diccionario recoge el adjetivo «maquiavélico», que, junto con «pírrico» y «draconiano», conforman el conjunto de términos relacionados con la política cuyo origen es personal. Esta notoriedad desmesurada —no debemos olvidar que Maquiavelo es un filósofo político del siglo XVI con una producción más bien escasa— es la mejor y más barata publicidad para su obra más universal,