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Eginardo - Vida del emperador Carlomagno

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Vida del emperador Carlomagno: resumen, descripción y anotación

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Eginardo (770-840) fue un alto funcionario de la corte de Carlomagno. De origen germánico, se educa en la abadía de Fulda, desde donde pronto pasa a la denominada escuela palatina de Aquisgrán (que acabará dirigiendo). Es uno de los más destacados intelectuales al servicio del emperador: junto a otros muchos de distintas procedencias (Britania, Hispania, Italia...) darán lugar al denominado renacimiento carolingio, etapa de recuperación cultural. Era de baja estatura, lo cual, unido a que su nombre en alemán se pronuncia Einhard (ein nard, un nardo) permitió a su ilustre colega Alcuino de York perpetrar este simpático poema en su honor: La morada es pequeña, y también pequeño el que la habita. Lector, no desprecies el pequeño nardo contenido en ese cuerpo, Porque el nardo en su planta espinosa exhala un precioso perfume. La abeja lleva para ti en su pequeño cuerpo una miel deliciosa. Mira, la pupila de los ojos es bien poca cosa, Y a pesar de ello dirige los actos del cuerpo y lo vivifica. De este modo el pequeño Nardo dirige toda esta casa. Lector que pasas, di: «A ti, pequeñísimo Nardo, ¡salud!» Hacia 828, cuando comienzan los graves enfrentamientos entre los nietos de Carlomagno que darán lugar a la división del Imperio (e indirectamente al nacimiento de lo que con el tiempo serán Francia y Alemania), Eginardo se retira a la vida privada y entre otras obras redacta esta Vida del emperador Carlomagno. Aunque germáno, naturalmente la redacta en latín, y toma como modelo a nuestro conocido Suetonio y sus Vidas de los doce Césares. De este modo asegura la amenidad, pero la época y la intención son otras: desaparece cualquier crítica a su protagonista, y no deja pasar ninguna ocasión de ensalzarlo, hasta convertir la obra en una auténtica hagiografía. En cualquier caso, es una buena muestra de la pervivencia de la cultura antigua, y de su dominio de ella; sin embargo, de forma convencional, Eginardo considere necesario alardear de todo lo contrario como se observa en este breve pasaje: Para escribir y explicarla hubiera sido preciso no mi pobre ingenio, que de débil y pobre es casi inexistente, sino la elocuencia ciceroniana. Mas he aquí el libro que contiene la memoria del más ilustre y grande de los hombres, en el que, salvo sus gestas, no hay nada que asombre, salvo, tal vez, el hecho de que un bárbaro muy poco ejercitado en el empleo de la lengua de Roma haya creído poder escribir de manera decente o conveniente en latín y haya llevado su desvergüenza hasta el punto de considerar despreciable lo que Cicerón, al hablar de los escritores latinos en el primer libro de sus Tusculanas, ha expresado: «Que alguien ponga por escrito sus pensamientos, sin poder ordenarlos, embellecerlos ni procurar con ellos algún deleite al lector, es cosa propia de un hombre que abusa desmesuradamente de su ocio y de las letras.» Sin duda, esta opinión del egregio orador podría haberme apartado de la idea de escribir, si no hubiera ya determinado en mi espíritu someterme al juicio de los hombres y poner en peligro la reputación de mi pobre ingenio por escribir este libro antes que pasar por alto el recuerdo de tan gran hombre, sólo para evitarme ese tipo de disgustos.

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EGINARDO Vida Del Emperador Carlomagno 829-836 Traducción EGINARDO - photo 1

EGINARDO

Vida Del Emperador Carlomagno

(829-836)

Traducción

EGINARDO

VIDA DE CARLOMAGNO

Prólogo

Después de decidir escribir la vida y el trato, y en parte no pequeña las hazañas de mi señor, el excelentísimo y merecidamente famosísimo rey Carlos, que costeó mi mantenimiento, lo llevé a cabo con la mayor brevedad de que fui capaz, preocupándome por no omitir nada de todo lo que pudo llegar a mi conocimiento y por no molestar con una narración prolija los espíritus de quienes rechazan todo lo nuevo, si es que de algún modo se puede evitar no molestar con un nuevo relato a quienes rechazan incluso los testimonios antiguos y escritos por varones doctísimos y elocuentísimos.

Y aunque no me cabe duda de que hay muchos que, dedicados al ocio y a las letras, consideran que el estado de la época presente no debe ser descuidado a tal punto que absolutamente todos los hechos que ahora suceden se entreguen al silencio y al olvido como si no fueran dignos de recuerdo alguno, e incluso prefieren, llevados por el deseo de durar, presentar las preclaras acciones de otros en escritos de cualquier especie antes que sustraer la fama de su propio nombre a la memoria de la posteridad no escribiendo nada, con todo no creí que debía abstenerme de un relato como el presente, ya que tenía consciencia de que nadie podía escribirlo con más veracidad que yo, por haber tomado parte en persona en dichos hechos y haberlos conocido, como dicen, en calidad de testigo ocular y por no haber podido saber a ciencia cierta si otro los iba a escribir o no. Y juzgué preferible dejar a la memoria de la posteridad lo mismo ya confiado a las letras por otros antes que permitir que cayeran en las tinieblas del olvido la ilustrísima vida del mejor y más grande rey de todos los de su época y sus egregios actos, casi inimitables por los hombres de los tiempos que corren.

Existía también otra causa no irracional, según pienso, que por sí misma podría haber bastado para obligarme a escribir esto: el gasto que supuso mi manutención y la perpetua amistad, después que comencé a frecuentar su corte, con mi protector en persona y sus hijos. Con ella me ató a sí de tal modo y me hizo su deudor, tanto durante su vida como después de su muerte, que con razón parecería y podría ser considerado un ingrato si, olvidando los beneficios de que me hizo objeto, dejara pasar en silencio las celebérrimas e ilustrísimas hazañas del hombre que más merece mi aprecio y permitiera que su vida quedara sin poner por escrito y privada de la debida alabanza, como si nunca hubiese vivido.

Para escribir y explicarla hubiera sido preciso no mi pobre ingenio, que de débil y pobre es casi inexistente, sino la elocuencia ciceroniana. Mas he aquí el libro que contiene la memoria del más ilustre y grande de los hombres, en el que, salvo sus gestas, no hay nada que asombre, salvo, tal vez, el hecho de que un bárbaro muy poco ejercitado en el empleo de la lengua de Roma haya creído poder escribir de manera decente o conveniente en latín y haya llevado su desvergüenza hasta el punto de considerar despreciable lo que Cicerón, al hablar de los escritores latinos en el primer libro de sus Tusculanas, ha expresado: «Que alguien ponga por escrito sus pensamientos, sin poder ordenarlos, embellecerlos ni procurar con ellos algún deleite al lector, es cosa propia de un hombre que abusa desmesuradamente de su ocio y de las letras.» Sin duda, esta opinión del egregio orador podría haberme apartado de la idea de escribir, si no hubiera ya determinado en mi espíritu someterme al juicio de los hombres y poner en peligro la reputación de mi pobre ingenio por escribir este libro antes que pasar por alto el recuerdo de tan gran hombre sólo para evitarme ese tipo de disgustos.

[1] La familia de los merovingios, de la cual los francos acostumbraban elegir sus reyes, duró, según se considera, hasta el rey Childerico, quien, por orden del pontífice romano Esteban, fue depuesto, tonsurado y relegado a un monasterio. Pero aunque pueda parecer que acabó con él, sin embargo hacía ya tiempo que carecía de todo vigor y no se distinguía por nada más que por esa vacía palabra «rey». Pues las riquezas y el poderío del reino se hallaban en manos de los prefectos de palacio, que eran llamados mayordomos o intendentes de la casa y a quienes correspondía el poder supremo. Al rey no le quedaba ya nada más que, contento con el solo nombre de rey, la larga cabellera y la barba crecida, sentarse en el trono y representar la figura del gobernante, oír a los embajadores que venían de todas partes y, cuando marchaban, entregarles las respuestas que se le habían indicado o incluso ordenado como si fueran suyas. Salvo ese nombre de rey, casi inútil, y una precaria paga para sustentarse, que le acordaba a su placer el prefecto de la corte, no poseía nada propio, sino una sola finca, y de renta muy pequeña, en la que tenía una casa y una pequeña cantidad de servidores que le proporcionaban lo necesario, además de demostrarle respeto. A cualquier parte que tuviera que ir lo hacía en un carro tirado por bueyes uncidos a los que conducía un boyero a la manera rústica. Así solía ir al palacio, así a la asamblea pública de su pueblo, que tenía lugar anualmente en interés del reino, y así volvía a su casa. El prefecto de la corte proveía a la administración del reino y a todo lo que, dentro y fuera, debía atenderse y disponerse.

[2]. Desempeñaba este oficio, en el momento de ser depuesto Childerico, Pipino, el padre del rey Carlos, casi ya con carácter hereditario. Pues Carlos, su padre, que aplastó a los tiranos que reclamaban para sí el poder absoluto sobre toda Francia y derrotó a los sarracenos que intentaban ocupar la Galía en dos grandes combates —uno en Aquitania, cerca de Poitiers; el otro en las inmediaciones de Narbona, junto al río Berre— de modo que les obligó a regresar a España, y ocupó de modo ilustre esa misma magistratura que le fuera entregada por su padre, Pipino. El pueblo no acostumbraba conceder este cargo honorífico sino a quienes se destacaban de los demás por su ilustre linaje y la amplitud de sus riquezas.

Habiendo Pipino, el padre de nuestro rey Carlos, ocupado dicha magistratura que recibieran él y su hermano Carlomán de su padre y su abuelo y que compartieran en total concordia, su hermano, no se sabe por qué razones —aunque parece que llevado de su amor por la vida contemplativa—, tras abandonar la dura tarea de administrar el reino temporal, se dirigió a descansar a Roma, y allí, cambiando su hábito por el de monje y después de construir un monasterio en el monte Soracte, junto a la iglesia de San Silvestre, se dedicó a gozar de la deseada quietud durante algunos años, en compañía de los hermanos que habían venido junto con él a tal fin. Pero como muchos de los nobles que iban de Francia a Roma para cumplir anualmente sus promesas no querían dejar de presentarle sus respetos como antiguo señor, interrumpiendo con frecuentes visitas el ocio en que máximamente se deleitaba, se vio obligado a cambiar de lugar. Así pues, al ver que la repetición de la ceremonia obstaculizaba su propósito, abandonó el monte y se retiró a la provincia de Samnio, al monasterio de San Benito, situado en la ciudadela de Cassino, y allí terminó, viviendo religiosamente, lo que le quedaba de vida temporal.

[3]. Así pues, Pipino, de administrador de palacio fue elevado a rey por la autoridad del pontífice de Roma, y después de reinar solo sobre los francos durante quince años o más, terminada la guerra contra Waifre, duque de Aquitania, que se prolongó durante nueve años continuos, murió en París de hidropesía, sobreviviéndole sus dos hijos, Carlos y Carlomán, a quienes, por voluntad divina, tocó la sucesión del reino. En efecto, los francos, reunidos solemnemente en asamblea general, los hicieron reyes a ambos con la condición de que se repartieran por igual todo el cuerpo del reino, y que tomaran, Carlos la parte que el padre de los dos, Pipino, había ocupado, y Carlomán la que el tío de ambos, de su mismo nombre, había gobernado. Ambas partes aceptaron las condiciones y recibieron la parte del reino dividido según el modo propuesto; y se mantuvo la concordia, aunque con suma dificultad, ya que muchos partidarios de Carlomán intentaron quebrar el acuerdo, al punto que algunos incluso procuraron hacerlos entrar en guerra. Pero los hechos posteriores demostraron que en todo esto había más sospecha que peligro, cuando, a la muerte de Carlomán, su esposa e hijos junto con algunos que eran los primeros de entre sus grandes, huyeron a Italia y, sin que existiera causa alguna, despreciando al hermano de su marido, se fue a poner bajo la protección de Desiderio, el rey de los longobardos.

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