CARLOS ALBERTO ISLA DE LA MAZA (1945-1986) escritor mexicano, nace en San Andrés Tuxtla, Veracruz, estudió medicina veterinaria y zootecnia en la Universidad Veracruzana que, a raíz de la muerte de su padre abandona y se traslada al D. F., y aquí, es donde se dedica apasionadamente a la literatura, estudió filosofía y letras en la Universidad Nacional Autónoma de México, que también abandona. Tras un sueño que tenía cuando era joven, viaja a Manhattan donde conoce a otros poetas con ideas afines a las de él; de Nueva York da el segundo paso de ese sueño viajando a París, donde trabajó en varias cosas, cuidando niños, paleando nieve de las calles, y en ocasiones teniendo que dormir en las bancas de los parques. De París viaja a Amsterdam, reuniéndose con Ulises Carrión (también originario de San Andrés Tuxtla), propietario de Other Books, donde se vendían libros raros (libros objeto) donde se podía encontrar libros hechos de pasto, de yeso o en forma de trampa para osos. En su recorrido por Europa se enferma, teniendo que guardar cama, lo que le hizo recordar con nostalgia su tierra natal. Regresa a México donde funda y edita la revista Latitudes, de contenido literario; así como la editorial La máquina eléctrica, en la que también fue editor. Desempeñó el cargo de Director Editorial de la revista Tabasco, también fue crítico de libros en Radio UNAM, redactor creativo en la Promotora Cinematográfica Mexicana (PROCINEMEX), jurado del Premio Nacional de Poesía Joven de México junto con Frayad Jamis en 1979, Jefe de Redacción de la agencia Publicidad Ferrer, y redactor creativo en las agencias de publicidad: Romero Needham, Iconic, Walter Thompson de México, y Holiday Advertising. Su producción cuenta con obras como Maquinaciones, Editorial Joaquín Mortiz; La hora quieta, UNAM; Domingo, Latitudes Press; Gramática del fuego, Federación Editorial Mexicana; Cuentos chinos, Colección El pozo y El péndulo, entre otras.
El Tigre de Santa Julia
Señores tengan presente
lo que les voy a cantar
del Tigre de Santa Julia,
del que han oído hablar.
Jesús por nombre tenía
y Negrete por apellido.
Sus señas eran las balas,
su santo el mismo cupido.
Le decían el mil amores
del barrio de Santa Julia;
como el tigre de la sierra
las contaba por colores.
Con más vidas que un gato,
cobró muchísimas muertes,
pues le sobraban mujeres,
que rezaran por su suerte.
Ladrón fue de los ricos
y un chacal sanguinario.
Vengador de los pobres
y entre todos temerario.
Robó catrines y haciendas,
mató muchos tecolotes
y no le faltaron tiendas
donde hiciera borlote.
De Tacuba a Tacubaya,
de Guerrero a La Piedad,
fue el azote del gobierno
y de toda la sociedad.
Fue a la cárcel de Belén,
por una mujer celosa,
y las otras sin sostén
lo salvaron de la fosa.
Don Porfirio le echó encima
a toda la fuerza armada
y en la primera esquina
tantió a l’acordada.
¡Válgame Dios, qué cielos!
Su suerte no tuvo par,
otra mujer con celos
lo tuvo que encarcelar.
De esa ya no salió vivo,
quien fuera tan salidor,
los jueces lo encapillaron
por una traición de amor.
Fue como Chucho el Roto
y como el mismo Cristo Rey,
José de Jesús Negrete,
por nombre de buena ley.
Ya con ésta me despido,
llevándome mi tertulia,
aquí se acaba el corrido
del Tigre de Santa Julia.
A Mamamá, Papapá
y Chita
Carlos Isla
Julio 9, 1981
1
Viéndose cogido sin remedio, José de Jesús no hizo el menor movimiento pues los gendarmes le advirtieron que si hacía resistencia le dispararían. A las voces de los gendarmes acudieron los oficiales, entre ellos, el afamado Pancho Chávez.
Al ver al jefe, José de Jesús con calma le pidió:
—Estoy dado. No me amarren. Pero déjenme acabar.
Hasta que hubo terminado y se subió los pantalones, lo sujetaron. Luego lo condujeron a la casa. Guadalupe Guerrero, al verlo, rió a carcajadas. Se burlaba de él diciéndole que a El Tigre de Santa Julia lo agarraron cagando. Hasta entonces, José de Jesús comprendió que ella le había tendido la trampa para que lo aprehendieran los «tecolotes».
Sin pérdida de tiempo lo condujeron al palacio municipal de la ciudad de México. Y poco después era sacado de allí y llevado a la cárcel de Belén, donde fue encerrado en una bartolina.
A finales de esa misma semana, por temor de que pudiera volver a fugarse de Belén fue trasladado a la Penitenciaría del Distrito Federal, mientras recomenzaba su proceso. En esa prisión pasó dos años, tiempo que duró en iniciarse su juicio.
Iba a cumplir los 33 años cuando ingresó a la prisión nuevamente. Después de su experiencia en Belén y de sus ínfimas condiciones de vida, la Penitenciaría le pareció casi el paraíso. Se adaptó fácilmente a su nueva vida carcelaria. Observó una conducta intachable y se dedicó al trabajo. Pronto José de Jesús logró lo que se propuso. Sabiendo que sería enjuiciado deseaba aprender a leer y a escribir para poder estar al tanto de su causa y hasta defenderse, llegado el caso. Su buen comportamiento hizo posible que el señor Liceaga, el director de la institución, le facilitara los medios para al menos salir de su ignorancia. Así, en esos dos años aprendió a leer y escribir, primero, y luego se ilustró sobre su caso penal, las leyes mexicanas y hasta de la situación general del país. Se aficionó mucho a los periódicos y éstos le dieron una visión más amplia de muchas cosas. Andando el tiempo combinó sus lecturas con otros libros que le dieron luz sobre sí mismo y lo reconfortaron durante los momentos más difíciles. Éstos fueron los libros de poesía y entre ellos, Salvador Díaz Mirón, al que había conocido de lejos en la cárcel de Belén, llegó a ser su autor de cabecera. Pronto se supo de memoria poesías como Asonancias, Estancias y ni se diga las escritas en las cárceles o las referentes a ellas, como Excélsior, Duelo, La oración del preso y Justicia. Solamente lamentaba haber aprendido a leer tarde, pues había descubierto que el conocimiento era la verdadera libertad del hombre, mientras la ignorancia significaba el encierro propio y la esclavitud por los demás.
Desde el principio que fueron a visitarlo sus amantes les advirtió que no volvieran a hacerlo porque podían involucrarlas. Cuando ellas no le hicieron caso y volvieron en cada día de visita, él, con todo el dolor de su alma, se vio precisado a negar que las conocía. Así, dejó de verlas. Hubiera preferido que la separación fuera de la manera menos dolorosa posible, pero ellas parecían no comprender el peligro que corrían al vincularse con él. Debido a esto, la ruptura fue tan desgarradora para José de Jesús y sólo lo consoló el pensar que era imprescindible para la salvación de ellas. Volvía a terminar con todas sus amantes, aunque entonces el sacrificio no se lo exigía ninguna de ellas, sino otra mujer muy distinta de la que pintaban con una venda en los ojos: La justicia. Y paradójicamente, a ésta que no lo celaba se le ofreció voluntariamente en exclusividad. Ni siquiera pensó en cobrársela a Guadalupe Guerrero, inmiscuyéndola en los delitos. Sabía que solamente él tenía la culpa de su traición. No la había tratado como a una hembra y ya, distinguirla fue su error. De haberla admitido en la banda como a las demás, ese sería el momento en que estaría rico y feliz en compañía de todas. Que la tercera perfidia le sirviera de experiencia de una vez por todas, se repetía.
El primero de junio de 1908, se inició el Jurado Popular, presidido por el juez, Lic. Telésforo A. Ocampo. Su defensor fue el Lic. Carlos Balina. Durante los debates José de Jesús tomó la palabra para defenderse en varias ocasiones. En esas oportunidades hizo la relación de sus desgracias y de sus intentos fallidos por ser hombre de bien en una sociedad tan injusta. Explicó las iniquidades que le cometieron en los distintos empleos y sus venganzas a los patrones en las personas o comercios semejantes. Hizo causa común con los mineros de Cananea, sublevados en enero de 1906, con los obreros textiles de Puebla y Tlaxcala, rebelados a finales de 1906 y con los huelguistas de Río Blanco, masacrados en los primeros meses de 1907. Ganándose la ovación de la sala, que lo aclamó como a otro Chucho el Roto. Asimismo, alegó que siempre mató en defensa de su propia vida y cuestionó a la ley que se hacía de la «vista gorda» ante los «duelos» de los ricos y condenaba en cambio las legítimas defensas de los pobres.