Introducción
El silencio, habría confesado Pedro a Judas Iscariote, era lo único que añoraba de su antiguo oficio de pescador: «El silencio de los peces cuando mueren. El silencio durante el día. El silencio al atardecer. El silencio en el curso de la pesca nocturna. El silencio del alba, cuando la barca regresa a la orilla y la noche se disipa poco a poco en el cielo junto con el frescor, los astros y el miedo».
El silencio, no obstante, es una de las experiencias humanas más intensas. Ana María Ochoa plantea, desde la perspectiva de los estudios sonoros, que representa un rango de emociones que van desde la quietud hasta el miedo a lo desconocido.
El silencio tiene tanto o más que decir en la comunicación verbal. En la mayoría de los diccionarios observamos que las primeras acepciones suelen referirse tanto a la falta de ruido como a la abstención del habla o de la escritura, es decir, lo definen como una carencia, «como algo opuesto a toda actividad sea en el ámbito auditivo o en el visual». Esta diferenciación se hace presente en otras lenguas: tacere es el siôpan griego; silere, el sigân que señala «el reposo necesario para la lectura o atender más despiertamente la voz ajena», al igual que «el jamoosh (callar) y el sukood (silencio) persas, o el shaqat y el sheqet hebreos. Mientras que en sánscrito “silencio” se refiere como mauná, cumplirlo con rigor se conoce con el término maunavratta».
El fenómeno del silencio, como ya puede avizorarse, es un campo susceptible de ser visitado desde perspectivas disciplinarias muy distintas. A pesar de esta disparidad es posible establecer al menos dos criterios coincidentes. El primero se refiere a un cuestionamiento de su condición negativa o de carencia. Max Picard declara al inicio de The World of Silence, su clásico texto de 1948: «El silencio es un fenómeno autónomo y no es simplemente lo que ocurre cuando dejamos de hablar».
El segundo criterio común se deriva de la imposibilidad de un silencio absoluto, e implica la necesidad de investigar el silencio no como un hecho aislado o encapsulado sino en su interacción, su relación de mutua necesidad con los sonidos, las palabras y los contextos en que surge. A partir de este principio, Ramón Xirau, en Palabra y silencio, establece una clasificación entre la «pausa» (el silencio intercalado entre las notas musicales o las palabras), el «callar» (desde el balbuceo y la timidez hasta el golpe sobre una mesa para pedir silencio), el «silencio del escéptico» (que piensa que nada es del todo expresable y que hay que callarse) y lo que denomina como «silencio esencial», el único «que da sentido a las palabras y que, a su vez, adquiere sentido gracias a las palabras y en ellas, es el que nace y vive con las palabras. [...] es el que está en la palabra misma como en su residencia, como en su morada; es el silencio que expresa: el silencio que, dicho, entredicho, visto, entrevisto, constituye nuestro hablar esencial».
La espiritualidad es una de las dimensiones en las que el silencio se expresa con mayor potencia. Es una condición típica de las prácticas de oración, recogimiento y meditación en diversas religiones, en las que, como Giovanna della Croce destaca, no debe considerarse como un elemento negativo sino positivo.
El rol del silencio es aún más agudo en las experiencias místicas. Alois Maria Haas plantea, en el capítulo dedicado al silencio de su reciente Mystiche Denkbilder, que este tipo de experiencias demandan su comunicación. Pero esta privación, como vale la pena indicar una vez más, no significa una mudez total, sino el horizonte hacia el que tienden las palabras del místico.
«[E]l silencio que muestra los secretos»
En contraste con este rol preponderante en la mística, Baldini y Silvano Zucal plantean que a lo largo de la historia la mayoría de los filósofos occidentales habría dedicado al silencio una atención periférica y marginal.
El ejemplo que caracteriza de manera más vívida esta valoración del silencio es la proposición final del Tractatus logico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein: «De lo que no se puede hablar, hay que callar la boca».
Otro caso particularmente sugerente es «Cómo no hablar. Denegaciones» de Jacques Derrida, una conferencia leída en 1986 en Jerusalén para la apertura de un coloquio sobre ausencia y negatividad. La estructura misma de su texto expresa un cuestionamiento continuo sobre la posibilidad de no hablar. Frente al desafío de referirse a la