Luis Hernández Serrano
Historias con lupa
EDICIÓN:
Lisel Bidart Cisneros
CORRECCIÓN:
Lourdes Escalona Mariño
DISEÑO:
Karina Corbea Pérez
REALIZACIÓN:
Ada Ivis de la Rosa Ramírez
ILUSTRACIONES INTERIORES Y CUBIERTA:
Lázaro Miranda Ramírez (LAZ)
© Luis Hernández Serrano, 2013
© Sobre la presente edición:
Ediciones Abril, 2013
ISBN 978-959-210-861-5
Casa Editora Abril
A los que me critican de frente y me elogian por la espalda:
Flor, mis hijos, mis hermanos, que me quieren
en las buenas y en las malas.
La angustia del escriba
Hay libros que se presentan solos, como jugosas conversaciones que invitan a ser gustadas. Este es uno de ellos; pero su autor, que conquista con la modestia de quien solo sabe crear, me ha pedido unas palabras de pórtico. Porque es imposible rehusar tal privilegio y porque es bueno que alguno de sus alumnos hable de este periodista lo que él nunca dirá, acepto el encargo. Intento entonces anunciar, como diría Eliseo, algunas “noticias de la quimera”.
Contar historias, que bien podría ser una de las definiciones del Periodismo, resulta una tarea inmensa desde cualquiera de sus costados. Saber hilar la cotidianidad —o el pasado— en un manojo de ideas que caminen solas ante la vista del lector, despertar y sostener la curiosidad de este, llenarla sin mezquindades ni empalagos; y casi sin proponérselo activar las mejores fibras de los seres —su humanidad—, es verdaderamente misión ciclópea.
Luis Hernández Serrano ha sentido siempre, como uno de sus entrevistados, “una compulsiva necesidad de contar”.
Su cuerpo pequeño de niño experimentado, parece hecho de resortes que le impidieran permanecer un minuto inactivo. En él se da el curioso contraste entre la humildad más callada y la efervescencia sempiterna.
Busca, desbroza, encuentra, verifica. Y luego disfruta hasta la última letra de su nombre en blanco y negro junto a los sucesos que otros ignoraban. “Da el palo”, como se dice entre periodistas. Solo que estos golpes —frutos escasos para la mayoría, por la inversión de horas, neuronas y audacia que requieren—, en él son casi rutina. Cuando alguien viene a felicitarlo por el trabajo publicado, ya tiene dos o tres más cocinándose en el horno.
¿De dónde los saca? ¿Con qué combustible de imaginería alimenta ese afán desbordado por conocer y narrar?
Nadie podría responderlo con certeza. Pero algo sí puede dilucidarse: junto a su don ingénito de descubridor hay un método riguroso de trabajo.
Es raro el minuto en que el pro fe Luis no está leyendo, devorando con apetito sin fondo cuanta novedad le cae entre manos. Y a tal velocidad se une la disciplina del escriba para detectar hechos, personajes, circunstancias que puedan después armar un relato periodístico. En los trazos apurados de su lápiz quedan a diario las esencias de gruesos libracos.
Él hace hablar a los archivos, desempolva los rostros, navega sobre el filo de las épocas para después, como si nada, llevar a la tinta del periódico la magia de los asombros.
Narraciones de amor, curiosidades periodísticas, diálogos con historiadores, maestros, científicos, políticos, artistas. Bordado de Historia de Cuba con puntadas de maravilla.
Las entrevistas, reportajes y artículos que aquí se funden —juveniles y rebeldes como el periódico que les dio espacio—, incluyen desde encumbrados líderes hasta ilustres desconocidos: la gente supuestamente sin leyenda, y que muchas veces tiene más de cuatro verdades conmovedoras que gritar.
Uno de estos notables sin abolengo, quien escribió a mano cien libros en un año, le confesó al periodista:
“Soy un sufridor inconforme. No sé dónde está la cerca que pica en dos lo visto y lo inventado en lo que he escrito.
Pero estoy convencido de que la vida nunca cambiará por iniciativa de los que están absolutamente satisfechos con todo., Mi mayor orgullo, inofensivo, por cierto, es haber hecho, sin ayuda, lo que más fácilmente pudo hacer una máquina y un grupo de personas especializadas”.
Jesús Arencibia Lorenzo
Con una lupa de amor en las manos
La historia —parafraseando uno de los principios más amados por Fidel en la prédica lúcida de José Martí— no se puede encerrar en un grano de maíz, porque no toda está llena de glorias.
Hay en ella —mezclado con hechos muy nobles— un cúmulo inmenso de las más reprobables conductas humanas que jamás podrían ocultarse y mucho menos confundirse, ni siquiera, con las más reconocidas glorias pasadas.
Pero, sin historia, los pueblos y los hombres vivirían de manera incompleta, saturados de una enorme e incontable ignorancia, a espaldas del tiempo transcurrido a través de los siglos.
La historia, además, sirve no solo para llenar páginas de libros, cuentos, novelas, piezas de teatro, filmes, documentales, videos, tratados sobre la huella de las acciones humanas, y hasta muchos pentagramas musicales, sino también para alumbrar el camino del ayer, el de hoy y, sobre todo, el que todavía no ha sido transitado.
El principal ingrediente de la historia es el aliento del ser humano. También la mirada de los pueblos forma parte del contenido nutricio de la verdadera historia. No se pueden producir bienes y riquezas de ningún tipo, sin mirar que es uno de los verbos más sagrados de la mayoría de los seres vivos.
La historia es como una huella indeleble que nos ayuda a vivir, una honda e imborrable cicatriz que nos impulsa a sentir, y un aroma que nos hace feliz al aspirar lo mejor, lo más sano y más dulce de la naturaleza.
Sin embargo, una gran parte de los hechos históricos se quedan a veces sin contar a tiempo, no se cuentan como es debido, quedan mal contados o en forma muy densa y poco amena.
Muchas veces la vida y la obra de los más prominentes actores de la historia —en particular los héroes, los patriotas, los grandes pensadores, los científicos, los luchadores, los revolucionarios y los comunistas— se cuentan de una manera tan rutinaria, insípida, lineal, insustancial y aburrida, que las personas que oyen, miran o leen sus historias, no se sienten atraídos por ellas y jamás desean, ni logran identificarse con lo que sus hombres y mujeres dijeron, hicieron, defendieron, pensaron o crearon.
Alguien dijo en una memorable oportunidad que “el hoy es el mañana que tanto te preocupó ayer”.
Y para seguir proyectando este hoy, rumbo al mañana que con tanto amor estamos edificando, es necesario conocer la historia y escudriñar en ella los hechos más saludables, la herencia más noble y la obra más bella de nuestro legado cultural.
Pero, ojo con la palabra cultura aquí, pues uno de los más siniestros personajes de Adolfo Hitler decía que cuando oía hablar de “cultura”, enseguida sacaba la pistola.
No hay pueblo tan feliz como aquel que admira y venera su cultura y vive recordando, venerando y recreando lo más valioso de sus propios pasos. Y la cultura es una de las más sanas porciones del quehacer histórico de los pueblos.
Sin historia, la vida sería jardín sin flores, mar sin olas, cielo sin nubes, sol sin luces, luna sin noches, tierra sin árboles, pradera sin pastos, ríos sin cauce, campos sin animales, manantial sin agua, cazuela sin alimento, hogar sin amores, corazón sin latidos, patria sin bandera, esqueleto sin músculos, ojos sin mirada, boca sin palabra, religión sin dioses, casa sin besos, abuela sin nietos, madre sin hijos, cosmos sin estrellas, galaxia sin planetas.
Lo que no puede perdonarse nunca a los historiadores es que sean imprecisos, insustanciales, superfluos, subjetivos, repetitivos, mentirosos y, sobre todo, ¡aburridos!
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