A primera vista el terreno de los Vosgos lucía ideal para el tipo de operaciones encubiertas y embusterías que Druce tenía en mente. Alfombrado con bosques oscuros e impenetrables, cortados por abismos profundos, lagos en reposo y cascadas precipitándose, los valles eran perfectos para ocultar pequeños escuadrones móviles.
Pero esos mismos barrancos profundos y retorcidos también eran las rutas de los pocos caminos que serpenteaban por la región, al igual que los pueblos que se agarraban a sus márgenes. Lejos de esos escasos asentamientos, solo se hallaban unas cuantas granjas aisladas y la cabaña de algún solitario guardabosque diseminadas en la profundidad de la espesura. Sin embargo, nada garantizaba que todos los habitantes de los Vosgos serían amigables.
Un visitante de paso podría ver las aldeas de los Vosgos como islas de tranquilidad rural. En realidad, bajo la superficie había una hirviente desconfianza. En las laderas occidentales de las montañas la mayoría de los lugareños eran firmemente franceses en toda la extensión de la palabra; ellos conformaban el corazón de la Resistencia. Pero del lado oriental —las laderas alemanas— muchos eran tan teutones como el berlinés promedio y aún le debían lealtad al Reich.
Los Vosgos han estado en disputa durante siglos y son un premio deseado y reclamado por cada bando alternadamente. En 1871 los prusianos (hablando vagamente, el lado «alemán» de la frontera) derrotaron a Napoleón III y tomaron posesión de los Vosgos. Menos de 50 años después, al final de la Primera Guerra Mundial, Francia reclamó de nuevo el territorio.
En mayo de 1940 la poderosa máquina de guerra nazi tronó a través de la frontera y Alemania tomó los Vosgos una vez más. La mayoría repudiaba a los invasores y estaba hambrienta de medios para defenderse y resistir. Pero había algunos, especialmente aquellos que vivían en las pronunciadas colinas orientales, que veían a los alemanes como libertadores.
Era en esas áreas y entre esos habitantes donde el SAS debía tener mayor cuidado. Un hombre de sus filas, Robert Lodge, sentía esta amenaza venenosa más personalmente. El sargento «Lodge» era en realidad Rudolf Friedlaender, un judío alemán que había tenido la visión de abandonar Alemania en la década de 1930, cuando Hitler incrementaba su retórica llena de odio contra la población judía, en preparativos para lanzar su «solución final».
Friedlaender se estableció con su familia al oeste de Londres, pero al comenzar la guerra se sintió obligado a pelear y ya había ganado la medalla al Comportamiento Distinguido en operaciones previas. Era un miembro comparativamente viejo del grupo de Druce, de 33 años de edad, pero, a pesar de esto y de sus gruesos anteojos de fondo de botella, se había ganado una de las mejores reputaciones en el SAS .
Friedlaender adoptó el nombre de sonido anglosajón «Lodge» con la esperanza de que eclipsara su origen judío si alguna vez era capturado. Pero con sus rasgos gentiles, grandes y pesados, él a todas luces tenía antepasados judíos y no se hacía ilusiones con lo que hubiera podido suceder si lo capturaban en los Vosgos.
La caminata desde la ZD hasta el reducto de los maquis en la cima de los cerros resultó una agotadora travesía de 10 horas, en la que tuvieron que cruzar un terreno más difícil que cualquiera en el que hubieran entrenado antes los soldados de la operación Loyton. Llegaron a la primera cresta de los 600 metros a las horas frescas del amanecer, perdiendo de vista la ZD . Incluso si el enemigo hallaba la ZD , se volvía más difícil rastrear a las fuerzas de Druce con cada paso que daban hacia el interior de los montes.
Los primeros kilómetros del camino fueron casi bienvenidos luego de los apretados y bochornosos confines del compartimento de carga del avión. Pero, conforme el sol escalaba en el horizonte, sus rayos alcanzaban los valles más profundos y alejaban a las sombras; así que el calor comenzó a subir. A pesar de las sombras moteadas que proyectaban las ramas de los árboles que se elevaban a ambos lados, el ambiente se hizo caliente y húmedo, y los hombres sentían que hervían mientras marchaban bajo sus cargas aplastantes.
Los guías maquis andaban con paso seguro de cabra montés. El paso que imponían era severo, incluso para hombres habituados a una actividad física fuerte, especialmente sin la adrenalina que el salto en paracaídas les había exprimido. Para media tarde, habían completado 3 000 metros de extenuantes ascensos y descensos, así que los agentes de las Fuerzas Especiales se hallaron boqueando y sudando riachuelos.
El capitán Henry Druce tuvo que esforzarse para sacar energía de sus extremidades que se sentían como plomo. El comandante de la operación Loyton estaba sufriendo más que la mayoría. Cuando comenzaron la caminata, seguía hablando (primordialmente) sin sentido. Manantiales y arroyos caudalosos se hallaban a la mano a cada rato, y Druce aprovechaba los descansos para mojarse el cuello y el rostro con agua de la montaña en un esfuerzo por aclarar su mente.
El bosque era espeso y verde: siempre presente, apiñándose en todas direcciones. Aquí y allá se alzaban enormes rocas desde la maleza, como si la mano de un gigante las hubiese lanzado desde una cima distante. En ese terreno podías hallarte a cuatro metros de una posición enemiga y no ser capaz de verla. Era un terreno ideal para las emboscadas.
Para la hora en que el campamento de los maquis se halló a la vista, la fiera excursión parecía haberse llevado la contusión de Druce. La base, ubicada al oeste de Lac de la Maix, un lago alpino a 600 metros de altitud, estaba hecha de madera sólida. Se trataba de una cabaña de troncos rodeada de tramos densos de bosque por cada uno de sus lados, construida de tal manera que fuese invisible a cualquier cosa excepto para un avión volando directamente sobre ella.
Estaba amueblada con mesas, sillas y plataformas para dormir de madera tallada toscamente, y Druce se sorprendió con la pulcritud y la eficiencia que el lugar aparentaba. Hasta una bandera tricolor francesa volaba en un asta adyacente, la bajaban al atardecer con precisión militar y volvían a izarla al amanecer. En las mentes de los maquis de Alsacia, la zona del Lac de la Maix ya era parte de la Francia liberada, y Druce, Hislop, Gough y sus hombres no podían estar más impresionados.
Estrictamente hablando, los maquis no fueron formados como una fuerza militar, al menos no para empezar. Bajo los términos del humillante armisticio firmado entre Francia y Alemania en junio de 1940, 1.6 millones de soldados franceses fueron hechos prisioneros de guerra. Los alemanes ofrecieron liberar a un gran número de ellos si por cada hombre así «liberado» se ofrecían tres franceses para trabajar voluntariamente para el Reich.
En un inicio, este relève (relevo) solo aplicaba a hombres jóvenes sanos. Pero, como las fábricas alemanas de armamento, minas y otros proyectos defensivos requerían más y más mano de obra, el relève se extendió para incluir a todos los hombres hasta la edad de 50 años, además de las mujeres capaces de trabajar. El relève pronto se volvió obligatorio y adquirió el nombre de Service du Travail Obligatoire ( STO ): Servicio de Trabajo Obligatorio. Para el término de 1943, alrededor de 650 000 hombres y mujeres franceses habían sido enviados como esclavos del Reich.
Aquellos que deseaban evitar el STO huyeron a las remotas extensiones de la campiña francesa y se convirtieron en maquis. El nombre maquis aparentemente fue tomado de la palabra que significa «espesura» o «matorral», el tipo de terreno en el que solían esconderse. En un principio, un maquis no era alguien que necesariamente tomara un arma. Muchos solo buscaban evitar que se los tragara la vasta maquinaria de trabajos forzados alemana, de donde pocos volverían. Pero también estaban aquellos desesperados por pelear.
El Reich empleó toda la panoplia de la opresión del Estado en contra del cuerpo creciente de los maquis. Francia estaba guarnecida por dos tipos de fuerzas: tropas alemanas de combate, con la misión de prevenir una invasión y liberación por parte de los Aliados, y las tropas de ocupación, responsables de mantener un control férreo sobre la población francesa. Aquellos eran algunos de los mejores soldados disponibles; estos últimos usualmente eran exprisioneros de guerra (rusos, ucranianos e incluso indios y norafricanos) que habían preferido cambiar de bando a languidecer en los campos de trabajo de prisioneros de guerra.
Página siguiente