Josep Martí
Cómo ganamos el proceso
y perdimos la república
Una crónica de la crisis de Estado desde dentro y desde fuera
para anna cerdà,
sin ella no habría aventura posible.
Ecco il vento che ingrossa il mare,
Colombo è perso non sa tornare.
Io sono fermo in mezzo al guado,
So da Dove vengo e non Dove vado…. andrà tutto bene!
(Bandabardò, L’Improbabile,
«Andrà tutto bene», 2014)
Oh we’re not gonna take it
No, we ain’t gonna take it
Oh we’re not gonna take it anymore
(Twisted Sister, Stay Hungry,
«We’re not gonna take it», 1984)
Últimos días en el castillo
o prefacio de un desenlace
President, el proceso es un recién nacido. Morirá si es abandonado a su suerte. Pero también si lo estrujamos demasiado fuerte. Ponerlo en manos de la CUP es lo segundo. Es matar el proceso en nombre del proceso.
Así veía las cosas en la que fue mi última conversación a solas con Artur Mas en la Casa dels Canonges, residencia oficial del president de Catalunya en el Palau de la Generalitat. Hablábamos en un encuentro posterior a las elecciones de septiembre de 2015, cuando aún se barajaba la hipótesis de que la CUP, al contrario de lo que había dicho en campaña, accedería a investirlo. Se necesitaban los votos de la extrema izquierda independentista puesto que Junts pel Sí, la coalición de convergentes y republicanos, había obtenido 62 diputados, y la mayoría absoluta necesaria para una investidura exitosa queda marcada en el Parlament en 68 de los 135 escaños del hemiciclo. Los anticapitalistas resultaban imprescindibles en esa situación.
La cita era para reafirmar ante el jefe del ejecutivo catalán mi voluntad, ya comunicada con mucha anterioridad a los comicios, de abandonar mis responsabilidades políticas como secretario de Comunicación para regresar a mi profesión en el ámbito privado. Un adiós derivado del compromiso conmigo mismo de entender mi paso por el Govern como un paréntesis en mi trayectoria profesional. Llegaba el momento de poner punto y final, fuera cual fuera el resultado de las negociaciones, y dar por acabado el muy gratificante (¡y estresante!) paso por la Generalitat de Catalunya.
Me incorporé al ejecutivo en febrero de 2011, después de que la extinta CiU ganase los comicios autonómicos de noviembre de 2010 con 62 diputados. El encargo del electorado era, en ese momento, el de impulsar un programa de gobierno reformista que sirviese para hacer frente a la crisis económica y acabar con la percepción de desbarajuste institucional que se había instalado en la opinión pública catalana tras siete años de tripartito de izquierdas, primero encabezado por Pasqual Maragall y posteriormente por José Montilla. Un desbarajuste motivado, principalmente, por la deslealtad mutua entre los socios de gobierno de aquella época más que por sus políticas.
En el plano nacionalista, siempre presente como eje principal en la política catalana, la oferta electoral que CiU había servido como plato principal en campaña a los electores tenía un acento marcadamente económico y se concretaba en impulsar políticamente un pacto fiscal que sirviese para revertir la convicción, ya muy extendida entre los catalanes, de que contaban con un sistema de financiación autonómica arbitrario e injusto, que los ahogaba económicamente y que los perjudicaba seriamente porque limitaba el catálogo y calidad de los servicios sociales y también el desarrollo de inversiones en infraestructuras consideradas imprescindibles.
El programa de reformas para sanear las finanzas, mejorar el funcionamiento de la administración y hacer realidad, previa negociación con el Estado, esa mejora del sistema de financiación se articuló en la campaña electoral de Artur Mas a través de un paraguas conceptual que recogió elogios y chanzas a partes iguales: el gobierno de los mejores.
Había pasado un lustro y llegaba el momento de recoger mis enseres personales, seleccionar libros y pongos acumulados en el despacho y resumir la información de los asuntos pendientes de modo entendible para el traspaso de poderes a quien tuviera a bien sustituirme cuando el nuevo gobierno echase a andar. Lo que aún no sabíamos cuando mantuve con el president ese último vis a vis, aunque podía intuirse, es que también su presidencia estaba llegando a su fin. Porque finalmente hubo investidura, ciertamente, pero el ungido fue el hasta entonces alcalde de Girona, Carles Puigdemont, tras la negativa en primera instancia de quien ocupaba el cargo de consellera de la Presidencia, Neus Munté, que rechazó el ofrecimiento de Mas cuando este finalmente se decidió a protagonizar el famoso «pas al costat» (paso al lado), obligado por la CUP.
Habían sido cinco años vertiginosos. En el período que iba desde finales de 2010 hasta finales de 2015 Catalunya pasó de una agenda política centrada en la reivindicación de una mejor financiación a la pretensión de construir una República catalana en dieciocho meses, que era la hoja de ruta plasmada en el programa electoral con el que Junts pel Sí había ganado las elecciones. Dos años después, situados ya en los acontecimientos recientes de 2017 y 2018, lo que iba a pasar era que el Senado autorizaría al Gobierno de Mariano Rajoy, tras la proclamación fallida de la República catalana, a aplicar el artículo 155 de la Constitución española para cesar al ejecutivo catalán en pleno, disolver el Parlament de Catalunya y convocar elecciones. Todo ello agenda judicial al margen, con personas encarceladas con medidas cautelares absolutamente desproporcionadas y con Carles Puigdemont en Bruselas, acompañado de tres de sus exconsellers.
¿Cómo y por qué se produjo esa aceleración y ese cambio de rasante tan espectacular en la política catalana en tan poco tiempo? Esta es una crónica a vuelapluma de lo que ha venido en llamarse el «proceso catalán» en el período 2010-2017, con algún añadido incorporado de lo que sigue aconteciendo en 2018. De todos esos años, viví cinco (2011-2015) dentro del castillo, y el resto ya fuera de él, aunque manteniendo obsesivamente los dos ojos en el seguimiento y análisis del acontecer político de Catalunya en calidad de ciudadano de a pie ocupado y preocupado por todo aquello que, tratándose de asuntos tan relevantes, afecta a su quehacer diario y al de sus vecinos.
No persigo una cronología exacta de los hechos. Tampoco se desvela en este breve texto ningún secreto o situación que hayan permanecido ocultos al escrutinio de la opinión pública. En este sentido soy especialmente precavido con todo aquello que hace referencia al período 2010-2015. Lo que acontece en el ámbito de la privacidad profesional cuando uno ostenta una responsabilidad, ahí debe permanecer. Lo que ocurre en el castillo, queda en el castillo. Utilizo algunas anécdotas vividas en primera persona, pero he intentado ser cuidadoso en su elección para ajustarlas a dos criterios: que sirvan para ilustrar una idea y que, al mismo tiempo, no supongan una deslealtad ni para la institución ni para las personas que en su día me otorgaron su confianza personal y política. Personas a las que estoy agradecido y con las que mantengo una deuda de gratitud. Los procedimientos judiciales en marcha y los que pueden iniciarse en el futuro también aconsejan cierta cautela e impiden escribir con total soltura sobre acontecimientos tan recientes.
Del período 2016-2017, ya vivido únicamente como ciudadano de a pie y sin ninguna responsabilidad política, todo pertenece al ámbito de lo sabido y confirmado a través de terceros.
El texto mezcla hechos y opinión. Nadie puede escapar al humano defecto de seleccionar, ordenar y explicar los acontecimientos de forma que acaben funcionando como un engranaje perfecto para confirmar el propio posicionamiento o los prejuicios que le acompañan. Me acuso de ello y pido disculpas en la medida que alguien pueda entender que el esfuerzo realizado por evitar convertir el texto en un latinorum haya resultado totalmente baldío.