Angel María De Lera - Los que perdimos
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Los que perdimos: resumen, descripción y anotación
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En Los que perdimos, su autor toma a los personajes de Las últimas banderas en el momento y lugar mismos donde los dejara, los conduce en las subsiguientes secuencias dramáticas: interrogatorio, juicio y condena, a través de ambientes y circunstancias en que el valor y el miedo, la esperanza y la desesperación, la vida y la muerte, en fin, se enfrentan en un duelo definitivo e inapelable, y los deja otra vez, rumbo a su incierta suerte, cuando estalla la segunda guerra mundial. Una vez más, Ángel María de Lera confirma su clase de gran narrador. Quizá Los que perdimos sea su novela más profunda, compleja y difícil, en la que sus dotes de introspección, análisis y síntesis, y su capacidad evocadora, alcanzan las más altas cotas en su carrera de novelista. Con su estilo directo y vigoroso, su realismo poético, su prosa traslúcida y su manera de conjugar los tiempos reales en un pasado-presente unívoco, Lera nos ofrece un cuadro veraz y alucinante de vida, y unos personajes que son, sobre todo, criaturas humanas, contradictorias, duales, en perpetua lucha por realizar su propio destino, aun en las condiciones más hostiles. Personajes los de Lera que se instalan en nuestra intimidad para siempre y que son, por lo tanto, inolvidables. Los siguientes títulos que completarán la tetralogía de Lera sobre el fenómeno de la guerra civil y sus inmediatas consecuencias serán La noche sin riberas y Oscuro amanecer.
Ángel M. de Lera
Los años de la ira - 2
ePub r1.0
Mangeloso 18.05.14
Título original: Los que perdimos
Ángel M. de Lera, 1974
Retoque de cubierta: Mangeloso
Editor digital: Mangeloso
ePub base r1.1
A mis hermanas
y a todas las mujeres
que consuelan a los presos
en las cárceles del mundo
La jornada fue muy larga,
¡ay!, muy larga, compañero…
… puesto que en un solo día,
mil días se consumieron,
Siguiendo por el oscuro y largo pasillo, Olivares y Molina se encontraron de pronto en un espacioso cuarto de baño, en el que se advertían los estragos de la incuria y del abandono: azulejos desportillados, goteo incesante de los grifos, manchas de óxido en los recipientes, desconchones en las paredes y mugre por todas partes. En contraste con tanta sordidez, por la ventana que daba a un patinillo se vertía un chorro de luz que doraba el aire.
Después de separar a los dos amigos, Valdivia les advirtió:
—No os juntéis ni habléis. Estáis incomunicados hasta nueva orden.
Los prisioneros quedaron inmóviles y callados, a la expectativa. Su guardián, que no cesaba de mirarlos, se recostó contra el marco de la puerta y luego dijo:
—Sentaros donde podáis.
Molina lo hizo sobre la tapa del inodoro y Olivares en el borde de la bañera de porcelana. Siguió un silencio durante el cual Valdivia miraba de cuando en cuando hacia el fondo del pasillo, sin perder de vista por eso a los detenidos. De fuera llegaban, muy debilitados, ruidos de tranvías y automóviles, y, desde el interior, voces ásperas de mando y algún que otro grito de ¡Arriba España!, coreado por otras voces graves y cansadas.
—Podéis fumar si queréis —volvió a decir Valdivia al cabo de un rato.
Entonces, Olivares sacó su cajetilla y lanzó un cigarrillo a su compañero, y ambos se apresuraron a liar y a encender cada uno el suyo. Valdivia hizo lo propio y los tres hombres, situados en triángulo, quedaron pronto ensimismados y ajenos, aparentemente, a las circunstancias que los habían reunido en aquel lugar. Fumaban, callaban y pensaban o recordaban.
El humo de los cigarrillos se desovillaba perezosamente en la dorada transparencia del aire adormilado. Por un agujero de junto a la bañera asomó una cucaracha. El bicho permaneció un instante inmóvil y, luego, abandonando toda cautela, se aventuró a trepar por los baldosines.
Fue otra vez Valdivia quien rompió a hablar:
—¿Habéis estado presos antes de ahora?
Federico Olivares negó con la cabeza. Molina, en cambio, dijo:
—Yo sí; varias veces, ¿y tú?
—Desde el verano pasado hasta que entraron las tropas nacionales, en San Antón. ¡Lo mío!
Entonces, sonriendo levemente, le preguntó Olivares:
—Así, has pasado de preso a guardián, ¿no?
—Sí, cosas de la vida… —y, tras una pausa, agregó—: Todavía me rasco las costras que me hicieron las picaduras de las chinches. ¡Nos comían vivos!
Olivares y Molina no pudieron contener un amago de risa y Valdivia se exasperó.
—Ya se os quitarán las ganas de reír cuando os muerdan por la noche, eso contando con que os den tiempo para que puedan morderos… En ese caso, ya veréis lo que es bueno, ya. Si te rascas, malo, porque te haces llagas; y, si no, es como si te revolcases entre ortigas. De cualquier manera te las hacen pasar canutas.
Molina, serio ya, le preguntó:
—¿Y por qué fuiste a parar a San Antón?
—¿Que por qué? —y Valdivia se enderezó como si aún sintiera en sus espaldas los aguijones de las chinches—. ¡Vaya pregunta, hombre! Ni que llegaras ahora de la China… Vamos, que tú no sabías que las prisiones rojas estaban a rebosar de nacionales, ¿eh?
Molina hizo un gesto de asentimiento y dijo suavemente:
—Sabía que había presos políticos, naturalmente. Estábamos en guerra y…
—Pues yo era uno de ellos —le interrumpió su guardián—. Me trincaron en agosto, junto con otros muchos, por pertenecer a la Falange clandestina, lo que vosotros llamabais quinta columna.
—Pero ¿no estabas movilizado? —la pregunta de Molina parecía envuelta en un tono de reconvención.
—Bueno, sí; pero me había enchufado en el CRIM.
—Ya.
Olivares, que había seguido atentamente el diálogo entre su compañero y Valdivia, tomó la palabra:
—¿Ya eras falangista el 18 de julio?
Valdivia le miró fijamente unos segundos, como si dudara en contestar, pero finalmente dijo:
—Sólo de derechas. Hasta que matasteis a un tío mío, que era cura y muy buena persona. Entonces fue cuando me afilié a Falange.
Federico y Molina cruzaron entre sí una mirada urgente. En ambos, las palabras de Valdivia habían levantado la misma sospecha. Y Federico quiso salir de dudas.
—¿Matasteis dices? ¿Es que piensas que nosotros…, vamos, que fuimos nosotros los que mataron a tu tío cura?
Valdivia se recreció. Miró a sus prisioneros, gozando en silencio de su zozobra, y luego dejó caer sus palabras equívocamente acusadoras:
—Alguien lo hizo, digo yo, ¿no?
—Claro, pero no nosotros —se apresuró a replicar Molina.
Valdivia se encogió de hombros.
—Hombre, ahora todo el mundo se lava las manos o se hace el inocente. Pero ahí están los muertos… Fueron tantos, que tuvieron que ser también muchos los matadores. ¿Y quién me dice a mí que no habéis dado «paseos» vosotros también?
Las palabras de Valdivia irritaron a Olivares, que estalló:
—Oye, tú, que muertos y matadores ha habido en las dos zonas. ¿O es que me vas a negar que en la otra zona se hizo una buena limpia de partidarios de la República?
—¿De la República? ¡Valiente mierda de República! —y los ojos de Valdivia relucieron.
—Es igual. No vamos a discutir eso ahora —replicó Olivares, enardecido—. Pero ¿es cierto o no que tanto en un lado como en otro se cometieron barbaridades? ¿Y qué culpa tenemos de ello nosotros… o tú?
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