Josep Fontana - El siglo de la Revolución. Una historia del Mundo desde 1914
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- Libro:El siglo de la Revolución. Una historia del Mundo desde 1914
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- Editor:ePubLibre
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- Año:2017
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El siglo de la Revolución. Una historia del Mundo desde 1914: resumen, descripción y anotación
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UNA REFLEXIÓN SOBRE PROGRESO, CAMBIO Y DESIGUALDAD
Mi generación se educó en la convicción de que la historia de la humanidad era el relato de un proceso ininterrumpido de progreso, de un crecimiento económico que iba asociado al avance de la sociedad hacia un mundo más libre y más igualitario.
Pensábamos que los hombres habían pasado de una primera existencia como cazadores-recolectores a otra en que la invención de la agricultura les permitió acceder a un estadio superior. Era lo que Gordon Childe denominaba la «revolución neolítica», cuando aparecieron la aglomeración de la población en las ciudades, la diferenciación de las actividades (agricultores, artesanos, comerciantes, funcionarios, sacerdotes…), una concentración efectiva de poder económico y político, el uso de los símbolos convencionales de la escritura para registrar y transmitir la información, y de patrones también convencionales de pesos y medidas, de tiempo y de espacio que condujeron al nacimiento de la ciencia matemática.
Después vino un largo período de fluctuaciones hasta que en el siglo XVIII la revolución industrial permitió aumentar considerablemente la capacidad productiva y multiplicó los bienes al alcance de los seres humanos. Un ascenso que pensábamos que iba a proseguir indefinidamente. En 1930, en plena crisis económica mundial, Keynes expresó su fe en el futuro en un escrito sobre Las posibilidades económicas de nuestros nietos, en que decía: «Pienso con ilusión en los días no muy lejanos del mayor cambio que nunca se haya producido en el entorno material de los seres humanos en su conjunto… El nivel de vida en las naciones progresivas, dentro de un siglo, será entre cuatro y ocho veces más alto que el de hoy», en un mundo en que bastaría con trabajar tres horas al día, en semanas de quince horas, para asegurarse la subsistencia. A lo que añadía una dimensión de progreso ético: «cuando la acumulación de riqueza ya no sea de gran importancia social, habrá grandes cambios en los códigos morales».
Poco a poco, al propio tiempo que el presente desmentía nuestras grandes esperanzas, descubríamos que la visión de la historia en que las habíamos fundamentado era falsa. Aprendimos, por ejemplo, que el ascenso de la manufactura y del comercio que se inició en Europa en el siglo XVI y que acabó conduciendo a la revolución industrial se había desarrollado bajo el signo de la disminución de los salarios reales de los trabajadores y de la exigencia de una intensificación del trabajo familiar destinado al mercado, en el marco de lo que De Vries definió como la «revolución industriosa», que condujo a la aparente paradoja de que los salarios reales disminuyeran en Europa entre 1500 y 1800, mientras que los inventarios domésticos mostraban un aumento del equipamiento de las familias.
Los estudios de historia antropométrica, que relacionan la evolución de la estatura con la de los niveles de vida, confirmaron que hubo entre 1500 y 1800 evoluciones negativas, tanto en Inglaterra como en Holanda o en Estados Unidos. Como ha dicho Jan Luiten van Zanden, hubo «una relación inversa entre desarrollo y nivel de vida», que obliga a pensar que amplios sectores de la población de Europa no sacaron mucho provecho del progreso económico que se estaba produciendo. Esta evolución negativa de los niveles de vida se prolongó durante el desarrollo de la industrialización, al menos hasta mediados de siglo XIX, en la mayor parte de la Europa desarrollada.
La vieja visión de un progreso ininterrumpido en el que el crecimiento habría beneficiado a todos, se transformaba así en la de un proceso que se habría fundamentado en la violencia y en la desigualdad. En 1954 Simon Kuznets trató de explicar esta evolución a partir de una pregunta: «¿La desigualdad en la distribución de los ingresos aumenta o disminuye en el curso del crecimiento económico de un país?». Lo cual planteaba un problema tan fundamental como el de medir los costes sociales del crecimiento económico.
Su respuesta, expresada en términos de lo que se llama la «curva de Kuznets», sostenía que la desigualdad había aumentado en una primera fase del crecimiento industrial, pero que empezó a disminuir en un determinado momento, entre el último cuarto del siglo XIX y la Primera guerra mundial, a partir del cual se inició un reparto más equitativo de los ingresos. En 1995 Van Zanden aplicó este mismo análisis a la historia económica de Europa desde fines del siglo XV, y la reinterpretó sosteniendo que hubo a lo largo de la Edad Moderna una asociación entre crecimiento y desigualdad, que se interrumpió en el último tercio del siglo XIX, entre 1870 y 1900, momento en que se inició una fase en la que «el crecimiento económico fue habitualmente acompañado de una disminución de la desigualdad. En consecuencia —añadía— se puede argumentar que hubo una supercurva de Kuznets que duró siglos, que se caracterizó por una desigualdad en aumento, hasta que en algún momento del último tercio del siglo XIX se produjo un cambio de tendencia y se inició la disminución de la desigualdad que caracterizaría el siglo XX». Posteriormente Lindert, Williamson y Branko Milanović extendieron esta exploración hacia el pasado, llevándola hasta la época del Imperio romano, aunque muchas de las especulaciones sobre la evolución de la desigualdad en el mundo preindustrial se basan en cálculos globales de muy dudosa fiabilidad.
El progreso —entendido como la suma del crecimiento económico y de una mejora colectiva de los niveles de vida, como consecuencia de un reparto equitativo de sus beneficios— que habíamos desalojado de su papel de motor de la historia, reaparecía al menos en el siglo XX y nos devolvía la esperanza en el futuro. El problema es que este cambio, que se habría iniciado a fines del sigloXIX y que tuvo su etapa más vigorosa en los treinta años que siguieron al fin de la Segunda guerra mundial, terminó repentinamente hacia 1975, y no se ha recuperado en los últimos cuarenta años.
Un cambio, éste de los años setenta, que Paul Krugman sostiene —refiriéndose a Estados Unidos, que fue donde se inició, antes de extenderse a todo el mundo desarrollado— que se debió a que «las normas e instituciones de la sociedad norteamericana han cambiado, por lo que o han favorecido o al menos han hecho posible un incremento radical de la desigualdad». Tomando como pretexto la necesidad de superar los efectos de la crisis del petróleo, se emprendió entonces la lucha contra los sindicatos, completada por una serie de acuerdos de libertad de comercio que permitieron a las empresas deslocalizar la producción a otros países e importar después sus productos, con el fin de debilitar la capacidad de los obreros locales de luchar por mejoras de las condiciones de trabajo y de los salarios.
William I. Robinson lo interpreta también a partir de la respuesta de los intereses empresariales a la crisis de los años setenta. Una clase capitalista transnacional que emergía en aquellos momentos optó por reconstruir su poder rompiendo con los obstáculos que el estado-nación y las demandas de las clases populares de sus países oponían a la acumulación. Crearon entonces lo que se conoce como «el consenso de Washington»: un acuerdo para una reestructuración económica mundial como base de un nuevo orden corporativo transnacional, y pasaron a la ofensiva en su guerra contra las clases populares y trabajadoras.
La crisis de 2007-2008 empeoró aún esta evolución en todos los sentidos. Pero el problema más grave al que nos enfrentamos hoy es el de explicar por qué, una vez pasada la crisis, prosigue cada vez con más fuerza esta dinámica de aumento de la desigualdad que conlleva el empobrecimiento de la mayoría.
Una serie de economistas han pretendido reemplazar el relato histórico de este proceso por modelos explicativos que se basan exclusivamente en la evolución de la economía. Tal es el caso de Thomas Piketty en su libro
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