PRÓLOGO
En un instituto de enseñanza media había un alumno al que los compañeros llamaban Después. Todo lo dejaba para después. Sus propios padres decían que «nuestro hijo es de esos que lo deja todo para después». Por esta razón consultaron con el orientador del centro, quien nos inquietó a todos al formular un diagnóstico horrendo reservado para describir este tipo de conductas: procrastinador. La procrastinación vendría a ser, explicó el psicopedagogo, un trastorno del comportamiento consistente en postergar de forma sistemática aquellas tareas que debemos hacer de inmediato: dejarlas para después.
No está mal como apodo. Después es un adverbio de tiempo ambivalente que expresa doble relación de futuro (más tarde) o de inmediatez (a continuación). Creemos, además, que, sin caer en ningún esencialismo sobre el alma y la psicología de los pueblos, a este país nuestro le viene muy bien el título de país del día después, o para ser más claros con el lector, país donde se dejan las cosas para después. («Lo hacemos ahora y lo firmamos después», «Decídete ahora, después será tarde», «La píldora del día después», etc.).
Este es entonces un libro de filosofía paradespués. Significa que pretende ir a lo inmediato —«a las cosas mismas», dirá Husserl— y, a continuación, reflexionar. Algo diferente de lo que creía Pascal, que distinguía entre las cuestiones serias, esenciales, que exigían toda nuestra atención y energía, y las futilidades, que vendrían después y nos distraen de lo esencial. No siempre es así, desde luego. Creemos que hay cosas esenciales, pero no que exista lo esencial. Y en todo caso no creemos que exista fuera de lo circunstancial y humano. O sea, que desde este lado la relación de la filosofía, que desde siempre se ocupó de esencias, con lo humano, es bastante evidente.
En esas estamos. En la Historia de la Filosofía es imprescindible, además de conocer los hechos, reflexionar sobre lo que ha significado históricamente la filosofía dentro de la empresa cultural humana —lo que pasó después—. Es necesario por tanto, para todos aquellos que hemos pasado por ella, y también para los que se acercan por primera vez, continuar filosofando sobre los asuntos humanos. Porque nadadelohumano nos resulta ajeno. Pensemos por ejemplo en el viejo imperativo planteado por Sócrates: «Conócete a ti mismo». ¿Qué podemos decir? ¿Acaso esta exigencia de conocimiento no se plantea en la actualidad? ¿La dejaron ya resuelta de una vez por todas los filósofos? ¿O se trata de un problema no estrictamente filosófico? Y si no corresponde a la filosofía, ¿a quién corresponde?
Filosofía para después. Para aplicarla en la vida diaria después de haberla estudiado en el instituto. Para arrojar la escalera después de haber subido por ella. Para después de una adversidad. Para el gran después… Como le sucedió a Alicia, la esposa del escritor portugués Mario de Sacramento. Cuando le comunicaron la muerte de su marido, Alicia de Sacramento, a pesar del alzheimer que padecía, en un momento dado pareció recuperar la lucidez y solicitó: «Vístanme muy elegante porque sé que esta noche él vendrá a buscarme y nos iremos juntos hacia el gran después». Y en efecto, esa misma noche, Alicia también se fue. En nuestro pueblo, Morales del Vino, el señor Aniceto tuvo una revelación parecida. Con sus noventa y tantos años vivía solo y le gustaba el morapio. Una tarde se encontraba en su casa cenando, probablemente pesca —en el pueblo nunca se dice pescado— cuando se encontró mal. Entonces mandó que le trajeran un vaso de vino y advirtió: «Me parece que esto se acaba, así que traedme una pinta para lo que venga después». Y murió sin haber podido probar el tintorro.
Son historias de aquí y de allá, porque este es un libro también de historias. O de historia (de la filosofía). Se trata de una historia de la filosofía que en ocasiones hace saltar por los aires el lenguaje abstracto de la filosofía académica. Que nos perdone entonces la Academia, pero un libro de filosofía ha de estar escrito de tal manera que cualquier persona, con un cierto nivel educativo, pueda entenderlo. En esto consiste, creemos, la claridad del filósofo de la que hablaba Ortega. Naturalmente, se trata de un manual estructurado según el decreto ministerial. De ahí que se informe, como no podía ser de otro modo, de todos los contenidos —temas— y autores que se señalan en el programa oficial. Están, por tanto, los «grandes» de la filosofía: Sócrates, Platón, Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás, Descartes, Hume, Kant, Marx y Sartre o Heidegger. Pero también están los otros: los Siete Sabios, Abelardo y Eloísa, Pascal y Spinoza, Schopenhauer, Kierkegaard y Fernando Pessoa. Están asimismo el primo Felipín, Rafa y su hijo Falito, Carlos Gamazo, nuestro vecino de comunidad, y otros convecinos, familiares y amigos, pues estamos convencidos de que al alumno hay que darle más opiniones que definiciones, y estos otros personajes, corrientes y molientes, las tienen en grado sumo.
Tenemos, pues, un libro de pensamiento que se asienta, junto a los filósofos de siempre, sobre personas normales que se incorporan a la filosofía. Nada en ellos es cierto o falso. Si existió, es cierto; si no existió, pudiera ser. Para el paladar filosófico refinado tal vez resulten irreverentes, pero la filosofía en nuestro tiempo debe asomarse a este otro lado de la vida y hacer sentir su valor en los dominios en los que ella misma se reclama: amor a la sabiduría.
Hacía falta un libro así: un libro de filosofía impura salpicado de referencias populares, literarias y aun periodísticas. No erudito. Los eruditos están demasiado informados o están demasiado ocupados para escribir cosas como éstas. Nosotros no tenemos excesivos reparos. Llevamos mucho tiempo dialogando. Porque siempre nos gustó el diálogo: con los alumnos, con los amigos, con los paisanos y con aquellos que no tenían ninguna gana de dialogar. Se llega así a la preparación de este libro en el que no hemos abierto nada. No hemos descubierto a nadie. No pretendemos tampoco añadir nuevos enfoques a la historia del pensamiento. Todo lo que aquí se cuenta ha sido contado ya. Tan sólo esperamos haberlo hecho de otra manera. De una manera más sencilla y cordial. Más desenfadada.
Cuando comenzamos hace algún tiempo esta travesía no sabíamos dónde pararíamos. Después de todo, es muy probable que ni siquiera se trate de un verdadero libro de filosofía. Lo hemos escrito partiendo de nuestra condición de filosofoi, es decir, de viejo aficionado a la historia de la filosofía y desde la posición —más joven— de la especialista universitaria. En todo caso, el filósofo es siempre un Anfänger, un principiante, como le gusta decir a María. Por esta razón, al escribir estas páginas, nos hemos dirigido también al joven estudiante que fuimos y al que tanto hemos deseado explicar lo que entonces no nos explicaron o no comprendimos del todo y hubiera sido muy importante que lo comprendiéramos.
En cualquier caso nunca es tarde si la dicha es buena. Y para nosotros ha sido una dicha. O una felicidad, como se dice ahora. Una vez le preguntaron al pintor Henri Matisse si era feliz. Él respondió: «Cuando estoy trabajando, sí». Pues algo así. Digamos entonces que este libro ha supuesto un montón de trabajo añadido para sus autores al tener que