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SINOPSIS
Sir Lawrence Freedman, el más prestigioso representante actual de los estudios de estrategia, nos ofrece una visión distinta de la historia de la guerra desde fines del siglo XIX , pasando por las dos guerras mundiales y la guerra fría, hasta la actualidad. Freedman no nos habla de armas o batallas, sino de la forma en que en cada momento las sociedades que se enfrentaban a un conflicto se prepararon para él a partir de las previsiones, casi siempre equivocadas, de políticos, militares o novelistas. Ello le permite ofrecernos una visión innovadora de este presente de guerras híbridas, de robots, drones y ataques cibernéticos, en que los expertos prevén que un nuevo conflicto será distinto a todos los conocidos en la historia, para alertarnos de los riegos de volver a equivocarnos en nuestras previsiones sobre una próxima guerra futura.
LAWRENCE FREEDMAN
LA GUERRA FUTURA
Un estudio sobre el pasado y el presente
Traducción castellana de
Tomás Fernández Aúz
CRÍTICA
BARCELONA
Para sir Michael Howard
profesor, mentor y amigo
Introducción
Mi oficio requiere coraje y atrocidades.
Sin condenarlas las observo.
Levanto acta de lo ocurrido,
con toda la fidelidad que me permite la memoria.
No pregunto «por qué», pues sé bien que siempre es por lo mismo.
Las guerras estallan porque quienes las declaran se creen llamados a ganarlas.
M ARGARET A TWOOD ,
«The Loneliness of the Military Historian», 1995.
En la mitología griega, los dioses de la guerra eran fuente de caos y miseria. Una vez desatado, Ares se transformaba en un ser tan peligroso como aterrador. Su acompañante, Enio, destruía ciudades, y sus hijos eran la personificación de la discordia, el miedo y el espanto. Del nombre de Pólemo, la guerra no andará lejos.
También los romanos asociaban la guerra con las intrigas de los dioses. La Eneida de Virgilio destaca el carácter insaciable de la guerra, pues no hay contendiente que salga indemne de sus Furias, sobre todo cuando el conflicto alcanza el grado de «discordia» o enfrentamiento civil. Sin embargo, también alcanzaban a entrever motivaciones y objetivos nobles en la guerra. Al transformarse en el romano Marte, el dios Ares se eleva en dignidad y recibe los elogios reservados a un custodio del pueblo, dejando de considerársele fuente de perturbación. En Roma, Enio se convertirá en Belona, a quien se representa provista de escudo y espada. Se le consagraba específicamente un templo y en él se daba audiencia a los embajadores extranjeros, se proclamaba a los generales victoriosos y se formalizaban las declaraciones de guerra. Pero no por ello hemos de pensar que Belona fuera en modo alguno una deidad tranquila. En la Roma primitiva, la forma de rendirle honores pasaba por la realización de sacrificios humanos y la ingesta de sangre. Su papel consistía en enardecer a los soldados e instarles a cometer actos violentos. En su descripción, Virgilio nos dice que portaba un látigo ensangrentado.
El nombre de Belona procede de bellum, la voz que usaban los latinos para designar la guerra. El término conserva su vigencia, pues no en vano calificamos de «belicosas» o «beligerantes» a las personas o naciones proclives a la guerra. Sin embargo, los poetas y literatos ingleses del primer milenio juzgaban que bellum se aproximaba muy inapropiadamente se transformó en weorre y de ahí mutó a warre en Gran Bretaña, y a guerre en Francia.
Por consiguiente, ya de antiguo la guerra va asociada a la confusión y la discordia, pero también al honor y la defensa de cuanto juzgamos supremamente valioso. Este carácter dual de la guerra implica que el impulso que la origina brota de la puesta en riesgo de algo que tiene verdadera importancia para nosotros, aunque la forma que adopta la respuesta a ese peligro sea inherentemente destructiva, indócil, difícil de controlar y de contener. Esta es la razón de que la guerra suscite unas emociones tan contrapuestas. Por un lado, su sola mención evoca las siniestras consecuencias de cualquier conflicto, ya que la guerra puede arrancar de cuajo el corazón de las comunidades. Por otro, puede dar pie a movimientos de extraordinaria solidaridad, pues en su desarrollo hay numerosos momentos trágicos y dolorosos, presididos por la crueldad y la destrucción, pero también conmovedores instantes de heroísmo. Los artefactos bélicos resultan tan fascinantes como espantosos sus efectos. Los estados continúan preparándose hoy para la guerra pese a declararse partidarios de promulgar leyes tendentes a proscribirla. Si se ven obligados a combatir, insisten, lo harán solo en apoyo de las más justas causas, como último recurso y de la manera más civilizada posible. En la cultura occidental, que no es en modo alguno única en este sentido, la percepción de esta dualidad ha calado muy profundamente, y por eso juzgamos que la guerra es una realidad terrible que en determinadas ocasiones puede constituir un deber noble y necesario. Definimos la guerra en función de esta dualidad, reconociendo que conlleva una violencia inevitable, pero resaltando que es preciso organizarla y dotarla de propósito. Los actos de agresión aleatorios, o los conflictos que se encauzan sin violencia, no son considerados guerras.
La principal crítica que puede hacerse a la guerra es que los objetivos a los que sirve jamás pueden justificar sus costes. Aun cuando puedan hallarse ejemplos de argumentaciones destinadas a refutar esta acusación, desde que Al alcanzarse tan horrendas cimas de destructividad, tal vez se haya posibilitado la abolición de las guerras entre las grandes potencias.
En la década de
Para respaldar esta tesis general, Pinker presentaba una serie de pruebas. La muerte del 15 % de nuestros antepasados primitivos se debía a causas violentas; en el siglo
Según la argumentación de Pinker, el declive que se aprecia a largo plazo en las tasas de homicidio intencional, en los índices de crueldad estatal y en la incidencia de conflictos bélicos es un reflejo del paulatino triunfo al militarismo, al desprecio del mercantilismo, al respaldo de los movimientos de acción cooperativa y a la positiva valoración del internacionalismo.
Sin embargo, la tesis de Pinker choca con dos grandes problemas. El primero es de orden metodológico. El autor no centra su atención en el número de actos violentos efectivamente registrado, sino en las probabilidades de que, en un momento letal del género humano, sino las consecuencias de su efectiva puesta en práctica.
Si queremos comprender hacia dónde se encaminan los procesos sociales y políticos, resultará de poca utilidad conocer el porcentaje de la población mundial global fallecida en una guerra (y en los actos violentos de carácter general). Es necesario establecer la relación que existe entre las cifras y su contexto particular. Aun en la segunda guerra mundial hubo regiones del mundo que apenas se vieron afectadas por las hostilidades. Los gobiernos y los individuos no estiman los riesgos remitiéndose a las posibilidades globales de morir, sino por referencia a la situación real en la que han de actuar. El hecho de saber que uno vive en una época en la que menos del 1 % de la población ha de temer una muerte de raíz bélica tiene muy escaso valor si lo que nos encontramos enfrente es un ejército armado hasta los dientes; sería como decir que a una madre primeriza del África subsahariana puede interesarle o procurarle alivio conocer la esperanza de vida de los recién nacidos norteamericanos.
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