A. J. Carranza 1852 (C1414COV) Buenos Aires, Argentina
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Para R. In memoriam
Partiste un 13 de mayo dejándome sumergida en el Misterio. Aún me
cumplir tu función sanadora, y te fuiste cuando fue necesario. No eras de este mundo.
sentido al Misterio. Porque me hiciste ver una posibilidad:
que R. se fue cuando su misión había sido cumplida. Y por la dicha de
encontrarnos —y reelegirnos— cada día en este mundo.
Esa voz la conozco…
Método, método ¿qué pretendes de mí?
¡Bien sabes que he comido del fruto del inconsciente!
Gastón Bachelard
¡Nene, quedate quieto!
En plazas, túneles del subterráneo, avenidas y callecitas de cada rincón del mundo se oye una misma sentencia: “¡Nene, quedate quieto!”. Aclaración: lo que se oye es “la puesta en escena” de esa voz ancestral.
Las estatuas vivientes son verdaderas representaciones del mandato. Nada más quieto que una estatua: ser de piedra —¡de mármol y casi muerto!— y tapar las emociones tras el atuendo correspondiente. Esas manifestaciones artísticas ca llejeras exhiben una galería de personajes amplia y variada que nunca se agota en creatividad. Es un trabajo como otros, que exige oficio, arte, paciencia, concentra ción, materiales diversos y la inestabilidad de ganar el sustento según el paseante o vertiginoso caminante que pasa al lado de sus creaciones. Algunos dejan unas monedas y piden una foto, otros ni siquiera registran que ahí hay una persona…
Tomaré esa imagen tan popular en cada ciudad como una metáfora: parece oírse que esos sujetos alguna vez han escuchado de boca de sus mayores que se queden quietos, que no trepen árboles o que sosieguen el impulso vital del movimiento. Leo ese trabajo informal de hombres y mujeres de tantas partes del mundo como un metamensaje: todos escuchamos de nuestras familias alguno (“serás esto o aquello”, “no hagas eso”, “necesitamos que realices esta tarea”, “es tu función continuar la misión de tu abuelo…”).
Podemos aceptarlo sin hacer gala de ninguna libertad personal, podemos acatar sin oponernos, asumir el mandato como una responsabilidad que no deja lugar a la crítica. También podemos decir sí a medias, por ejemplo: hacer de eso de lo que quisiéramos una profesión —la música, por ejemplo—, un hobby de fin de semana, porque de lunes a viernes toca llevar adelante la fábrica que montó el patriarca del clan y continúa hasta mi papá… Franz Kafka es otro buen ejemplo: el autor de La metamorfosis se vio obligado por su padre a trabajar en su comercio y estudiar Leyes, cuando en realidad deseaba ser escritor.
A lo largo de la vida vivimos etapas de sumisión y docilidad, a veces hasta morir en el intento por complacer a los otros; o conseguimos la fuerza interior para decidir ser “autosustentables”: palabra de moda para expresar que no es necesario someterse a la voluntad ajena para ser queridos. También podemos rebelarnos, dejar todo, partir del hogar y —muchas veces, como castigos por la desobediencia— pagar con el cuerpo, la frustración, la enfermedad o el exilio haber optado por una vida libre de ataduras.
Tiempo de una pregunta central: “¿Qué personaje te compraste?”.
Tengo la teoría de que somos, hacemos, elegimos, trabajamos dentro de una estructura que se construye desde la voz ancestral: completando una tarea inacabada, reparando la acción de los antepasados, replicando una situación familiar, sanando un mandato, repitiendo un destino.
Cuando, al caminar por la propia ciudad o cualquier otra ciudad del mundo, nos topamos con las estatuas vivientes, podemos ver los mensajes del clan: personas congeladas que representan una expresión maquillada, que se transforman en argamasa moldeada con afán de verosimilitud usando telas o pintu ras que imitan oro, plata, cobre, diversos colores sobre la piel, dando impresión de ser de madera, roca, metal, amasijo de trapos; que usan dispositivos mecá nicos ocultos para dar la ilusoria idea de viento, de que el personaje está en el aire o de que se sostiene sobre un hilo...
Reyes, trapecistas, bailarinas, ajedrecistas, guerreros, robots: algo los iguala a pesar de sus trajes diferentes, sus actitudes inmóviles o sus logros estéticos. Todos son mudos. Son estatuas. Muestran su esencia de piedra. No tienen voz.
La metáfora que nos aporta este espectáculo callejero es riquísima: podemos escuchar los rumores (de los ancestros al borde de la cuna), voces que se han quedado acorraladas en la función que desempeñan estos artistas. Trabajadores como tantos otros: comerciantes, maestros, médicas o abogadas.
En muchas vocaciones (recordemos que esta palabra deriva del verbo latino vocare, ‘llamado’) resuena esa voz-mandato que recibimos desde antes de nacer: en cada familia hay una expectativa reservada para los futuros miembros que se sumen a un árbol que ya está de pie hace décadas, siglos.
No hace falta ser tan audaz como esos artistas que salen cada mañana con cajas de betún, adminículos, accesorios y una plataforma donde instalar su estatua. No hace falta toda esa parafernalia: cuando nos “disfrazamos” de policías, psicólogas, deportistas, profesores, periodistas, enfermeros, arquitectas, parteras, carpinteros, diseñadoras o colectiveros, no siempre ejercemos labores impuestas, por suerte vamos redefiniendo en el camino qué ser, quién ser. Pero muchas veces respondemos ciegamente al mandato ancestral: creemos elegir qué hacer/ser y, sin embargo, estamos mudos, congelados como estatuas vivientes cumpliendo roles asignados para que la memoria del clan se siga sosteniendo.
Si hubo mucho dolor, necesitamos médicos. Si sufrimos falta de justicia, abogados. Si percibimos una falta de derechos básicos —educación, comida, techo—, designaremos maestros, cocineros, albañiles a lo largo de las generaciones… O nos instalaremos en el grupo como Quijote, Batman, Juana de Arco… O madre abnegada, niña caprichosa, macho donjuanesco, hermanita yono-puedo o hija mayor-puédelo-todo… Los roles son infinitos, pero en toda familia, a cada uno de sus miembros, se le asigna el que “toca” desempeñar.
Las estatuas vivientes funcionan como un formidable símbolo porque están ahí, a la vista, y nos brindan un espejo para pensar-nos en nuestra máscara (otra palabra interesante: del griego prósopon, quiere decir ‘delante de la cara’) para afrontar el mundo. Personaje es eso mismo, una mueca que se sobreimprime al verdadero rostro. Así, es paradójico que se asimile “persona” a “ser humano”, pero entrar en estas profundidades daría para otras reflexiones...
Pensar-nos, revisar actitudes, vocaciones, modos de funcionar en la vida cotidiana, familiar, profesional es parte de esta propuesta. Tomar conciencia para decidir a conciencia. No es un juego de palabras: implica des-programar los mandatos que recibimos, aprender a reconocerlos, saber que nada está inscripto de una vez y para siempre, que tenemos la libertad de optar siguiendo el llamado de una voz superior a la de cualquier antepasado: la propia voz, que siempre debe ser más potente que la “voz de la sangre”.