Prólogo
A comienzos de los años treinta, Herbert Butterfield escribió un panfleto en el que denostaba lo que él denominaría la interpretación whig de la historia; es decir, aquella interpretación de los hechos históricos que, guiada por el presente, establecía como buena y necesaria la configuración liberal o progre del mundo y, en concreto, el triunfo del parlamentarismo británico. Este libro pretende constituir una especie de antídoto contra una interpretación whig del propio presente. Esto es, pretende evitar la apropiación demagógica de discursos y de voluntades en la sociedad contemporánea, y busca hacer explícitos los riesgos y las suturas que parchean el mundo moderno, tratando así de superar las soluciones mágicas y las salidas en falso de los momentos críticos que se están planteando o llevando a cabo, en especial en los países occidentales. Se propone también mostrar que no tiene por qué haber un camino predeterminado ni una solución incruenta y próspera disponible a todos nuestros problemas: que no hay un remedio inmediato esperando ahí, a la vuelta de la esquina. Quiere señalar que el colapso mental y financiero que trajo consigo la gran crisis de 2008 tiene su origen en una determinada manera en que se ejerce la hegemonía o en que se hacen valer ciertos discursos hegemónicos: una hegemonía que nos ofrece un mundo decadente que, sin embargo, nos empeñamos en pensar como si a pesar de todo no fuese empeorable.
El título del libro es un homenaje a Javier Muguerza. En una conferencia que impartió a comienzos del presente siglo en la Universidad Carlos III de Madrid y que tituló «Ética a la intemperie», Muguerza se refería a la libertad como la ineludible naturaleza humana, y vinculaba la libertad al ejercicio igualmente ineludible de la responsabilidad, del rendimiento de cuentas de cuanto hacemos o pretendemos hacer. Por ello, no en vano la pregunta «¿qué puedo hacer?» (a la que Kant respondía con la Crítica de la razón práctica ) se convierte en parte imprescindible de nuestra condición racional. Pero que debamos responder de manera racional a la pregunta no significa, ¡ay!, que tengamos una única respuesta posible para ella. De ahí que la ética no pueda sino estar siempre a la intemperie: porque la condición humana, en tanto que libre y racional, nos obliga a hacer un uso moral de nuestra racionalidad, una racionalidad que no está al abrigo de verdades permanentes.
Siguiendo a Muguerza, pero como en el fondo sabemos desde el comienzo de los tiempos, y a diferencia del célebre escorpión de la fábula, la naturaleza del ser humano consiste precisamente en su trágica apertura a la decisión. La idea que recorre todo este libro, que el futuro no está escrito, es un trasunto de la noción primordial de la ética consistente en que la vida humana está igualmente por hacer, y en que nuestras elecciones van marcando una senda de cuya dependencia tenemos que hacernos responsables. La radical apertura del ser humano, su condición absolutamente contingente, pone en entredicho cualquier intento de ceñir estrechamente las interpretaciones que damos de su vida. Por eso, insistimos, la ética, a fuer de racional, no puede sin embargo dejar de estar desguarnecida, expuesta, a la intemperie.
Sin embargo, no siempre reconocemos esta misma apertura y contingencia propia de la vida humana cuando la contemplamos en compañía. De hecho, y a diferencia de cuanto ocurre con otros ámbitos de lo político, en lo que atañe a cuestiones económicas existe una tendencia muy peligrosa a dejar las decisiones en manos de técnicos y expertos. Con demasiada frecuencia, los ciudadanos desconocen las matemáticas pero, sobre todo, desprecian la economía. En la cultura católica e hidalga, además, es de buen tono desatender, al menos en apariencia, a todo cuanto tenga que ver con cuestiones monetarias o comerciales. Ese temor reverencial por los números, unido al menosprecio por el aspecto estadístico de la vida humana, tiene por lo menos dos consecuencias muy lamentables que si queremos presumir de vivir en una democracia de calidad no podemos permitirnos: por un lado, se delegan decisiones y asuntos de enorme trascendencia social a comités de expertos que brindan soluciones técnicas en apariencia desprovistas de calado político, lo que entraña una concepción un tanto angosta de lo que significa lo político ; por otro lado, la sociedad se hace más vulnerable a relatos poco verosímiles, y en ocasiones nada veraces, sobre los problemas que la acechan y sobre las soluciones que los remediarían: se imponen marcos perdedores que no contribuyen a mejorar el panorama real. En ambos casos, cuando reducimos la política económica a mera economía , y cuando asimilamos relatos y marcos insuficientemente justificados, los ciudadanos renunciamos de manera irresponsable a ejercer nuestra mayoría de edad. Y al hacerlo, cedemos irremisiblemente nuestra soberanía a un Leviatán, ya sea administrativo, ya sea mediático, que puede adormecer nuestra ansiedad, pero es dudoso que deje a nuestra conciencia postilustrada tranquila.
Cuando reconocemos que el futuro de una sociedad está tan por escribir como el destino del individuo, y que es tan contingente y tan abierto como el indudable éxito de las ciencias sociales a veces nos hace obliterar, entonces no nos queda otro remedio que asumir la carga que nos impone nuestra naturaleza y disponernos a escribir y hacer nuestro futuro. Por eso la economía también tiene que ponerse a la intemperie. No podemos renunciar a los importantes avances que han convertido a la economía en la hermana rica de las ciencias sociales. Lo que nos proponemos es más bien servirnos de esos conocimientos para contribuir a devolver a los ciudadanos la autonomía también en aquellos ámbitos de la vida pública que se recogen bajo su paraguas disciplinario.
Pero nos proponemos, por otra parte, mostrar que la propia economía tiene que superar también su modernidad y someterse a la crítica: una cura de humildad no le impedirá mantenerse como la gran señora de las ciencias blandas, y veremos que una economía que quiera sobrevivir en un mundo tornadizo y volátil tiene que aceptar su propia condición postmoderna, tornadiza y volátil. Su propia condición discursiva, que la convierte en un discurso más de entre los muchos posibles. Debe renunciar a los macrorrelatos omniexplicativos. Pero esto no debería preocupar en exceso a nadie: también en la era de la crítica la razón se ha visto sometida a un maltrato sistemático por parte de sus legítimos albaceas, filósofos y pensadores. Sin embargo, reconocer sus límites no nos convierte en menos deudores de su uso: difícilmente se nos consentirá dejar de dar razón de cuanto hacemos con el escurridizo argumento de que el imperio de la razón ha decaído y que su sueño produce monstruos. Del mismo modo, señalar los límites epistémicos de la economía, tanto como de los agentes que intervienen en su nombre, no es sino reconocer que también en su caso es preciso reconocer límites en su alcance y en sus posibilidades. Este someterse a la crítica no es más traumático —ni menos— que aquel mismo proceso de desencanto del mundo que alumbró la modernidad occidental. Y será muy favorable a que, aun en su condición de ciencia social postmoderna, los saberes económicos sean no menos, sino más útiles para los ciudadanos. Y para devolverle de paso a los asuntos económicos que nos importan, que nos deben importar, su verdadero rostro de economía política.
Bajo este nuevo aspecto, los problemas económicos que se abordan en este ensayo pretenden ser devueltos a los ciudadanos, que muy bien pueden desestimar nuestra oferta o discutirla con más o menos fuelle. Sin embargo, lo que en ningún caso proponemos es que la necesaria devolución de estos temas a sus legítimos propietarios deba convertirlos en materia de arbitraje colectivo o de decisiones asamblearias, tomadas sin el debido rigor, sin la debida madurez reflexiva o sin los conocimientos técnicos suficientes: nuestra apuesta sigue siendo por una democracia representativa, y lo que esperamos es que de una discusión pública razonada se obtengan mejores decisiones electorales o una participación más cualificada en la sociedad civil. Y de ahí que insistamos en que una economía puesta a la intemperie haya de concebirse como parte de lo que se entiende por un uso público de la razón.