José M. Portillo Valdés (1961) es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad del País Vasco. Previamente enseñó en las universidades de Santiago de Compostela, Georgetown y Nevada (Estados Unidos), El Colegio de México y el Instituto Mora (México) y Externado (Colombia). Ha centrado su investigación en la historia de las culturas políticas entre la edad moderna y la contemporánea. Colabora con los grupos de investigación HICOES (Historia Constitucional de España y América) e Historia Social y Política del País Vasco contemporáneo. Es autor de Crisis atlántica. Autonomía e independencia en la crisis de la monarquía española (Marcial Pons, 2006), Fuero Indio. La provincia india de Tlaxcala entre monarquía y república, 1787-1824 (El Colegio de México, 2014) e Historia Mínima del Constitucionalismo en América Latina (El Colegio de México, 2016). Es también autor de la novela Un papel arrugado (Ikusager, 2014).
Durante la Transición fue muy común hablar de autonomías de primera y de segunda. En realidad, habría que haber incluido una categoría más, de primerísima, en la que sólo estarían dos comunidades: Euskadi y Navarra. Fueron las únicas en las que, además del máximo nivel competencial, vino a sumarse la existencia de una Hacienda propia en cada provincia y de un régimen fiscal privativo, el Concierto Económico. Este breve ensayo reconstruye el momento constituyente en el que se tomaron algunas decisiones trascendentales, como el amparo constitucional de los «derechos históricos» y su inmediata traducción en «derechos del pueblo vasco» en el Estatuto de Gernika.
Hubo dos factores que determinaron esas soluciones constitucionales: la legitimación histórica y la violencia política. Mientras en las Cortes se debatía la Constitución con un creciente protagonismo de la historia, ETA iniciaba los años de plomo en su lucha contra la institucionalización de la democracia y la autonomía. Los tiros y la historia estuvieron, efectivamente, en el origen de la autonomía vasca y permiten explicar que si no se alcanzó la ansiada independencia constitucional que buscaron los nacionalistas en las Cortes, sí se logró configurar una especificidad que es la base de esa autonomía especial que disfruta aún hoy el País Vasco.
Edición al cuidado de María Cifuentes
Publicado por:
Galaxia Gutenberg, S.L.
Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª
08037-Barcelona
info@galaxiagutenberg.com
www.galaxiagutenberg.com
Edición en formato digital: marzo 2018
© José María Portillo Valdés, 2018
© Galaxia Gutenberg, S.L., 2018
Imagen de portada: Sin título, 1982. Cera sobre papel. 50 × 70 cm
© Agustín Ibarrola, VEGAP , Barcelona, 2018.
Conversión a formato digital: Maria Garcia
ISBN : 978-84-17355-29-6
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, aparte las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)
«Pueblo sin guión, sin tabla de navegación, sin mapas ni historia, despreciando su pasado e improvisando su futuro a tientas».
M ARIO O NAINDÍA ,
El aventurero cuerdo (2004)
«Transición, la llamada: […] El dicho sugiere: uno, que es mal llamada; dos, que alguien puso este nombre apócrifo con malicia; y tres, el alejamiento mental frente a tan siniestro proceso».
M ANUEL M ONTERO ,
Voces vascas.
Diccionario de uso (2014).
Para Goretti y Joseba
bihotz bihotzez
Introducción
En 1978 ocurrió algo inusitado en nuestra historia constitucional. Por vez primera el sintagma «derechos históricos» anidó en una constitución y no lo hizo de manera decorativa. Quizá la pretensión pudo haber sido más o menos ésa, pero pronto se comprobaría que, lejos de ello, iba a adquirir un carácter sustancial. Al año siguiente, el Estatuto de Autonomía, alias de Gernika, la reprodujo con creces al afirmar que dicho estatuto no implicaba renuncia a derechos que le pudieran corresponder al «pueblo vasco» en virtud de su historia. En un año había desaparecido, incluso, el rasero constitucional que la disposición adicional primera de la Constitución había establecido para interpretar el alcance de los derechos históricos. En 1979, en el Estatuto vasco, dicho ámbito de interpretación fue referido a un genérico «lo que establezca el ordenamiento jurídico».
Las palabras «derechos históricos» en una disposición adicional de la Constitución se mostraron, pues, inmediatamente cargadas de consecuencias. Como veremos, apelando a ellas se crearon instituciones tan relevantes como la Ertzaintza –la Policía autónoma vasca– y, sobre todo, se consolidó una forma de confederación fiscal, el Concierto Económico. Conviene recordar que, en realidad, esa fórmula financiera privilegiada nunca se había ido del todo, pues en Álava y Navarra funcionó ininterrumpidamente desde el siglo XIX , también durante el franquismo. La elevación a los altares de la Constitución, sin embargo, otorgó desde 1978 a los «derechos históricos» una potencia inusitada. Desde entonces, han actuado como un catalizador de todo cuanto tiene que ver con el autogobierno vasco, especialmente de aquello que marca claras diferencias con respecto a otras comunidades autónomas españolas.
No cabe duda de que estos «derechos» forman una especie por sí misma en el texto constitucional. Se entiende que se trata de derechos imputables a sujetos que existen justamente por ser históricos –los «territorios forales» en la Constitución y el «pueblo vasco» en el Estatuto–. Son, por tanto, derechos de territorios y derechos de pueblo, de sujetos morales a los que se supone existencia constitucional y existencia histórica al mismo tiempo. Dicho de otro modo, no se trata de creaciones, sino más bien de reconocimientos constitucionales.
No es que las constituciones españolas precedentes no hubieran llevado a sus textos elementos sustanciales provenientes de la tradición histórica, como la Monarquía o durante buena parte del siglo XIX la religión católica, pero sí fue en 1978, como se recordó durante los debates, la primera ocasión en que se elevó a texto constitucional la presencia de la historia para sustanciar derechos territoriales. De tal modo, a la noción fundamental de que las regiones y nacionalidades «tienen derecho» a la autonomía (artículo 2) se agregaba, para los territorios forales, el refuerzo de legitimidad histórica de unos derechos que se les suponen ya existentes en el momento de hacerse la Constitución y que habría que actualizar en todo caso de acuerdo con la misma. Estamos ante un sistema en el que la historia no puede ser relegada al contexto porque forma parte del texto y, por tanto, resulta esencial para su interpretación, que no es otra cosa que la búsqueda en la Constitución de respuestas a problemas políticos y sociales concretos.
La historiografía y la tratadística constitucional han prestado no poca atención a la interpretación e implicaciones de las disposiciones adicional primera de la Constitución y única del Estatuto. Se han recopilado las fuentes jurídicas y parlamentarias para su estudio y se han realizado ensayos sobre el alcance de dichas disposiciones y sus posibles interpretaciones para fundamentar una especialidad vasca en el sistema autonómico español. Conocemos, por tanto, bastante bien qué es lo que hicieron los constituyentes de 1978 y los estatuyentes de 1979.
Sabemos, sin embargo, bastante menos acerca de los motivos por los que llegaron a aquellas inusitadas soluciones constitucionales. En sus memorias recientemente publicadas, Landelino Lavilla, que vivió como protagonista aquellos momentos, señalaba algo muy relevante, a mi juicio, para la correcta intelección de las constituciones: lejos de ser textos elaborados en la calma de los despachos o en los debates parlamentarios suele tratarse de formulaciones nacidas en contextos polémicos y en escenarios absolutamente insospechados. Lavilla puede dar fe de que así ocurrió en la gestación de nuestra Constitución.