¿Fue Pío XII indiferente al sufrimiento del pueblo judío? ¿Tuvo alguna responsabilidad en el ascenso del nazismo? ¿Cómo explicar que firmara un Concordato con Hitler? Preguntas como éstas comenzaron a formularse al finalizar la Segunda Guerra Mundial, tiñendo con la sospecha al Sumo Pontífice. A fin de responder a estos interrogantes, y con el deseo de limpiar la imagen de Eugenio Pacelli, el historiador católico John Cornwell decidió investigar a fondo su figura. En los archivos vaticanos, donde tuvo acceso a documentos desconocidos hasta ahora, encontró exactamente lo contrario de lo que buscaba: pruebas irrefutables de su antisemitismo y de su responsabilidad en el estallido de las dos guerras mundiales. Lejos del sensacionalismo, esta devastadora biografía, excelentemente escrita, examina la carrera eclesiástica de Pacelli con un impecable rigor, lo que hace aún más demoledoras sus conclusiones. El profesor Cornwell plantea unas acusaciones acerca del papel de la Iglesia en los acontecimientos más terribles del siglo, incluso de la historia humana, extremadamente difíciles de refutar.
John Cornwell
El Papa de Hitler
La verdadera historia de Pío XII
ePub r1.3
Titivillus 22.02.15
Título original: Hitler’s Pope. The Secret History of Pius XII
John Cornwell, 1999
Traducción: Juan María Madariaga
Retoque de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
[Pacelli creía] que sólo se podían obtener éxitos mediante la diplomacia papal. El sistema de concordatos condujo, a él y al Vaticano, a alejarse de la democracia y del sistema parlamentario. […] Se suponía que los gobiernos rígidos, la rígida centralización y los tratados rígidos abrirían una era de orden estable, de paz y tranquilidad.
HEINRICH BRÜNING , canciller alemán (1930-1932)
Pío XII y los judíos. […] Se trata de un asunto demasiado triste y demasiado serio […] un silencio profunda y totalmente cómplice de las fuerzas que traen consigo opresión, injusticia, agresión, explotación y guerra.
THOMAS MERTON
El proceso de beatificación y canonización de Pío XII, venerado por muchos millones de católicos, no se interrumpirá ni retrasará por los injustificables y calumniosos ataques contra aquel virtuoso gran hombre.
Padre PETER GUMPEL , S. J., relator del proceso
de canonización de Pío XII
Prólogo
En el Año Santo de 1950, cuando millones de peregrinos acudieron a Roma para mostrar su adhesión al papado, Eugenio Pacelli, el Papa Pío XII, contaba setenta y cuatro años de edad y era un hombre todavía vigoroso, alto (1,80 m), extremadamente delgado, con menos de 60 kilos de peso,
En aquel Año Santo se produjeron muchas iniciativas papales: canonizaciones, encíclicas (cartas públicas a todos los fieles del mundo), incluso la declaración infalible de un dogma (la Asunción de la Virgen María), y Pío XII parecía incuestionablemente asentado en su pontificado, como si siempre hubiera sido Papa y lo fuera para siempre. A ojos de los quinientos millones de fieles de todo el mundo, encarnaba al Papa ideal: santidad, dedicación, autoridad suprema por mandato divino y, en ciertas circunstancias, infalibilidad en sus afirmaciones sobre cuestiones de fe y moral. Hasta hoy día, los italianos más ancianos se refieren a él como « l’ultimo Papa».
Hombre de espíritu monacal, soledad y oración, concedía sin embargo frecuentes audiencias a políticos, escritores, actores, deportistas, hombres de Estado y reyes. Pocos eran los que no se sentían encantados e impresionados por él. Tenía unas hermosas y afiladas manos, que utilizaba con gran efectividad en sus constantes bendiciones. Sus ojos eran oscuros y grandes, casi febriles, tras las gafas montadas en oro. Su voz, aguda, una pizca exigente, con tendencia a pronunciar las palabras con exagerada meticulosidad. Cuando celebraba ceremonias religiosas, su rostro aparecía imperturbable y sus gestos y movimientos eran serenos y elegantes. Con sus visitantes se mostraba llamativamente afable, complaciente, haciendo que se sintieran cómodos, y sin la menor impresión de pomposidad o afectación. Tenía un humor fácil y sencillo, proclive a una risa silenciosa, con la boca abierta. Sus dientes, según un observador, parecían de «marfil antiguo».
Algunos hablaban de sensibilidad «felina», otros de ocasionales tendencias a una vanidad casi femenina. Ante la cámara se detectaba un vago narcisismo. No obstante, lo que más impresionaba a sus visitantes era su casta y juvenil inocencia, como la de un eterno seminarista o novicio. Se sentía a gusto con los niños, y los atraía. Nunca frivolizaba ni hablaba mal de nadie. Sus ojos se helaban, como los de una liebre, cuando le abrumaba una familiaridad excesiva o una frase poco cuidada. Estaba solo, de una forma extraordinaria y sublime.
¿Cómo expresar esa soledad única, esa egocéntrica sublimidad en la que los papas recientes han decidido vivir y depositar su ser?
Abrumado por el aislamiento de su puesto pontifical, Pablo VI , Papa en los años sesenta y setenta, se confesaba en un escrito, que igualmente podría haber pertenecido a Pacelli, a quien Pablo VI (entonces Giovanni Battista Montini) había servido durante quince años:
Antes era solitario, pero mi soledad se ha hecho ahora completa y desconocida. De ahí el aturdimiento y el vértigo. Como una estatua sobre su pedestal, así es como vivo. Jesús también estaba solo en la cruz. No puedo buscar una ayuda externa que me exima de mi deber, absolutamente sencillo: decidir, asumir la responsabilidad de guiar a los demás, aunque a veces parezca ilógico o absurdo. Y sufrir solo. […] Dios y yo. El diálogo debe ser pleno y sin fin.
Esta conciencia papal del vértigo seguramente altera al hombre que lleva sobre sus espaldas la carga del papado. En ese aislamiento acechan ciertos peligros, en particular el de un creciente egoísmo y despotismo. Cuanto más largo sea el pontificado, más se afianzará la conciencia papal. El teólogo John Henry Newman, el más famoso converso británico al catolicismo del siglo XIX , ofreció un devastador veredicto sobre otro larguísimo pontificado: «No es bueno para un Papa serlo durante veinte años. Se trata de algo anómalo y no da buen fruto; se convierte en un dios, no hay nadie que le contradiga, no conoce los hechos, y realiza acciones crueles sin quererlo». A los diez años de su coronación, Pacelli había elevado el papado a una exaltación sin precedentes; no tenía ciertamente a nadie que le contradijera, e iba adoptando los gestos de alguien destinado a la canonización.
En 1950 se publicó un llamativo retrato de Pacelli en el cénit de su gloria y poder. Fotografiado desde arriba y de espaldas, mirando hacia la plaza de San Pedro, saluda a la bulliciosa multitud que le mira abajo como un coloso que abraza a la totalidad de la raza humana. El retrato es adecuado a este atrevido aserto inicial: La ideología de la primada papal, tal como la hemos conocido en nuestra memoria viva, es un invento de finales del siglo XIX y comienzos del XX. En otras palabras, hubo un tiempo, antes de que existieran los modernos medios de comunicación, en que el modelo piramidal de autoridad católica —donde un solo hombre vestido de blanco gobierna la Iglesia con un poder inigualado— simplemente no existía. Hubo un tiempo en que la autoridad de la Iglesia católica estaba ampliamente distribuida, en los grandes concilios y en innumerables redes de discrecionalidad local. Como en una catedral medieval, había muchos chapiteles de autoridad. El más alto de todos ellos era ciertamente el papado, pero la primacía romana fue durante casi dos milenios más la de un tribunal de apelación que la de una autocracia sin límites.