© Archivo Galaxia Gutenberg
José María Ridao nació en Madrid en 1961 y es licenciado en Filología árabe y en Derecho. En 1987 ingresó en la carrera diplomática, que lo llevó a ejercer en Angola, la Unión Soviética, Guinea Ecuatorial y Francia. En el año 2000 decidió abandonarla para dedicarse exclusivamente a la reflexión y a la literatura.
En Galaxia Gutenberg ha publicado los ensayos El pasajero de Montauban (2003), Weimar entre nosotros (2004), Elogio de la imperfección (2006) y Contra la historia (2009), las ediciones Dos visiones de España (2005) y Por la gracia de Dios: catolicismo y libertades en España (2008), así como las novelas El mundo a media voz (2001) y Mar muerto (2010).
«En una época en la que abundan los pensadores que distribuyen el pienso al ganado lector y los Pangloss de turno deslumbran al público con frases como “la débil densidad vital de los visigodos” explica nuestro ADN actual, un libro como el de José María Ridao es un bienvenido regalo y oportuno motivo de reflexión. Sus consideraciones en torno al hombre y el Absoluto, a la invención del Absoluto por el hombre abarcan los diferentes aspectos de dicha abstracción desde el concepto y proclamación de lo universalmente válido y del ejercicio de la condigna superioridad que ello procura hasta el hecho de basar el origen de la Creación en un relato que sustituye el lenguaje racional por un lenguaje narrativo que hay que creer a pies juntillas so pena de convertirse en réprobo a ojos de quien se autoerige en su portavoz. El repaso a figuras tan dispares como Sócrates, San Agustín, Dante, Dostoievski, Tolstói o Proust es tan innovador como estimulante. El señuelo de la verdad absoluta, dice Ridao, nos hace olvidar que la verdad proferida por el ser humano es siempre relativa y sujeta a menudo a prescripción.»
Juan Goytisolo
J OSÉ M ARÍA R IDAO
Filosofía accidental
Ensayos sobre el hombre
y el Absoluto
V Premio Internacional de Ensayo Josep Palau i Fabre
Un jurado compuesto por Tzvetan Todorov, Wolf Lepenies, Enrique Vila-Matas, Jordi Llovet y Tomàs Nofre concedió a esta obra el V Premio Internacional de Ensayo Josep Palau i Fabre.
Publicado por:
Galaxia Gutenberg, S.L.
Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª
08037-Barcelona
www.galaxiagutenberg.com
Edición en formato digital: marzo 2015
© José María Ridao, 2015
© Galaxia Gutenberg, S.L., 2015
Fotografía de portada: Manos, Saul Leiter, c. 1959.
© Estate of Saul Leiter/ Courtesy Howard Greenberg Gallery
Conversión a formato digital: gama, s.l.
Depósito legal: DL B 3079-2015
ISBN Galaxia Gutenberg: 978-84-16252-61-9
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, a parte las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear fragmentos de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)
La exégesis sepultó al texto.
F RIEDRICH N IETZSCHE
Metéle, O’Donell.
A NÓNIMO
La banalidad no se denuncia, la banalidad se desmiente arriesgándose a acometer una ambición que no sea banal. Denunciar la banalidad es incurrir en un segundo grado de la banalidad, el grado de la banalidad que denuncia la banalidad. Este segundo grado de la banalidad está a su vez condenado a la banalidad, sobre la que tarde o temprano recaerá una nueva denuncia. El diagnóstico que proporciona la denuncia de la banalidad no evita que la banalidad siga siendo banalidad, lo mismo en el segundo grado que en cualquiera de los grados sucesivos. Cada nueva denuncia de la banalidad condena como banalidad una denuncia anterior.
La idea de que a través de un diagnóstico que se resume en la denuncia de la banalidad el hombre puede liberarse de la banalidad es un espejismo, porque al denunciar la banalidad, la banalidad se ratifica. Más denuncia el hombre la banalidad y más la ratifica, enfrentándose a la misma impotencia que los actores que provocan la hilaridad del público cuando más desesperadamente le advierten de que hay fuego en el teatro. Esa impotencia puede llevar a aceptar que el hombre está condenado a la banalidad. Pero también puede llevar a creer que, más allá de la banalidad que se denuncia, debe de existir un porqué que dé cuenta del universo, una idea profunda que revele el indescifrable sentido de la existencia, una incontestable sabiduría que fortalecerá el libre albedrío, que se alcanzará a través de la denuncia de la banalidad. Pero esta forma de señalar hacia lo que debe de existir más allá de la banalidad sólo garantiza que el hombre no pueda escapar de la banalidad, porque no es más allá de la banalidad, no es, en definitiva, más allá en cuanto que inalcanzable más allá, donde el hombre debe mirar, porque el inalcanzable más allá es el reino del Absoluto.
Una ambición que no sea banal es a fin de cuentas una ambición, en la que se puede fracasar como al acometer cualquier otra ambición. Pero, a diferencia de la denuncia de la banalidad, el fracaso al acometer una ambición que no sea banal no ratifica la banalidad. La denuncia de la banalidad, en cambio, no se expone a ningún fracaso, pero por eso mismo ratifica la banalidad. Tampoco proporciona ningún diagnóstico, salvo que por diagnóstico se entienda la banalidad de denunciar la banalidad, sabiendo que esa denuncia será a su vez denunciada. Por temor al fracaso acometiendo una ambición que no sea banal, estos tiempos, al igual que otros tiempos del pasado, al igual, quién sabe, que todos los tiempos, prefieren entender como diagnóstico la banalidad de denunciar la banalidad. Es como si, en ellos, el hombre se hubiera resignado a convertir en espectáculo la advertencia de que hay fuego en el teatro. Lo hay y los actores lo saben y también lo saben los espectadores, y aun sabiéndolo, unos y otros se muestran dispuestos a cumplir el papel que exige el espectáculo en lugar de tomar conciencia de que es hacia ellos mismos hacia donde deben mirar. Los actores cumplen el papel de advertir que hay fuego en el teatro para provocar hilaridad, y los espectadores, el de tomar con hilaridad la advertencia de que hay fuego en el teatro. El éxito del espectáculo está garantizado, pero también el fuego.
Por temor al fuego, estas páginas acometen una ambición que no quiere ser banal.
París, 27 de junio de 2014
P RIMERA PARTE
El Absoluto
El Absoluto y la verdad
El clamor de victoria con el que el hombre celebra el hallazgo de la verdad es la única verdad que permanece, porque el clamor de la victoria es a fin de cuentas la única verdad. La verdad que se busca y que regularmente se declara averiguada es tan efímera al trasluz de los siglos como los monarcas ordenados según el linaje de cifras romanas de una dinastía, que se mantienen en el trono uncido a la rueda del tiempo mientras la frágil biología del hombre les acompaña y las buenas cosechas arrullan el sueño del coloso de la revuelta, absteniéndose de saciar la voracidad de la historia con la carnaza tautológica de una fecha histórica. Que quede claro cuanto antes: la búsqueda no es búsqueda, es farsa. La farsa que Nietzsche ilustra a través de la imagen del hombre que esconde algo en una zarza y, a continuación, se pone a buscarlo para declararlo verdad cuando lo encuentra. La farsa, la metáfora de la búsqueda de la verdad seduce a partir de un artificio exuberante, pero del mismo modo que otros artificios igualmente vistosos como comparar a Dios con un motor, los acontecimientos del pasado con las páginas de un libro o la eternidad con las arenas de una playa donde cada grano es un milenio, sirve al propósito de atraer la atención hacia el envoltorio metafórico mientras se maniobra con la sustancia metaforizada, ocultándola bajo las apariencias.