III
FANTASÍAS BRITÁNICAS.
A propósito de Treinta y nueve escalones y Alarma en el expreso
Hitchcock no alcanzó su auténtica plenitud hasta ya avanzado su período norteamericano, a mediados de los años 50: La ventana indiscreta, la segunda versión de El hombre que sabía demasiado, Falso culpable, Vértigo, Con la muerte en los talones, Psicosis, Los pájaros. Marnie, Frenesí… Se hace necesario incluir aquí dos títulos anteriores: Encadenados y Extraños en un tren.
El período británico, más superficial y de aprendizaje, ofrece, sin embargo, muy atractivas particularidades: una cierta inocencia (no exenta de malicia), una apertura a diversos géneros (Hitchcock no se decidió definitivamente por el suspense hasta su largometraje número dieciocho), un humor más descarado, un saludable tono de travesura, un espíritu más juvenil… Por otra parte, en esta época podemos ya detectar dos obras maestras de inclusión obligatoria entre los títulos anteriores, no por madurez pero sí por otros muchos motivos. Me refiero a Treinta y nueve escalones y Alarma en el expreso, que podríamos considerar «cine de acción», películas fundamentalmente divertidas, auténticos poemas a la alegría de narrar, desafíos que Hitchcock se hace a si mismo y de los que sale triunfante a base de potencia inventiva, capacidad de sorpresa, elegante desenfado y sabiduría para cargar de emoción las situaciones.
Treinta y nueve escalones nos ofrece una narración en estado puro. Desde que el protagonista decide abandonar Londres y llevar a cabo el itinerario hacía lo desconocido, asumiendo su papel de perseguidor y perseguido, la película adquiere un tono subjetivo de pesadilla, narrada como un divertimento y conducida sin desfallecer, sin ningún reposo en lo rutinario, por un director audaz, desenvuelto y dotado de un fino y sutil sentido del humor y del erotismo.
Hitchcock no es culpable de que algunos de sus exegetas se hayan sentido obligados a «elevar» la película a alegoría política e incluso a obra militante contra el nazismo. Resulta, creo, más certero considerarla un generoso regalo de fantasía, con el que el autor zarandea lo cotidiano hasta transfigurarlo, consiguiendo una aventura lúdica de leves resonancias cósmicas, como si la vida, en lugar de ser, según la célebre intuición macbethiana, una historia llena de ruido y de furia y narrada por un idiota, consistiese en una simple broma pesada, urdida por una arbitraria conjunción de azares.
Recuperemos para el recuerdo la fascinante escena en casa del granjero, que Truffaut describe con precisión: por su ambiente, hace pensar mucho en Murnau, probablemente por las caras, por el decorado y también porque los personajes en este momento están realmente ligados a la tierra y a la religión; es una escena bastante corta y sin embargo los personajes tienen una existencia muy fuerte. El momento de la oración es excelente; el marido bendice la mesa con fervor y durante este tiempo Robert Donat advierte el periódico que está encima de la mesa y ve su foto reproducida en él; levanta la cabeza hacia la granjera, la granjera ve el periódico, después la foto y levanta la cabeza hacia Donat; sus miradas se cruzan; Donat ve que ella ha comprendido que lo buscan; ella le dirige una severa mirada, él responde con una mirada suplicante y, justo en este momento, el granjero sorprende su cambio de miradas y cree en un principio de complicidad amorosa entre ellos. Entonces sale de la habitación para espiarlos desde la ventana. Es un momento muy bello de cine mudo y los personajes son admirables: inmediatamente se ve que el marido es un personaje hosco, avaro, celoso e increíblemente puritano. Gracias a esto más tarde se salvará Robert Donat, porque la mujer le da el abrigo del granjero y una bala de revólver se alojará en la Biblia que estaba en el bolsillo interior de su abrigo”.
Es también excelente el personaje de Mister Memory, original, inquietante, pintoresco, patético.
Su muerte nos impresiona por su carácter insólito, hay en ella algo de orgullo profesional y sentido del deber (entendido de forma bastante poco ortodoxa), pero es ambigua, porque también podemos pensar que su poder memorístico es una maldición para él, que no puede quitárselo de encima, prisionero de su fatal mecanismo de responder con exactitud, incluso sabiendo que lo van a matar si contesta.
Al igual que en casi todas sus piezas de intriga y humor, Hitchcock utiliza aquí, como trampolín para su despliegue imaginativo, el pretexto de un caso de espionaje que él mismo desprecia con saludable desvergüenza.
En Alarma en el expreso se riza el rizo de la subversión de la lógica en favor del puro mecanismo fantástico, aunque tampoco haya faltado quien valore la película como alegoría contra el hitlerismo, siendo su centro de gravedad evidentemente otro: Hitchcock nos propone un juego en el que resulta conveniente aceptar las reglas, ya que los efectos son absolutamente gratificantes.
Coexisten en esta película múltiples ofertas: un espectáculo que se desarrolla en el privilegiado decorado cinematográfico que es el tren; un viaje por esa anárquica región en la que placer, artificio e imaginación son la única ley; una filigrana visual e intelectual en la que diferenciar verdad o mentira, naturalidad o fingimiento, carece de sentido; una rocambolesca historia en torno a una respetable anciana que aparece y desaparece misteriosamente, una joven que la busca, un galán que ayuda a la joven para intentar seducirla, y una galería de tipos casi espectrales que niegan la existencia de la anciana: una aparatosa conspiración de espionaje internacional en torno a una encantadora e inofensiva melodía…
La joven protagonista, adormecida voluptuosamente con la ayuda del constante movimiento del tren, se encuentra al despertar con unas situaciones que la harán dudar de sus propias vivencias. ¿Pesadilla? ¿Realidad? Poco importa, porque sueño y vigilia, en plena orgía de la ficción, comparten felizmente la un misma apariencia, tal vez sospechando ellas mismas que no son más que apariencias de otro sueño más ilimitado.
Al finalizar el prodigio, al encenderse las luces de la sala de proyección, al salir a la calle para recuperar la acaso ficticia sensación de realidad, nada extraño seria que por nuestra mente revolotearan, insinuantes, ciertos versos de Góngora: «el sueño, autor de representaciones, en su teatro sobre el viento armado, sombras suele vestir de bulto bello» o aquel diminuto relato chino de Chuang Tzu y la mariposa:
«Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba sonando que era Tzu».
IV
EL LABERINTO DE LOS SENTIMIENTOS
A propósito de Encadenados
Si en el cine de acción de Hitchcock, (intrigas itinerantes y de gran dinámica externa, basadas en un conflicto entre el individuo y los laberintos del mundo exterior) la tensión nace de la necesidad que sienten los protagonistas de defenderse ante las amenazas de un cosmos hostil y desconcertante que pone en peligro su supervivencia y hasta su propia identidad, en los dramas que podríamos llamar «psicológicos» (aunque la psicología, pese a las apariencias, no es precisamente una de las grandes preocupaciones de nuestro cineasta) Hitchcock dedica su atención, no sólo ya a los laberintos del mundo exterior, Sino a otros, no menos desconcertantes y acaso más misteriosos: los de la mente y el corazón humanos.
La caza del hombre y las paradójicas aventuras del perseguidor persiguiendo dejan paso a toda una red oculta de impulsos latentes, deseos y conflictos en las relaciones entre los personajes.
Encadenados puede Servir como muestra de la indagación de los sentimientos humanos que Hitchcock lleva a cabo a partir de sus intrigas.