S ECCIÓN DE O BRAS DE P OLÍTICA Y D ERECHO
NORBERT LECHNER: OBRAS II
NORBERT LECHNER
OBRAS
TOMO II
¿Qué significa hacer política?
Edición de
I LÁN S EMO , F RANCISCO V ALDÉS U GALDE
y P AULINA G UTIÉRREZ
FACULTAD LATINOAMERICANA DE CIENCIAS SOCIALES
SEDE MÉXICO
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición, 2013
Primera edición electrónica, 2016
Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero
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ISBN 978-607-16-3613-3 (mobi)
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SUMARIO
Notas sobre la vida cotidiana en Chile
(1980-1984)
INTRODUCCIÓN
I LÁN S EMO , F RANCISCO V ALDÉS U GALDE
y P AULINA G UTIÉRREZ
Todo concepto tiene una historia. Cambia, se modifica, se desdobla, se desplaza fuera de su centro de gravedad para propiciar más conceptos, muta de forma. Reaparece, se desvanece, retorna. Es multiplicidad. Sin embargo, su misterio —su efecto de inmanencia, ahí donde actúa como un significante— no se desprende de su historia. Por el contrario, se ha sobrepuesto contra ella misma; frente a ella ha mutado y se ha transfigurado de manera imprevista. En su sobrevuelo, en el que en cada momento produce un haz de enunciados, el concepto —escribe Deleuze— viaja a una velocidad infinita. Norbert Lechner se ocupó varias veces de explorar este extraño sobrevuelo. Lo hizo desde los paralajes de la sociología. Para él, los conceptos no son tanto construcciones o producciones sociales —un rasgo que tan sólo expresaría su rostro empírico—. Es la sociedad la que se identifica (y constituye) por medio de ellos: no como un espejo, sino en sus múltiples planos de significado, en sus mutaciones y discontinuidades, en el consenso de su no consenso. Y es en la historia conceptual donde encuentra frecuentemente los síntomas, las cartografías mínimas y los vericuetos para habilitar una reflexión teórica sobre la política, que se deriva no de una filosofía ni de una metahistoria, sino de los enunciados que la sociedad produce sobre sí misma.
El relato inicial para discernir los límites del concepto de política —todo aquello que lo singulariza y lo configura— sería más cercano al de un Kafka o de un Camus. Lechner urde una historia que parte del vértigo del pensamiento trágico: la ira de Antígona. Hija de Edipo y Yocasta, Antígona acompaña a su padre (rey de Tebas) al exilio. Después de su muerte, ella regresa a la ciudad. Sus dos hermanos, Etéocles y Polineces, se disputan el trono. Polineces busca apoyo militar en la ciudad enemiga de Argos; Etéocles defiende Tebas. Ahora como enemigos, ambos hermanos mueren en la guerra. Creonte, suegro de Antígona, se queda con el trono; ya como rey da la orden de no enterrar a Polineces con honores fúnebres, por haber traicionado a su patria. Ordena a sus guardias que el cadáver sea abandonado en las afueras de la ciudad, para que “sea devorado por los buitres y los perros”. Antígona exige a Creonte un entierro digno y se rebela contra él. Decide dar sepultura a Polineces. En castigo por la desobediencia, Creonte la condena a ser enterrada viva. Antígona se quita la vida ahorcándose. Henón, el prometido de Antígona e hijo de Creonte, después de intentar dar muerte a su padre, se suicida abrazando el cuerpo de su amante. Eurídice, la esposa de Creonte, al saber de la muerte de su hijo también acaba con su vida.
En el conflicto de Antígona —escribe Lechner en “Acerca de la razón de Estado”, acaso uno de los ensayos axiales de este segundo tomo de sus Obras—, hay dos fuerzas de ley en pugna: por un lado la del soberano, que decide sobre la vida y la muerte como “lógica del poder” constituyente de su propia soberanía, que obra según el principio que establece el sacrificio original del aliado-súbdito como territorio simbólico de la polis-patria; por el otro, la sombra de la vida nuda, zoe, desprovista ya de las formas de sentido que pueden proporcionar las formas de la muerte. Las sombras no de la muerte en sí, sino de su estado de desafección. La ruptura de toda empatía con el dolor de Antígona, de la posibilidad de que su duelo despierte la duda sobre la decisión de Creonte, que ha erigido a uno de sus hermanos en héroe y ha reducido al otro a la condición de bestia, a morir “como un perro”. Para Creonte el dilema es la fractura de quien ataca a la ciudad: ¿qué destino espera al fantasma de su memoria? ¿Pero no está acaso en juego ese abismo en que el soberano puede él mismo pasar por la bestia ahí donde el muerto ha quedado reducido a la condición de cadáver? La rebelión de Antígona no es para dar sentido a la muerte, es contra la muerte del sentido (“más cuenta el agrado de los muertos —dice Antígona— que el de los vivos, pues con ellos he de reposar eternamente”). Ha situado a Creonte frente al umbral de lo ominoso, ahí donde comienza a disiparse la frontera entre el soberano y el criminal. ¿No son acaso los vivos los que esperan “agradar” a sus muertos? La muerte es siempre un asunto de los vivos, y de eso trata la muerte “justa” (con los dioses y la ciudad misma). Creonte obedece los instintos de la más antigua de las signaturas del soberano, que debe garantizar al “pueblo de los muertos” el acto fundacional de la polis: el equilibrio entre lo que constituye bios y el vortex de zoe. Un orden amenazado en dos niveles: la lucha fratricida y la ley del matriarcado, que vuelve innegociable la afección ante el dolor del otro. En pugna están dos interdicciones: una, la de la muerte; otra, la de la sexualidad. ¿Cómo obedecer a dos principios irreconciliables? Sófocles deja el dilema abierto.
El principio de “lo necesario” —dice Lechner—, que inscribe a la “lógica del poder” en tanto orden simbólico que hace del soberano el garante de la “vida buena”, y por ende de la muerte “justa”, aparece en Sófocles en el vértigo de la tragedia. Hay algo no negociable en Antígona: “La búsqueda de la ‘vida buena’ se confronta con aquello que constituye la necesidad” del poder del soberano, la representación de(l) sí mismo como “lo necesario”. El primer vestigio de la polis convertida en razón nace como una aporía.
Para Lechner pensar la política es pensar sus aporías. La filosofía política sólo adquiere sentido —es decir, sólo adquiere un plano de inmanencia, abandona su carácter puramente especulativo— cuando su operación básica consiste en el desmontaje de aquello que aparece como lo “natural”, como un exergo de la naturaleza, como lo “esencial”. Y en el camino de esa labor parte de la deconstrucción de la ontología política, del re-conocimiento de sus laberintos, de la analítica de sus paradojas y la cartografía de sus tensiones. El mapa de las tensiones entre el
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