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PREFACIO
Es un placer la lectura de un buen libro de economía. O, más exactamente, de economía política, en el sentido clásico de la frase, ya que es un libro sobre la economía y la política, sobre la provisión eficaz de los recursos y sobre el Estado. Cosa poco usual, porque en los últimos 40 años, la ciencia económica se ha visto invadida por estudios teóricos que meramente expresan en términos matemáticos ciertos silogismos, en los que la conclusión se halla ya contenida en la premisa principal, o por trabajos econométricos que cuando mucho confirman lo que ya se sabía. Se volvieron raros los libros de economía, y más aún los buenos libros, como es éste que ha escrito en excelente portugués Celia Kerstenetzky, un estudio bien estructurado y bien razonado en el que la autora se enfrenta tanto a los neoliberales como a la vieja izquierda revolucionaria, y analiza la más notable realización de ingeniería o de construcción política de que yo tenga noticia, el Estado de bienestar social.
Con el fin de realizar la tarea que se propuso, Celia Lessa Kerstenetzky dialoga con un interlocutor liberal, un “escéptico" que piensa que el aumento de los gastos sociales, inherente al Estado de bienestar social, es perjudicial para el desarrollo económico, ya que, por un lado, desestimula el trabajo y, por el otro, “reduce la competitividad" de las empresas. Contra estos dos argumentos, ella nos expone una serie de contraargumentos y evidencias. Y va aún más allá. Alega que esta forma de Estado promueve el desarrollo económico si se piensa que los trabajadores mejor alimentados, educados y protegidos contra los problemas de salud y el desempleo son más productivos. La falta de incentivo respecto del trabajo —que conllevaría la provisión de servicios sociales no directamente relacionados con la productividad individual— sólo existe si supusiéramos, como los economistas neoclásicos y neoliberales, que el trabajador está motivado exclusivamente por intereses personales, lo cual no es cierto. Afortunadamente, el ser humano no es racional, ni su comportamiento es tan previsible, como pretende la teoría económica neoclásica, sino que es un ser dotado de libertad. A diferencia del determinismo económico reduccionista de los economistas ortodoxos o neoclásicos, debemos ser más realistas y ver al hombre como un ser libre y razonablemente imprevisible, que elige tomando en consideración sus impulsos y restricciones emotivos y, en el nivel racional, no sólo en el interés económico, sino en muchas variables, incluso los valores sociales compartidos.
El Estado de bienestar social no es una invención arbitraria de políticos populistas, como sugiere la teoría económica neoclásica y neoliberal, sino una consecuencia histórica del desarrollo político de la humanidad en el marco de las sociedades capitalistas. En estas sociedades, a partir de sus revoluciones nacional e industrial, y tomando como referencia los dos primeros países que lograron construir una revolución capitalista, el Estado comienza a ser liberal (siglo XIX), pero enseguida, por causa de las luchas de las clases populares y medias, se convierte en un Estado democrático (primera mitad del siglo XX) y, más adelante, en la segunda mitad del siglo XX, en vista de esas mismas luchas, se transforma en un Estado de bienestar social. Esta forma de Estado es, por tanto, resultado de un proceso largo y difícil de luchas sociales, de la lucha de clases de los trabajadores con la burguesía y, a fin de cuentas, se hace consustancial en un gran compromiso, en una coalición progresista de clases, el Estado de bienestar social. Las sociedades capitalistas socialdemócratas, que construyen Estados de bienestar social, son menos desiguales y más solidarias que las sociedades meramente liberales. En aquéllas, las diferencias entre los jefes y los subordinados son menores, y las mutuas relaciones, menos conflictivas.
Sin embargo, pregunta Kerstenetzky, ¿no tendrían razón los economistas neoclásicos que afirman que existe una contradicción insoluble entre igualdad y desarrollo? O, en los términos de Arthur Okun, ¿no sería el Estado de bienestar social un “balde agujerado", mediante el cual “el gobierno intenta celosamente transferir recursos de los ricos a los pobres, para ver cómo se escurren a lo largo del camino antes de alcanzar su destino planeado"? No, responde Kerstenetzky en el capítulo III; los “modelos e investigaciones empíricas —nuevas bases de datos e hipótesis comprobables— no corroboran la tesis del trade off formalizada por Okun (e informalmente utilizada por los economistas desde tiempos remotos)". Es comprensible que una sociedad más coherente y solidaria sea una sociedad donde el trabajo no es únicamente una mercancía, sino una forma de realización humana y, por tanto, tiende a ser una labor más productiva y eficiente.
En esa línea de pensamiento, la autora reflexiona: si el Estado de bienestar fuese ineficiente, como lo califican los economistas convencionales, si los países que adoptaran ese modelo se volviesen incapaces de competir internacionalmente, ¿cómo explicar la resiliencia de esa forma de Estado? De hecho, desde 1980, desde el momento en que el neoliberalismo se volvió dominante en los Estados Unidos y en Gran Bretaña, se dio inicio a una guerra contra el Estado de bienestar social; el objetivo era sustituirlo con un Estado mínimo, con el Estado liberal del siglo XIX. ¿Cuál fue el resultado de esa guerra? Según los datos de este libro, el gasto social en los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) siguió aumentando ampliamente entre 1980 y 1998 y se estabilizó entre 1998 y 2007. Lo que se consiguió fue una disminución, no de los servicios sociales prestados por el Estado, sino de los derechos laborales y, por tanto, de los costos que afectan directamente a las empresas (costos de dimisión, de vacaciones, etc.). De hecho, semejante flexibilización de las condiciones de los contratos de trabajo se impuso debido a la nueva competencia que llegaba de los países en vías de desarrollo, los cuales, a partir de la década de 1970, empezaron a exportar manufacturas a los países ricos. A partir de entonces los países europeos flexibilizaron sus leyes laborales. Pero esa flexibilización se compensó, en los países europeos más avanzados, con el aumento de garantías que el Estado ofrecía a los trabajadores; se amplió la ayuda por desempleo y se ofreció a los trabajadores nueva capacitación cuando el desempleo se derivaba directamente de los avances tecnológicos. De esta manera, mediante tales prácticas, desarrolladas originalmente en Dinamarca con el nombre genérico de “flexiseguridad", aumentó la dimensión del Estado.