Annotation
El tema central que se desarrolla en este libro es el problema del ser social primitivo, entendido como formación social en la que se manifiesta una lógica cultural específica. Esta antropología política se apoya en la radical discontinuidad que existe entre las sociedades sin Estado y las sociedades de Estado, y plantea tres cuestiones fundamentales en las comunidades primitivas: la economía, la guerra y la religión.
Pierre Clastres
Investigaciones en antropología política
Título del original francés:
Recherches d'antrhopologie politique
© Éditions du Seuil, 1980
Traducción: Estela Campo
Segunda reimpresión, Barcelona, 2001
© Editorial Gedisa, S.A.
ISBN: 84-7432-118-2
Depósito legal: B. 38415-2001
1
El último círculo
Adiós viajes,
Adiós Salvajes...
C. Lévi-Strauss
«¡Escucha! ¡Es el rápido!»
La selva aún no permite divisar el río, pero el rumor de las aguas que golpean los peñascos se deja oír claramente. Quince o veinte minutos de marcha y alcanzaremos la piragua. No es demasiado temprano. Un poco más y terminaría mis brincos como el otro, a ras de la tierra, la nariz sobre el barro, arrastrándome sobre el humus que el sol no seca jamás. Aunque, de todas maneras, hacer el Molloy en la Amazonia no es poca cosa.
Hace cerca de dos meses que recorro junto a Jacques Lizot el extremo sur de Venezuela, territorio de los indios yanomami, donde se los conoce con el nombre de Waika. Su país es la última región inexplorada («inexplotada») de América del Sur. Cul-de-sac del territorio venezolano y del brasileño, esta parte de la Amazonia opone, hasta el presente, una serie de obstáculos naturales a su penetración: selva ininterrumpida, ríos que dejan de ser navegables cuando uno se aproxima a sus fuentes, aislamiento, enfermedades, paludismo. Todo esto es poco atrayente para los colonizadores, pero muy favorable para los yanomami que son la última sociedad primitiva libre en América del Sur y sin duda también en el mundo. Políticos, empresarios y financistas dejan, como los Conquistadores de hace cuatro siglos, volar la imaginación y creen adivinar en este Sur desconocido un nuevo y fabuloso El Dorado en el que se encontrará de todo: petróleo, diamantes, minerales raros, etc. Mientras tanto los yanomami siguen siendo los dueños absolutos de su territorio. Actualmente muchos de ellos no han visto jamás a los Blancos, como se decía antes, y hace apenas veinte años casi todos ignoraban la existencia de los Nabe. Un regalo increíble para un etnólogo. Lizot estudia a estos indios, ha pasado entre ellos dos años agitados, habla muy bien su lengua e inicia ahora una nueva estancia. Yo lo acompañaré durante algunos meses.
Pasamos la primera quincena de diciembre haciendo nuestras compras en Caracas: un motor para la piragua, un fusil, comida, objetos para intercambiar con los indígenas, como machetes, hachas, kilómetros de hilo de pesca de nylon, millares de anzuelos de todas las medidas, cajones de cerillas, decenas de bobinas de hilo de coser (utilizado para atar las plumas a la flecha), bella tela roja para que los hombres confeccionen sus taparrabos. De París trajimos una docena de kilos de finas perlas negras, blancas, rojas y azules. Como yo me sorprendiera de las cantidades, Lizot comenta brevemente: «Ya verás. Todo esto desaparecerá más rápido de lo que puedes imaginarte.» Efectivamente, los yanomami son grandes consumidores y es necesario cumplir este requisito si se quiere ser no ya bien recibido sino simplemente ser recibido.
Un pequeño bimotor del ejército nos conduce. El piloto, a causa del peso, no quiere llevar toda nuestra carga; dejamos entonces la comida: dependeremos de los indios. Cuatro horas más tarde, después de haber sobrevolado la región de las sabanas y el comienzo de la gran selva amazónica, aterrizamos mil doscientos kilómetros al sur, en la pista de la misión salesiana establecida desde hace diez años en la confluencia del Ocamo y el Orinoco. Nos detenemos un momento, el tiempo justo para saludar al misionero, un italiano gordo, jovial y simpático que luce una barba de profeta; cargamos la piragua en la que ya hemos colocado el motor y partimos. Cuatro horas de piragua río arriba.
¿Hay que felicitar al Orinoco? Se lo merece. Incluso cerca de su nacimiento no es joven sino que parece un viejo río sin impaciencias, que distribuye su fuerza de meandro en meandro. A miles de kilómetros de su delta todavía es muy ancho. Si no fuera por el ruido del motor y el crepitar del agua bajo la quilla nos creeríamos inmóviles. No hay paisaje, todo es similar, cada lugar del espacio es idéntico al siguiente: el agua, el cielo y, sobre las dos orillas, las líneas infinitas de una selva planetaria... No tardaremos en ver todo esto desde el interior. Grandes pájaros blancos levantan vuelo de los árboles y revolotean estúpidamente delante de nosotros; finalmente comprenden que es necesario virar de borda y pasan atrás. De tiempo en tiempo algunas tortugas, un caimán, una gruesa raya venenosa confundida con el banco de arena... Poca cosa. Los animales salen por la noche.
Crepúsculo. De la inmensidad vegetal emergen colinas plantadas como pirámides. Los indios no las suben jamás: allí reside una nube de espíritus hostiles. Pasamos la desembocadura del Mavaca, afluente de la orilla izquierda. Algunos cientos de metros más. Una figura corre por la alta ribera agitando una antorcha y coge la amarra que le lanzamos: hemos llegado a Mavaca, aldea de los bichaansiteri. Lizot construyó allí su casa, muy cerca de su chabuno (casa colectiva). Hay cordialidad en el reencuentro entre el etnólogo y los salvajes; los Indios están visiblemente contentos de volver a verlo (él es, en verdad, un Blanco muy generoso). Inmediatamente resuelve una cuestión: yo soy el hermano mayor... En la noche ya se oyen los cantos de los chamanes.
No teníamos remolcador. Al alba del día siguiente, partida para una visita a los patanawateri. Es bastante lejos: primero media jornada de navegación río arriba, luego una jornada completa de marcha a velocidad indígena. ¿Para qué esta expedición? La madre de un joven compañero de equipo de Lizot es oriunda de ese grupo, aunque se casó en otro. Desde hace varias semanas se encuentra visitando sus parientes y su hijo quiere verla. (En realidad ese deseo filial encubre otro muy diferente. Ya volveremos sobre esto.) La cosa se complica un poco porque el grupo del hijo (o del padre) y el grupo natal de la madre son enemigos encarnizados. Por lo tanto, el joven, que tiene edad para ser un buen guerrero, corre el riesgo de hacerse flechar sin más si se presenta por allí. Pero el jefe patanawateri, tío materno del joven ha hecho saber a los guerreros: «¡Pobre del que toque al hijo de mi hermana!». Resumiendo: que podemos ir.
Hacia allá vamos, y no es un viaje de placer. Toda la zona sur del Orinoco es particularmente cenagosa: fondos inundados en los que uno se hunde hasta el vientre con los pies enredados en las raíces, en un esfuerzo por arrancarse de la succión del barro intentando seguir el ritmo de los demás que se ríen a carcajadas viendo a un Nabe en dificultades. Imaginas lo que sería toda una vida furtiva en el agua (las grandes serpientes venenosas) y siempre avanzar en la misma selva, virgen de cielo y de sol. ¿Es la Amazonia el último paraíso? Depende para quién. Yo la considero más bien infernal y más vale no hablar de ello.
Vivac al anochecer en un campamento provisorio que cae a pico. Colgamos las hamacas, encendemos el fuego y comemos lo que tenemos, sobre todo plátanos cocidos en las cenizas. Cada uno vigila a su vecino para que no saque ninguna ventaja. Nuestro guía, un hombre de edad mediana, tiene un apetito increíble. Con gusto se apoderaría de mi ración, pero tendrá que esperar.