FRANCISCO GINER DE LOS RÍOS
PEDAGOGÍA Y PODER
Barcelona, Península, 2000
INDICE
CAPÍTULO 1
UNA CUESTIÓN UNIVERSITARIA
CAPÍTULO 2
EL MAESTRO: DON JULIÁN SANZ DEL RÍO (1814-1869) Un encargo y una revelación Friedrich Krause, el maestro del maestro
El asceta de Illescas
De vuelta a Madrid: el ideólogo burgués y su “Ideal para la vida”
Filósofos y economistas
Políticos: demócratas y progresistas “puros”
CAPÍTULO 3
EL JOVEN GINER (1839-1868)
Un estudiante serio y cabal
Madrid: en busca de un camino propio
Clerical liberalismo
Una consagración tardía
CAPÍTULO 4
GINER EN LA REVOLUCIÓN (1868-1873)
La Revolución pedagoga
Giner en la sombra
El primer desencanto: una juventud rebelde
El nuevo jefe del krausismo
La vanguardia en la cresta de la ola
El nuevo grupo de Giner
La inspiración radical
La Revolución que quedó por hacer
CAPÍTULO 5
LA INSTITUCIÓN Y EL MATRIMONIO (1874-1876)
Una segunda cuestión universitaria
Depuraciones
Las mujeres y el matrimonio. María Machado
Nace la Institución Libre de Enseñanza
CAPÍTULO 6
LA UNIVERSIDAD LIBRE. UN PROYECTO FRUSTRADO (1876-1881) Polémicas Creyente y snob. De la fe a la estética
Una Universidad privada
Reconversión a la fuerza
Un proyecto personal
CAPÍTULO 7
EL PROFETA EN EL DESIERTO (1881-1907)
Un intento de integración
Una desilusión: la Institución y la enseñanza pública española República de solteros La esfera más soberana
Una escuela de vanguardia
Un desastre y sus consecuencias
Nuestra pobre, atrasada, mísera y querida España CAPÍTULO 8
UNA EXPANSIÓN FRÁGIL (1907-1915)
La Institución en la crisis del liberalismo
La Junta para la Ampliación de Estudios
Un legado frágil
Los últimos días
CAPÍTULO 1
UNA CUESTIÓN UNIVERSITARIA
El 29 de enero de 1868, Francisco Giner de los Ríos, catedrático de la Universidad Central de Madrid, presentó ante el Ministro de Fomento un enérgico escrito de protesta por la sanción impuesta a otros dos profesores. Giner invocaba las leyes del Reino, las garantías legales y morales necesarias al ejercicio de la enseñanza, la consideración debida al cuerpo universitario y a la dignidad y al carácter personal. Remachaba afirmando que “la Ley le autoriza y obliga a comunicar la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, deber imperioso del que no espera le aparte, mientras viva, ninguna fuerza ni consideración humana”.
Al escribir estas palabras Francisco Giner de los Ríos tenía veintiocho años.
Había ganado por oposición la cátedra de Filosofía del Derecho y Derecho Internacional en la Universidad de Madrid en julio de 1867, seis meses antes de su escrito de protesta.
Con él Giner arriesgó su puesto, tan reciente, en defensa de dos colegas expulsados poco antes de la Universidad, don Julián Sanz del Río y Nicolás Salmerón. Un tercero, Fernando de Castro, sería expulsado poco después. El motivo de la sanción se remontaba a varios meses atrás, cuando desde el Ministerio de Fomento, del que entonces dependía el ramo de Instrucción Pública, se solicitó a los profesores la firma de un escrito de adhesión a la Reina Isabel II.
Gobernaba entonces el general Narváez, llamado el Espadón de Loja por su firme sentido de la autoridad y la energía que ponía en defender el orden público. Los progresistas y los miembros del Partido Demócrata se habían coaligado contra la Monarquía de Isabel II, y habían lanzado una campaña de crítica al régimen y de insultos y difamación contra la Reina. Se sabía que algunos círculos políticos e intelectuales de Madrid participaban en esta campaña. Todo eso llevó al ministro de Fomento, Manuel Orovio, a pedir la adhesión de los profesores de la Universidad al Jefe del Estado. Al fin y al cabo, los profesores eran funcionarios, y cobraban su sueldo del Estado.
Era una exposición muy general, en la que los firmantes expresaban el
“testimonio solemne de su adhesión a los principios fundamentales de esta Monarquía secular y a la persona excelsa de Vuestra Majestad, protectora de las ciencias y de las artes, símbolo augusto de la regeneración de los estudios en España”. Firmaron primero el rector de la Universidad de Madrid, el marqués de Zafra, y los decanos de las seis Facultades de que entonces constaba la Universidad. De los catedráticos, se adhirieron 188 y 57 se abstuvieron.
No había ocurrido así en los demás cuerpos de la administración, unánimes en el apoyo a la primera Reina constitucional de España.
Se había dicho que la firma era voluntaria, pero como era previsible, hubo presiones para conseguirla. Cuando el marqués de Zafra remitió los expedientes de la firma al Ministerio, quedaban 35 catedráticos abstencionistas. Entre ellos estaban Francisco de Paula Canalejas, Segismundo Moret, Nicolás Salmerón, Eugenio Montero Ríos, José Moreno Nieto, Fernando de Castro y Lázaro Bardón. A todos los volveremos a encontrar en estas páginas. Uno de los objetores, don Julián Sanz del Río, catedrático de Historia de la Filosofía, se había adherido al fondo de la exposición pero no la había firmado. Cuando fue citado al despacho del decano, excusó su asistencia alegando una indisposición. Explicó su conducta en una nota por escrito, que más tarde reiteró. Sanz del Río reconocía el “buen fin de los firmantes” pero, como profesor, no le estaba permitido “formar cuerpo para firmar ni para no firmar escritos no tocantes a la enseñanza”. El marqués de Zafra manifestó su sorpresa ante una posición que le pareció críptica y sibilina. Llamó a capítulo al catedrático reticente, que se mantuvo en sus trece. Cuando se le pidió explicaciones sobre por qué llamaba “imprevisto asunto” a la petición de firma, contestó “que este asunto no dice, de ninguna manera, las comunicaciones del señor rector, las cuales nunca ha querido ni podido entender, ni menos decir, opuestas entre el fondo y la forma, entre la ley y el hecho, sino que este asunto imprevisto dice aquí, el hablado en todas sus comunicaciones anteriores, de formar o no formar cuerpo con sus compañeros para asuntos ajenos a la enseñanza, por muy justa y reconocida que sea su bondad en el fondo, como así lo tiene declarado desde su primera nota”.
El bueno del marqués de Zafra se dio por vencido. Quería conseguir cuanto antes las firmas del personal a su cargo, y dio por buenos los torturados abismos estilísticos con que le contestaba Sanz del Río. Un amigo de Sanz del Río, Fernando de Castro, antiguo franciscano que había llegado a ser predicador oficial de la Corte de Isabel II y abandonó luego el ejercicio del sacerdocio aunque no la condición de tal, también se negó a firmar alegando que como sacerdote y como catedrático no debía mezclarse en “el revuelto mar de las agitaciones políticas del tiempo”. Nicolás Salmerón, discípulo de Sanz del Río, profundizó el argumento. Él se debía sólo a la investigación y exposición de la verdad en las Ciencias. “Fuera de esto, como profesor nada me cumple hacer.”
Otro profesor, Lázaro Bardón, catedrático de Griego y sacerdote como Fernando de Castro, justificó su abstención comparando a los firmantes de la adhesión con los caballeros andantes de antaño, que salían a defender contra los malandrines la
“intachable belleza y honor inmaculado de sus damas”. La dama de honor inmaculado era en este caso la Reina Isabel II. En resumen: al marqués de Zafra le estaban tomando el pelo. Aún quedó más claro cuando Salmerón se negó a asistir a una recepción celebrada en palacio con ocasión del cumpleaños del Rey Francisco. Alegó que como catedrático supernumerario que era, no tenía derecho a usar vuelos de encaje sobre las bocamangas de la toga, mientras que estaba obligado a llevar esos mismos vuelos de encaje cuando, como catedrático, asistía a un besamanos en representación de la Universidad.
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