Para Marina, siempre.
1. Los orígenes de la España Moderna
(1474-1516)
El periodo del reinado de los Reyes Católicos (entendido en sentido lato entre la proclamación de Isabel I como reina de Castilla en diciembre de 1474 y la muerte de Fernando II de Aragón en enero de 1516) puede ser considerado como el del comienzo de la Edad Moderna en España, e incluso como el del nacimiento de la propia España como una entidad política unitaria, siempre que se introduzcan algunas matizaciones y se tengan en cuenta algunos debates en torno al sentido de esa unidad y en torno al concepto del propio Estado Moderno.
Los Reyes Católicos fueron, efectivamente, en buena medida los fundadores de la España Moderna. Así, por un lado, pusieron las bases para la unidad territorial de lo que hoy día continúa siendo España. Por otro, arbitraron fórmulas para fomentar la unidad política aboliendo los muchos siglos de división que habían seguido a los acontecimientos que produjeron el fin de la Hispania romana o, si se quiere, a la reconstrucción operada por la monarquía visigoda. Además, fabricaron los instrumentos necesarios para la creación y consolidación de una monarquía absoluta, que pronto habría de beneficiarse, además, de la política expansiva abierta en un triple frente (militar, diplomático y explorador) para convertirse en el núcleo de una formación imperial. Finalmente, pudieron conocer ya los primeros frutos de la que habría de ser una larga época de crecimiento económico y esplendor cultural.
La unidad territorial de España
La unión de Castilla y Aragón
El proceso de gestación de la unidad territorial fue, sin embargo, sumamente complejo, incluso intrincado y constantemente sometido a un azar lleno de riesgos. En primer lugar, fue necesaria la debilidad de Enrique IV, desheredando a su propia hija Juana (apodada injustamente «la Beltraneja» por una conspiración nobiliaria) en beneficio de su hermano Alfonso y, a su muerte, de su hermana Isabel, la futura reina Católica. En segundo lugar, fue necesario el matrimonio de Isabel con Fernando, el heredero de la Corona de Aragón, celebrado precipitadamente en Valladolid (octubre de 1469) y posibilitado por la decisión del arzobispo Alonso Carrillo, quien no dudó en falsificar la bula de dispensa de la consaguinidad de los contrayentes (cuya unión en todo caso sería sancionada por el papa Sixto IV en 1471). En tercer lugar, fue necesario el triunfo de Isabel y Fernando en una larga guerra civil (1474-1479), iniciada a la muerte de Enrique IV de Castilla.
La guerra civil castellana enfrentó, por un lado, a Juana, que contaba con la ayuda de su prometido, Alfonso V, rey de Portugal, y de una serie de grandes magnates castellanos (entre los que destacaban por su empeño a favor de la causa el arzobispo Carrillo, tránsfuga del otro bando, el marqués de Villena y el conde de Arévalo), y, por el otro, a Isabel, fortalecida con el apoyo de su esposo, Fernando, heredero de la Corona de Aragón, y de otra serie de grandes nombres de la aristocracia castellana. La victoria de las armas de Fernando en la batalla de Toro (marzo de 1474) permitió encauzar el curso de la guerra, que quedó sentenciada tras el nuevo triunfo obtenido en la batalla de Albuera (febrero de 1479). El tratado de Alcáçovas (septiembre de 1479), de enorme trascendencia para el futuro de la España Moderna, alejaba a Juana del trono de Castilla y resolvía los contenciosos con Portugal: las fronteras entre ambos reinos volvían a los límites anteriores al conflicto sucesorio, se concertaba el matrimonio entre Alfonso V de Portugal y la princesa Isabel (la primogénita de Isabel y Fernando) y se procedía a delimitar las áreas de la expansión atlántica mediante la reserva a Portugal de los territorios africanos (y de la ruta a la India: usque ad Indos ), con la única excepción de las islas Canarias.
Finalmente, el mismo año de Alcáçovas, el acceso de Fernando al trono de Aragón a la muerte de su padre, el rey Juan II (enero de 1479), permitió hacer realidad la unión dinástica de ambas coronas. Sin embargo, una serie de factores negativos acaecidos a la muerte de Isabel (noviembre de 1504) volverían a poner en peligro una unidad que reposaba legalmente sobre las solas personas titulares de los respectivos reinos. En efecto, la heredera del trono de Castilla resultó ser (por el fallecimiento del príncipe Juan, de la primogénita Isabel y de su hijo Miguel) la tercera hija de los monarcas: Juana, casada con el archiduque Felipe llamado el Hermoso, los cuales hicieron su entrada en el reino en abril de 1506, poniendo fin al periodo de regencia de Fernando el Católico, que entretanto se había casado en segundas nupcias con la princesa francesa Germana de Foix (por poderes, en octubre de 1505). La nueva situación hallaría pronto un dramático desenlace con la muerte de Felipe I (septiembre de 1506), que significó el regreso a Castilla de Fernando y el comienzo de su segunda regencia, tras decretarse la incapacidad mental de Juana, que fue confinada definitivamente en el palacio real del monasterio de Santa Clara de Tordesillas. Entretanto, había quedado conjurado el peligro de una separación de las dos coronas de Aragón y Castilla por la muerte del único descendiente de Fernando y Germana, el príncipe Juan de Aragón (mayo de 1509). Tal hecho permitió que el testamento de Fernando el Católico (enero de 1516) nombrase a Juana heredera universal de todos sus reinos, que quedaban por su declarada incapacidad bajo el gobierno del príncipe Carlos, mientras su ausencia era cubierta por dos regentes, el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros en Castilla y Alfonso, hijo natural del monarca y arzobispo de Zaragoza, en Aragón. Y así, sólo esta proclamación de Carlos I, nieto de los Reyes Católicos, como soberano de Castilla y Aragón permitió alejar el riesgo de una nueva separación y consolidar la unidad territorial, que para entonces se había completado con la incorporación de los reinos de Granada y de Navarra.
1. La Península Ibérica en 1480
La conquista de Granada
Los Reyes Católicos, que habían heredado la tradición secular de la Reconquista, otorgaron a la ocupación del último reino musulmán de la Península un lugar de privilegio en su programa político. El proyecto granadino podía reportar, en efecto, grandes beneficios a los soberanos: proseguir el proceso de la unidad peninsular, suprimir una dilatada cabeza de puente para el avance turco en la cuenca mediterránea (que se había cobrado en 1480 la ciudad italiana de Otranto, produciendo una gran conmoción en el mundo cristiano), incorporar a la nobleza, todavía dividida por los rescoldos de la guerra civil recién terminada, a una campaña militar conjunta y promover la participación de aragoneses y castellanos en una empresa común que estrechase los lazos entre las dos comunidades vinculadas por la unidad dinástica. Finalmente, el éxito de la guerra no sólo ratificó el acierto de tales previsiones, sino que además permitió fortalecer a la monarquía por el desarrollo de sus instrumentos de acción (singularmente, la Hacienda y el Ejército) y por la potenciación de una campaña de exaltación providencialista y mesiánica al amparo del triunfo obtenido sobre los enemigos de la fe, poniendo fin a una invasión que había durado casi ocho siglos.