Annotation
Corre la década de 1930 en la pequeña aldea de Tartaria donde viven Zuleijá, su rústico marido, treinta años mayor, y su anciana suegra, empeñada en castigarla por no darle nietos. La educación recibida impide a la joven resentir siquiera el grado de servidumbre al que está sometida o desear una vida distinta. Pero cuando una serie de acontecimientos la arranquen de su pequeña familia y la arrojen a un mundo no menos brutal, pero sí más ancho y diverso, lleno de personas de distintas procedencias, oficios y credos, verá desmoronarse sus creencias más arraigadas. Con el tiempo, no obstante, este forzoso exilio material y moral permitirá a Zuleijá dar y recibir afecto, engendrar e incluso decidir su suerte. Con una prosa tan vivaz como versátil y la inmensa perspicacia psicológica de la gran tradición novelística rusa, Guzel Yájina recrea distintas voces y relata el espléndido despertar de una mujer cuya epopeya ha emocionado a miles de lectores en todo el mundo.
ZULEIJÁ ABRE LOS OJOS
GUZEL YÁJINA
TRADUCCIÓN DEL RUSO
DE JORGE FERRER
ACANTILADO
BARCELONA 2019
TÍTULO ORIGINAL
Зулейха открывает глаза
Publicado por
ACANTILADO
Quaderns Crema, S.A.
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© 2015 by Guzel Yájina
Este libro ha sido negociado a través de Elkost Literary Agency
© de la traducción, 2019 by Jorge Ferrer Díaz
© de esta edición, 2019 by Quaderns Crema, S.A.
Derechos exclusivos de edición en lengua castellana:
Quaderns Crema, S.A.
ISBN: 978-84-17902-09-4
PRIMERA EDICIÓN DIGITAL
octubre de 2019
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PRIMERA PARTE
UN POLLO MOJADO
UN DÍA
Zuleijá abre los ojos. Está oscuro, como en una bodega. Al otro lado de la fina cortina, los soñolientos gansos se lamentan. El potrillo de un mes retuerce la boca en busca de la ubre materna. Detrás de la ventanita que hay en lo alto de la cabecera de la cama, la ventisca de enero sopla su sorda queja. No obstante, el frío exterior no se cuela por las rendijas, gracias a que el previsor Murtazá selló las ventanas antes de la llegada del invierno. Un buen amo de casa, Murtazá. Y también un buen marido. Ahora ronca abundante y ruidosamente en su lado de la estancia, el lado reservado a los hombres. Duerme, duerme, Murtazá, que el sueño más profundo es el que se tiene antes del amanecer.
En marcha, pues. ¡Que Alá Todopoderoso me permita llevar a cabo lo que me he propuesto para hoy! Y que no se despierte nadie.
Cuidándose de no hacer ruido, Zuleijá coloca un pie descalzo en el suelo. Y a continuación el segundo. Se apoya en la estufa y se levanta. El calor se ha esfumado durante la noche y ahora la estufa está fría. El gélido suelo le quema las plantas de los pies. Prescinde de las botas de fieltro pues sabe que si se las calzara el suelo de madera crujiría. No importa. Se aguanta. Asida a la rugosa pared de la estufa, avanza hacia la salida de su lado de la estancia, el de la mujer. El espacio es muy justo, muy estrecho, pero Zuleijá conoce de memoria cada esquina, cada saliente, porque lleva media vida yendo y viniendo de un lado al otro, como un péndulo: de los fogones, cargada de tazones humeantes, a la parte de Murtazá, y desde allí, más tarde, de vuelta con los tazones ya vacíos y fríos.
¿Cuántos años lleva casada? Unos quince de sus treinta años de edad, ¿no? Probablemente ya sea más de la mitad de su vida. Habrá que pedirle a Murtazá un día que esté de buenas que eche las cuentas.
Debe evitar que los pies se le enreden en el tapete. Debe cuidarse de golpear con el pie desnudo el arcón guarnecido de hierro que tiene a la derecha. Sortear esa tabla que cruje donde la tarima se encuentra con el lateral curvo de la estufa. Escurrirse a través de la cortina de calicó que separa las dos partes de la estancia, la que ocupa ella y la que ocupa Murtazá… Ahora sí que tiene la puerta al alcance de la mano.
Los ronquidos de Murtazá resuenan muy cerca. Duerme, duerme, por Alá te lo ruego. No está bien que una mujer ande escondiéndose de su marido, pero qué le va a hacer, si a veces es menester pasar inadvertida.
Lo importante ahora es guardarse de despertar a los animales. En esta época del año suelen pasar la noche en el cobertizo de invierno, pero cuando el frío aprieta Murtazá manda meter en la casa principal a las aves y el potrillo. Los gansos permanecen quietos, pero el joven potro golpea el suelo con sus pequeños cascos y sacude la cabeza. ¡Se ha despertado el diablillo! Saldrá un buen caballo de este potro. Un caballo muy espabilado. Zuleijá alarga el brazo hasta el otro lado de la cortina y acaricia el hocico de terciopelo. Tranquilo, que soy yo. El potro agradece la caricia y resopla mientras frota los ollares contra la palma de la mano. La ha reconocido. Zuleijá se seca los dedos húmedos frotándolos contra el camisón y empuja suavemente la puerta con el hombro. Forrada de fieltro para el invierno, la puerta se resiste al empujón, pero acaba cediendo y una afilada y gélida nube se cuela por la rendija abierta. Zuleijá levanta bien la pierna para traspasar el umbral. ¡A ver si iba a pisarlo precisamente ahora y atraer a los malos espíritus! ¡Alá me libre de ello! Ya ha alcanzado el zaguán y, volviéndose de espaldas a la puerta, se apoya en ella y la abre.
Gracias a Alá, una parte del camino ha quedado atrás.
En el zaguán hace tanto frío como en la calle. Un frío que le hiere la piel. El camisón no alcanza a calentarla. Chorros de aire helado se cuelan por las rendijas del suelo y golpean sus pies descalzos. Pero lo terrible no es eso, no.
Lo terrible es lo que se esconde tras la puerta que tiene enfrente.
La Ubyrly karchyk. Es decir, la Vampira. Así la llama Zuleijá para sus adentros. Gracias al Altísimo la suegra no vive con ellos bajo el mismo techo. La casa de Murtazá es grande y la integran dos isbas unidas por un zaguán común. El día que Murtazá, a la sazón un hombre de cuarenta y cinco años, se trajo a Zuleijá, entonces una joven de quince años, a casa, la Vampira cargó sus baúles, hatos de toda suerte y piezas de vajilla, y se fue a la isba antes destinada a los huéspedes. Se mudó con el dolor del martirio dibujado en el rostro y cuando su hijo hizo ademán de prestarle ayuda, le espetó un rotundo: «¡Aparta esas manos!». Una vez en sus nuevas dependencias, estuvo dos meses sin dirigir la palabra a Murtazá. Ese mismo año comenzó a perder la vista deprisa e irremediablemente. Y poco después la alcanzó también la sordera. Apenas dos años más tarde, ya se había quedado completamente ciega y estaba sorda como una tapia. No obstante, se había tornado muy locuaz y no había manera de hacerla callar.
La edad exacta de la Vampira es un misterio. Ella suele decir que tiene cien años. No hace mucho Murtazá se sentó a echar cuentas y después de un buen rato concluyó que su madre tenía razón y que debía de frisar en los cien años. Él mismo, que ya es un anciano, fue un hijo tardío.