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I NTRADA
Q UERER EL VIAJE
A l comienzo, bastante antes de todo gesto, de toda iniciativa y de toda voluntad deliberada de viajar, el cuerpo trabaja, al modo de los metales bajo la mordedura del sol. Sumido en la evidencia de los elementos, se mueve, se dilata, se tensa, se distiende y modifica sus volúmenes. Toda genealogía se pierde en las tibias aguas de un líquido amniótico, ese primitivo baño estelar en el que parpadean las estrellas con las que, más tarde, se fabrican mapas celestes y topografías luminosas, donde se señala y localiza a la Estrella del Pastor —que mi padre fue el primero en enseñarme— entre las diversas constelaciones. El deseo del viaje toma confusamente su fuente en ese agua lustral, tibia, se nutre extrañamente de ese manto metafísico y de esa ontología germinativa. No se hace uno un nómada impenitente si no es instruido en propia carne, en las horas en que el vientre materno es redondo como un globo, un mapamundi. El resto es el desarrollo de un pergamino ya escrito.
Más tarde, mucho más tarde, cada uno se descubre nómada o sedentario, aficionado al flujo, a los transportes, a los desplazamientos o apasionado por el estatismo, por el inmovilismo y por las raíces. Sin saberlo, algunos obedecen a tropismos imperiosos, padecen los campos magnéticos hiperbóreos o septentrionales, caen del lado del levante, basculan hacia poniente, se saben mortales, ciertamente, pero se experimentan como fragmentos de eternidad destinados a moverse sobre un planeta finito: viven de una manera parecida la energía que les afecta y la que anima al resto del mundo; igual de ciegamente, otros experimentan el deseo de radicación, conocen los placeres de lo local y la desconfianza respecto a lo global. Los primeros aman la ruta, larga e interminable, sinuosa y zigzagueante, los segundos disfrutan de la madriguera, oscura y profunda, húmeda y misteriosa. Estos dos principios existen menos en estado puro, a manera de arquetipos, que como componentes indiscernibles en el detalle de cada individualidad.
Para representar estos dos modos de estar en el mundo, el relato genealógico y mitológico ha conformado al pastor y al agricultor. Estos dos mundos se proponen y se oponen. Con el tiempo, se convierten en el pretexto teórico para cuestiones metafísicas, ideológicas y luego políticas. El cosmopolitismo de los viajeros nómadas frente al nacionalismo de los campesinos sedentarios: esa oposición configura la historia desde el neolítico hasta las formas más contemporáneas del imperialismo. Todavía acosa las conciencias ante el inmediato horizonte del proyecto europeo o, más distante, pero igualmente seguro, del Estado universal.
Los pastores recorren vastas extensiones, apacientan los rebaños sin preocupación política o social: la organización comunitaria tribal supone algunas reglas, ciertamente, pero lo más sencillas posible; los agricultores se instalan, construyen, edifican, levantan poblados, ciudades, inventan la sociedad, la política, el Estado, y en consecuencia la Ley, el Derecho que sostiene un uso interesado de Dios vía la religión. Aparecen las iglesias, las catedrales y los campanarios indispensables para ritmar los tiempos del trabajo, de la oración y del ocio. El capitalismo puede nacer y con él hace eclosión la prisión. Todo lo que rechaza ese nuevo orden se opone a lo social: el nómada inquieta a los poderes, se convierte en el incontrolable, el electrón libre imposible de seguir y, por lo tanto, de fijar, de asignar.
El Antiguo Testamento no ha olvidado esta cuestión. Reléanse las páginas inaugurales del Génesis en las que podemos encontrarnos con Caín y Abel, dos hermanos destinados a la tragedia, condenados a la maldición. Conocemos más o menos la historia del fratricidio o del primer homicidio. Es más raro que nos acordemos del oficio de los dos protagonistas: el pastor de ganado y el agricultor, el hombre de los corderos en movimiento frente al de campo, el que permanece. Los caminantes, los vagabundos, los giróvagos, los pastores, los corredores, los viajeros, los deambuladores, los viandantes, los paseantes, los agrimensores, entonces, todavía y siempre, opuestos a los asentados, a los inmóviles, a los petrificados, a los que son como estatuas. El agua de los arroyos, que corre, inasible y viva, contra la condición mineral de las piedras muertas. El río, el árbol.
El agricultor mata entonces al pastor, el labrador asesina al cabrero. ¿Las razones? El afecto más nítidamente manifestado por Dios para con la futura víctima. A fin de honrar al Creador, Abel ofrece a los recentales de su rebaño, y también grasa, Caín los frutos de su trabajo agrícola. Y, al parecer, el Todopoderoso concede más atención al pastor. No se sabe por qué. Envidioso, el labrador se arroja sobre su hermano y lo mata. Dios maldice a Caín y le castiga condenándole a errar. Génesis de la errancia: la maldición; genealogía del eterno viaje: la expiación. De ahí la anterioridad de una falta siempre aferrada al ser como una sombra maléfica. El viajero procede de la raza de Caín, tan querida por Baudelaire.
Cuando siglos más tarde un nazareno con mucha labia emprende la ascensión al Gólgota para ser allí crucificado entre dos ladrones, se dice —aunque el Nuevo Testamento permanece silencioso al respecto— que un individuo sin nombre, innombrado y en trance de hacerse innombrable, no quiso dar de beber al hombre que iba camino de su crucifixión. Por esa razón, el avaro que no ofreció ni un trago de agua al sediento fue maldecido y condenado, él también, a la maldición y a la errancia por los siglos de los siglos. Se trataba del judío que da origen al judío errante, destinado a caminar eternamente, maldito, junto a Caín.
El labrador fratricida y el judío egocéntrico nos recuerdan que la condena de la ausencia de domicilio fijo acompaña a la falta, al pecado y al error. Desde entonces, se asocia el viaje sin retorno a la voluntad punitiva de Dios. La ausencia de casa, de tierra, de suelo supone, antes bien, un gesto inapropiado, una pena causada a Dios. El esquema impregna el alma de los hombres desde hace siglos: los judíos, los zíngaros, los romanís, los gitanos, los bohemios, los calós y todas las gentes del viaje saben que todos les hemos querido, algún día, forzar al sedentarismo, cuando no les hemos negado el derecho mismo a existir. El viajero desagrada al Dios de los cristianos, indispone lo mismo a príncipes, a reyes, a gentes poderosas deseosas de hacer real la comunidad de la que se escapan siempre los errantes impenitentes, asociales e inaccesibles para los grupos arraigados.