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Í NDICE
A mis alumnos de las universidades de La Laguna y Barcelona.
P RÓLOGO
D etrás de cada hombre que ha encontrado un lugar en la historia, o hay hechos o hay palabras. Los hechos se traducen en presiones y modificaciones de la realidad presente, y se esfuman, casi siempre, cuando se pierde la energía que los produce. Las palabras, sobre todo si son escritas y si sirven de alimento y consistencia de la memoria, se traducen en propuestas y experiencias para el futuro. Por supuesto que los hechos alcanzan, más allá de su simple presencialidad real, una cierta pervivencia en lo ideal cuando se hacen palabras. Lo que llamamos historia es, pues, la consolidación en el lenguaje de todo aquello que, en cuanto real, desapareció consumido por las insaciables fauces del tiempo, de la efímera temporalidad inmediata. Es cierto, sin embargo, que lo real, lo que constituyó el entramado de hechos y tensiones que articulan cada época, deja siempre en la faz de la vida y de la historia sus peculiares rasgos. Por ello vivir es, hasta cierto punto y en diversos niveles de intensidad, una función arqueológica. Desde nuestro mismo cuerpo, cada día distinto, desde nuestros propios y personales recuerdos, hasta la inmensa memoria del lenguaje en el que nacemos, que nos educa y nos remite continuamente a lo ya sido, la experiencia concreta de cada hombre carece de consistencia si no está anclada en todo aquello que, como cultura, precedió al inmediato presente en el que alienta.
Detrás del nombre de Platón llega hasta nosotros, a través del cauce de un lenguaje, una obra escrita en la que se nos cuenta una compleja historia de experiencias intelectuales, y de algunos hechos reales de los que ya solo queda el nítido reflejo del escrito. Pero este lenguaje presenta, además, a pesar de ser escrito, el inconfundible eco en el que, esencial e inevitablemente, tiene verdadera existencia y realidad la palabra: el diálogo. Lo que se suele denominar filosofía de Platón ha logrado comunicársenos en esa forma peculiar bajo la que nunca más ha vuelto a presentarse la filosofía. Este hecho, único en la historia del pensamiento, permite reconstruir con un cierto detalle algunas de las motivaciones que yacen en los conceptos y levantar, una vez más, la dura superficie de la tradición para buscar la perdida matriz en la que se enraíza todo tiempo, todo presente, incluido el nuestro. El puente del lenguaje nos permite transitar a otra orilla, separada de la nuestra solo por un río en el que, contra el dicho de Heráclito, por mucho que fluya, siempre es la misma agua.
Entre la orilla de Platón y la nuestra corren, pues, las mismas preguntas: ¿Cómo vivir? ¿Para qué pensar? ¿Cómo puede relacionarse la idea y la realidad? ¿Cómo se puede influir en los hombres para construir una ciudad justa? ¿Qué es sentir? ¿Qué es amar? ¿Cómo puede el lenguaje comunicar eso que se llama verdad? ¿Por qué el lenguaje puede ir más allá de la simple referencia a lo real? ¿Qué es idealidad? ¿Tiene la teoría alguna otra justificación que aquella que le da la praxis? ¿Son los conceptos, las palabras, reflejo fiel de la vida y del conocimiento, o son su deformación? ¿Puede la educación, la paideia, mejorar a los hombres? ¿Cuáles son las condiciones de posibilidad de una vida feliz? ¿Tiene sentido la palabra felicidad?
No mucho más allá de estas elementales preguntas se extiende el territorio de la filosofía, o sea, de esa actividad del hombre por la que este ha pretendido situarse en un horizonte donde se armonice el mundo y la mente, la realidad y las ideas, una vez que la consciencia, la reflexión, ha roto la monótona y callada identidad de la naturaleza de la que hemos surgido, y en cuya distancia y alienación hemos ido construyendo la vida humana.
Las respuestas que, a lo largo de veinticuatro siglos, se han dado a esas y parecidas interrogaciones han constituido un rico caudal de sistemas conceptuales que conocemos con el nombre de historia de la filosofía. Pero hoy, la faz de esa historia presenta más que nunca un aspecto decrépito. La facilidad que los medios de comunicación, que la palabra escrita tiene para reproducirse ha originado una forma de endurecimiento motivado por la mayor circulación de conceptos, por la mayor posibilidad de utilización de las terminologías, por la creciente manipulación de las palabras.
Por ello, no deja de ser una empresa apasionante esforzarse por escuchar nítidamente las voces del pasado, y aprender a distinguirlas de los crecientes ecos, entre los que tales voces pierden los contornos de la vida concreta, de la vida del cuerpo, de la vida social, única fuente de la que todo emana. Esa vida, individual o colectiva, es la base que homogeneíza nuestro presente con la otra orilla, la del pasado, en la que se sumergen también nuestras propias raíces, y que convierten, efectiva y paradójicamente, la realidad en posibilidad, los hechos en proyectos, la necesidad en azar.
Los trabajos que se han reunido en este volumen son fruto de dos épocas distintas. La más antigua de ellas recoge algunos de los estudios publicados en revistas especializadas y en los que su autor quiso penetrar, desde el lenguaje mismo, desde la escritura de Platón, en los contenidos esenciales de su «diálogo». La relectura de estos textos, que distan más de veinte años de los más recientes que aquí se publican, expresan la relativa coherencia de un modesto empeño intelectual. Los trabajos más modernos pretenden no tanto el analizar el discurso, sino «dialogar con el diálogo»; intercalarse en él, como un interlocutor histórico que quisiera mostrar la más hermosa victoria del pensamiento filosófico: su imposible anacronismo.
Aunque las páginas que siguen están enhebradas en un propósito hermenéutico concreto, e intentan desamordazar algunos aspectos del platonismo, buscan, sobre todo, hacer de la obra platónica una obra liberada de aquella crispación de la que, en los escritos de intérpretes posteriores, han sido víctimas ciertos filósofos, cuya indiscutible personalidad irritaba a algunos de nuestros rincones ideológicos. Pero, al mismo tiempo, también se ha pretendido leer a Platón un poco más allá de esa serie de trabajos que, apoyándose en una compacta erudición, siguen, todavía hoy, repitiendo un saber que aplasta lo dicho en resecas, vacías y monótonas descripciones.
Un ejemplo de esas crispaciones lo constituyen las páginas de Popper en La sociedad abierta y sus enemigos. Que, después de veinticuatro siglos, un filósofo contemporáneo desgrane esa serie de improperios contra Platón, contra sus escritos, no dejaría de presentar un aspecto ridículo, si no fuese porque esta teoría del improperio —inconcebible por cierto en un pensador liberal— no expresase también la imposibilidad de «dialogar» con el pasado. Pero, tal vez, lo más grave es que el objeto de esa dura crítica sean los «diálogos» de Platón. Estos escritos, como los de cualquier filósofo importante, han adquirido ya una cierta «inocencia» histórica, mucho más «teórica» y libre que cualquiera de los turbios y triviales mensajes que hoy acosan nuestro presente y, por supuesto, mucho más inoperantes que los «hechos» que angustian nuestra historia. Porque, por muy cerrada que pudiera ser la sociedad platónica que se describe en la República o en las Leyes, no es fácil suponer que la historia obedezca ciegamente a sus «modelos literarios», como para que se siga todavía reclamándoles daños y perjuicios. Los modelos filosóficos, aunque logren insertarse en el cielo de la tradición y pervivir en él, no llegan a marcar inexorablemente los derroteros de la historia. A pesar del viejo emblema: «lo que la mente especula, después se vive en las calles», la historia, que en el espejo de la tradición descubre a veces la previsión de algunos de sus hechos, se determina por pasiones y presiones más inmediatas y, a ratos, más miserables que las palabras de sus filósofos y sus poetas.