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Iván Illich - Obras Reunidas, II

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Iván Illich Obras Reunidas, II
  • Libro:
    Obras Reunidas, II
  • Autor:
  • Editor:
    Fondo de Cultura Económica
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  • Año:
    2013
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Obras Reunidas, II: resumen, descripción y anotación

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Obras reunidas
Volumen II
Iván Illich

Revisión de
VALENTINA BORREMANS
JAVIER SICILIA

Traducción de El trabajo fantasma J AVIER S ICILIA El género vernáculo M - photo 1

Traducción de

El trabajo fantasma
J AVIER S ICILIA

El género vernáculo
M ARIANO X AVIER S ÁNCHEZ V ENTURA Y B LANCO

H20 y las aguas del olvido
J OSÉ M ARÍA S BERT

En el espejo del pasado
J AVIER S ICILIA
P ATRICIA G UTIÉRREZ -O TERO

Primera edición, 2008
Primera edición electrónica, 2013

La historia editorial de los libros que se incluyen en estas Obras reunidas II se refiere en la “Nota bibliográfica”

D. R. © 2008, Valentina Borremans

D. R. © 2008, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.
Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios Tel 55 5227-4672 Se prohíbe la reproducción total o parcial de - photo 2

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ISBN 978-607-16-1353-0

Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

H2O Y LAS AGUAS DEL OLVIDO
Reflexiones sobre la historicidad de la materia, aquello de lo que las cosas están hechas

E N EL ESPEJO DEL PASADO
Conferencias y discursos, 1978-1990

PREFACIO

J AVIER S ICILIA

Para Valentina

Conocí personalmente a Iván Illich en la década de los noventa. Hasta entonces su presencia había pasado por mi vida a través de la fama de lo que primero fue el Centro de Investigaciones Culturales ( CIC ) y, más tarde, el Centro Intercultural de Documentación (Cidoc), y de sus obras que me deslumbraban y me permitían dar forma a muchas de las intuiciones que Gandhi y su discípulo católico Lanza del Vasto me habían despertado.

— tomando café en ese hermoso jardín pueblerino de su casa de Ocotepec, cuando desde el fondo, donde se encuentra la biblioteca, lo vi salir gesticulando como alguien que leyera y dialogara con el mundo con todo su cuerpo. Se dirigió a donde Valentina y yo nos encontrábamos y abriendo los brazos me estrechó como si nos conociéramos desde siempre, como si con ese gesto confirmara no sólo una elección, sino su profundo diálogo con todo lo viviente.

Me emocionó abrazar a ese hombre que de manera fugaz había visto en fotos y cuyo pensamiento me fascinaba. Había en esa calidez, en esa vivacidad de sus movimientos —el de su cabeza y el de sus ojos eran semejantes a los de un pájaro cuya rapidez capturaba cada parte de lo que lo rodeaba y tenía enfrente— una íntima correspondencia con su escritura: en la vivacidad de su cuerpo podía contemplar y sentir lo que su estilo me había revelado ya: el movimiento rápido y profundo que aparta las evidencias primeras de las percepciones para llegar a lo esencial, a lo sorprendente, a lo que estaba allí pero nadie había visto, “al ángulo ciego de la visión del otro”.

Se sentó frente a mí e inmediatamente tomó mi mirada. Ese hombre que me veía del otro lado de la mesa ya no era el famoso Illich que, durante el periodo del Cidoc (1961-1976), observado por las mejores mentes de su época y seguido por la prensa mundial, había animado, a través de su conversación, de sus seminarios y de lo que él llamaba sus panfletos (Alternativas, La sociedad desescolarizada, Energía y equidad, La convivencialidad y Némesis médica) y cuyas luces sus amigos y colegas continúan profundizando; el hombre que había escrito y continuaba escribiendo los libros que forman parte de este segundo volumen.

y que, desconfiando de la tiranía médica —que, al concentrar el diagnóstico y la prescripción en el poder de su gremio, usurpaba el sentido común y la autonomía de la persona para enfrentar la enfermedad—, había decidido asumir la gran ascética del “arte de sufrir” y combatir el dolor de otras maneras. Me asombraba también y me conmovía la forma en que a fuerza de dolor la vivacidad de ese hombre decaía lentamente en la conversación.

En un momento en que el dolor se hizo insoportable, se levantó y diciendo, “me permite unos minutos”, se alejó rumbo a la biblioteca para volver media hora después con una atenta vivacidad recobrada.

Sabiendo de su buen humor, la segunda vez que volvió a levantarse me atreví a decirle: “Mire, Iván, no soy agente de la DEA ni hombre de prejuicios. Conozco su pensamiento y…” No me dejó continuar. Sonrió y me invitó a acompañarlo a la biblioteca: una larga construcción de adobe y piedra donde los estantes y los corredores, sabiamente ordenados por la mano de Valentina, me recordaban una biblioteca monástica. En el extremo derecho, donde la biblioteca se interrumpe, sobre un pequeño claro de grandes ventanales acompañados por el rumor de una fuente de piedra, estaba el estudio: un camastro, un escritorio de madera de pino, libros, un par de teléfonos, una lap top—únicos objetos extraños en aquella estética de la pobreza— y una mesita aderezada con miel, frutas secas, un cabo de vela, popotes, un pequeño papel de aluminio y una extraña resina.

Se sentó en flor de loto sobre su camastro y me invitó a sentarme en un pequeño sillón del otro lado de la mesita. El dolor se había intensificado en su rostro. No obstante, dominándolo, encendió el cabo de vela y bendijo aquella mesa con una voz lenta, pausada, que emanaba de una profunda vida espiritual: “Padre, te doy gracias por la amistad que me acompaña, por la fruta que vamos a compartir, por la alegría y la tierra que pisamos; te doy también gracias por el opio que me permite seguir trabajando”. Compartimos el opio y la fruta, y sentados en flor de loto nos sumergimos en una larga y silenciosa meditación.

Cuando retomamos nuestra conversación, su rostro se había distendido y había vuelto a él esa penetrante vivacidad que lo caracterizaba. Ni el opio, ni el yoga, ni los dos juntos, como me lo compartió, le quitaban el dolor, pero lo ayudaban a distanciarlo, a mantenerlo en los límites de lo tolerable para seguir pensando y abrazando la vida.

Aunque a lo largo de mi historia he conocido hombres de una profunda fe, debo confesar que nunca, como en aquel momento y en las veces que recé a su lado, he sentido con tal peso la experiencia de la sentencia de Jesús: “Donde dos o más se reúnen en mi nombre ahí estoy yo”. Era como si ese hombre, que vivía y comprendía como pocos el misterio de la ensar-kosis—de la encarnación—, poseyera a través de su voz, de la manera en que encaraba su sufrimiento, se recogía y se dirigía a Dios o argumentaba iluminando los ángulos ciegos de nuestra mirada, una llave que permitía que las percepciones de nuestra carne volvieran a adquirir su sitio. O, en otras palabras, como si en su presencia, la deformidad moderna de nuestras percepciones que, sometidas a un conjunto de mediaciones institucionales y de herramientas heterónomas —llámense escuela, asilo, hospital, transporte, televisión, etc.— inhibieran nuestra relación carnal con el prójimo y el entorno, quedaran vulneradas y volviéramos, en esa humildad, a ver, a sentir, a oler y a experimentar el vínculo carnal que nos une a otro.

Quizá de ese don emanaba la atracción que producía en hombres y mujeres de todo tipo; quizá de ese don también le venía la heterogeneidad de temas que abordó y la posibilidad de acercarse a su pensamiento desde muchos ángulos.

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