LA LEYENDA DE
EL DORADO
Y OTROS MITOS DEL DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA
LA LEYENDA DE
EL DORADO
Y OTROS MITOS DEL DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA
C HRISTIAN K UPCHIK
Colección: Historia Incógnita
www.historiaincognita.com
Título: La leyenda de El Dorado y otros mitos del descubrimiento de
América.
Autor: Christian Kupchik
Copyright de la presente edición: © 2008 Ediciones Nowtilus, S.L.
Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madrid
www.nowtilus.com
Editor: Santos Rodríguez
Coordinador editorial: José Luis Torres Vitolas
Diseño y realización de cubiertas: Florencia Gutman
Diseño de interiores y maquetación: Ana Laura Oliveira
Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece pena de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.
ISBN: 978-84-9763-564-6
Libro electrónico: primera edición
A mis hijos,
Kim, Miki, Chiara.
Por los prodigios a descubrir.
Por las utopías a conquistar…
Fue maravilloso descubrir América,
pero hubiera sido más maravilloso no encontrarla.
M ARK T WAIN
Si quitáramos la ambición y la vanidad
¿dónde quedarán los héroes y los patriotas?
S ÉNECA
Índice
Huellas de lo imposible
D esde siempre, el hombre ha sido un eterno buscador de quimeras. En sus afanes, cada encuentro con lo imposible lo conducía hacia nuevos laberintos y, al no tener mayores explicaciones para comprender lo nuevo, no le quedó más remedio que recurrir al mito.
Muchos de esos mitos han ido creciendo al punto de formar un territorio sólido en las cartas de la historia, incluso trasladando coordenadas espaciales por las derivas del tiempo, sin importar demasiado criterios de verosimilitud o razón.
De esto tampoco estuvo exento el contacto con el Nuevo Mundo, que se abría como una flor carnívora a todo tipo de especulaciones y sorpresas.
Los europeos no podían aplicar la métrica de la razón para señalar lo desconocido, y en consecuencia se entregaron a repetir las fórmulas de antiguas leyendas que, en la nueva realidad, encontraban una encarnadura que sobrepasaba a la que le había dado vida.
Cuando en los oscuros siglos de la lejana Edad Media el ensueño de la Atlántida se desvaneció entre las sombras que envolvían los estudios clásicos, comenzó a adivinarse en el fondo del océano tenebroso una isla fantástica y jamás visitada que en las cartas antiguas recibe el nombre de Antilia. Quizás, en consecuencia, no haya que imaginar la Atlántida como un mito, sino como una verdad olvidada.
Ya Platón, tanto en el Timeo como en Critias, imaginó sociedades ideales para exponer en ellas sus enseñanzas. El hombre, entonces, necesita siempre de otro espacio. Desde siempre se pudo presumir más allá de los límites occidentales del Atlántico la existencia de una civilización oriental.
Las ideas pitagóricas sobre la esfericidad de la Tierra, así como las de Tales de Mileto y las relaciones comerciales que desde antiguo Europa mantuvo con China y la India por intermedio de los fenicios, los árabes y los egipcios, favorecen esta hipótesis.
Si se observa con detenimiento el derrotero de Hippalo descrito por el alejandrino Arriano en el Periplo del Mar Rojo, con el cual comenzaron a comunicarse con la India tanto griegos como egipcios, así como también los viajes de Ctesias de Cnido (siglo V a.C.), de Xenofonto y Alejandro Magno, y el Astonomicon, de Manlio, se observará que más allá de defender la existencia de países y pueblos antípodas en las profundidades de Asia, muchas de las criaturas o estados descritos volverán a aparecer (quizás algunos levemente metamorfoseados) en las crónicas de los franciscanos medievales primero, que salieron en busca de los imperios de los Khanes en la lejana Tartaria, en las de Marco Polo después, y finalmente en las de los conquistadores del Nuevo Mundo.
Los vínculos entre la aventura viajera y la literatura resultan tan antiguos como la propia idea de ficción. García Gual señala que tanto en los viajes como en el amor están los fundamentos primarios de la novela, y para ilustrarlo utiliza los antecedentes que van de Ulises a Alejandro.
En su justificación, el crítico español señala con acierto que:
…la novela surge como literatura de evasión de un tiempo sin ideales. En el fondo, la apertura de esa novela hacia lejanías y vagos horizontes, invita a la huida de la realidad. Fuga de lo cotidiano hacia el pasado, en la novela histórica, o en el espacio, como el Egipto de Heliodoro o la Babilonia de Jámblico…
En este mismo sentido, conviene considerar también las razones de Franz Altheim, que refuerzan la idea de la naturaleza común entre viaje y literatura como posibilidad de fuga:
Lo borroso e inconcebible, lo peligroso, lo dudoso e inseguro se exterioriza, en primer término, en la novela, en el dominio psíquico. Pero no solamente el alma está dispuesta a vagar por espacios ilimitados. Donde prevalecen el elemento nómada, el destierro y el desarraigo, el viaje se justifica incluso en el sentido geográfico. La experiencia viajera convierte en espacio la atmósfera que domina la novela. Los protagonistas son empujados no solo de un peligro a otro, sino también de un lugar a otro. Viajar significa carecer de nexos; es la forma libre de vivir, si cabe llamarlo así. Por lo tanto, lo proteico de la novela tiene que expresarse por medio del viaje.
Esa forma proteica a la que alude Altheim y que subyace en toda novela, encontrará en la impostura su mecanismo expresivo más eficaz. Y en ciertos casos, ni siquiera resultó menester apelar a la traslación para demostrarlo. más eficaz. Y en ciertos casos, ni siquiera resultó menester apelar a la traslación para demostrarlo.
Uno de los ejemplos más tempranos es proporcionado por Sir John of Mandeville, cuyo libro de viajes concebido en 1360 fue un clásico del Medioevo, e incluso se afirma que afamados navegantes lo utilizaron como referencia en sus travesías.
Escrito con un estilo que tres siglos más tarde merecería el elogio del doctor Samuel Johnsond. Se relata un largo periplo a Oriente y se da cuenta de las maravillas que allí se encuentran. Los Viajes de Mandeville constan de dos partes. La primera es un itinerario a Tierra Santa, una especie de guía turística para peregrinos. La segunda es la descripción de un viaje a Oriente, que va tocando islas cada vez más lejanas, hasta la India y Catay. El libro termina con la descripción del paraíso terrenal y de las islas que costean el reino del legendario sacerdote Gianni.
En realidad, este supuesto aventurero y marino inglés, no habría sido otro que el francés Jean de Bourgogne (Saint Albans, 1300-Lieja, 1372), un impostor sumamente dotado para la prosa que se valió fundamentalmente de la Relación de viaje de fray Oderico da Pordenone para recrear uno de los mayores textos de viaje de la historia sin salir de su morada.