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Ford Madox Ford - Amistades literarias

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Ford Madox Ford Amistades literarias
  • Libro:
    Amistades literarias
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1937
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Amistades literarias: resumen, descripción y anotación

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Traducidos por primera vez al castellano los recuerdos estampas y retratos - photo 1

Traducidos por primera vez al castellano, los recuerdos, estampas y retratos contenidos en este libro configuran buena parte de la vida de aquel magnífico escritor que fue Ford Madox Ford. Desde una singular infancia prerrafaelita, por la que deambulan personajes altisonantes como Swinburne y Rossetti o sencillamente entrañables como Turguenev, hasta la época de la gran camaradería del autor con portentos de la pluma como Henry James, Joseph Conrad y William Henry Hudson.

Amistades literarias no sólo constituye un inmejorable recorrido por la biografía de Ford: también traza un llamativo panorama literario y social que entrelaza las últimas décadas del siglo XIX con las primeras del XX.

Ford Madox Ford Amistades literarias ePub r10 German25 130216 Título - photo 2

Ford Madox Ford

Amistades literarias

ePub r1.0

German25 13.02.16

Título original: Amistades literarias

Ford Madox Ford, 1937

Traducción: Juan Manuel Vial

Diseño de cubierta: Getty Images

Editor digital: German25

ePub base r1.2

FORD MADOX FORD Surrey Inglaterra 1873 Deauville Francia 1939 Escritor - photo 3

FORD MADOX FORD Surrey Inglaterra 1873 Deauville Francia 1939 Escritor - photo 4

FORD MADOX FORD (Surrey, Inglaterra, 1873 – Deauville, Francia, 1939). Escritor inglés, que también ofició de crítico literario, poeta ocasional, narrador y ensayista. Es una de las personalidades literarias más influyentes de la literatura inglesa del siglo XX. Su verdadero nombre era Ford Hermann Hueffer, pero lo cambió, primero a Ford Madox Hueffer, y luego a Ford Madox Ford, en homenaje a su abuelo, el pintor prerrafaelista Ford Madox Brown, del que escribió una biografía.

Luchó en la Primera Guerra Mundial como oficial en el cuerpo de Reales Fusileros Galeses, experiencia que reflejaría en El final del desfile, tetralogía formada por las novelas: Algunos no lo hacen (1924), No más desfiles (1925), Un hombre podría resistir (1926) y La última posición (1928). Su obra más conocida es Buen soldado (1915). En ambas obras se reflejan la confusión y desesperación de la aristocracia inglesa ante los cambios que supuso la llegada del siglo XX.

En colaboración con Joseph Conrad escribió tres novelas: Los herederos (1901), Romance (1903) y La naturaleza de un crimen (1909).

Como editor creó las revistas The English Review y The Transatlantic Review, influyentes publicaciones donde editó a autores como Henry James, W. B. Yeats, Norman Douglas y se iniciaron importantes escritores como Ezra Pound, D. H. Lawrence, e.e. cummings y James Joyce.

MI ABUELO
Y SU CÍRCULO

DICE THACKERAY en The Newcomes:

«Camino al centro de la ciudad, el señor Newcome pasó a mirar la casa nueva, N° 120 de Fitzroy Square, que su hermano, el coronel, había arrendado junto a ese amigo indio suyo, el señor Binnie… La casa es amplia pero, debe admitirse, melancólica. No hace mucho era un colegio de señoritas, en condiciones poco prósperas. La cicatriz dejada por la placa de bronce de Madame Latour todavía puede verse en la enorme puerta negra, alegremente ornamentada, al estilo de fin del siglo pasado, con una urna fúnebre al centro de la entrada, y con guirnaldas y cráneos de carnero en cada extremo… Las cocinas eran sombrías. Los establos eran sombríos. Grandes pasillos negros; invernadero agrietado; baño destartalado, con aguas melancólicas gimiendo y burbujeando desde la cisterna; la gran escalera de piedra blanca –eran todos rasgos demasiado melancólicos en el semblante general de la casa–; pero el coronel estimaba que era perfectamente alegre y plácida, y la amobló a su manera tosca pero eficaz».

Fue en esta casa del coronel Newcome que mis ojos se abrieron por primera vez, si no a la luz del día, al menos a cualquier impresión visual que desde entonces no se ha borrado. Puedo recordar vívidamente, siendo un niño muy pequeño, que bajo el umbral de la puerta tiritaba ante la idea de que la gran urna de piedra, llena de liqúenes, manchada con hollín y decorada con una enorme cabeza de carnero como manilla, que se sostenía solamente por lo que parecía ser una pieza de piedra similar en forma y tamaño a un libro de un folio, pudiera caer sobre mí y aplastarme completamente. Que ello era posible, recuerdo, fue tema de discusión frecuente entre los amigos de Madox Brown.

Ford Madox Brown, el pintor de las obras llamadas Work y The Last of England, y el primer pintor de Inglaterra, si no en todo el mundo, en intentar representar la luz tal como se aparecía ante él, estaba en esa época en su máximo esplendor, disfrutando de gran reputación y prosperidad. Los ingresos por sus pinturas eran considerables, y dado que era un excelente conversador, un anfitrión admirable y, de hecho, irracionalmente manirroto, la casa grandiosa, formal y bastante sombría se había convertido en lugar de reunión para casi todos los intelectualmente poco convencionales de aquel entonces. Entre 1870 y 1880 el movimiento prerrafaelita real estaba desde hacía tiempo llegando a su fin; el movimiento estético, al cual también se le llamaba prerrafaelita, estaba, no obstante, cobrando prominencia, y en el corazón mismo de este movimiento estaba Madox Brown. Así como lo recuerdo, con la barba blanca cuadrada, con la complexión rubicunda y con el grueso pelo blanco partido al medio que le caía sobre las orejas, Madox Brown se parecía con exactitud al rey de corazones de un mazo de cartas. En cuanto a pasiones y emociones –particularmente durante uno de sus ataques de gota–, era un tory blasfemo a la antigua; su razonamiento y sus circunstancias, sin embargo, hicieron de él un revolucionario del tipo romántico. No estoy siquiera seguro de que hacia sus años finales no se hubiese declarado anarquista, y maldecido tus ojos si hubieras puesto ligeramente en duda esta aseveración obviamente extravagante. Pero él adoraba lo pintoresco, como casi todos sus amigos. Alrededor del círculo íntimo de quienes engendraron y patrocinaron el movimiento estético no había absolutamente nada de lánguido. Para un hombre común y corriente eran criaturas más bien rudas y apasionadas, extraordinariamente entusiastas, extraordinariamente románticas e impresionantemente pendencieras. Ni en Rossetti ni en Burne-Jones, ni en William Morris ni en P. P. Marshall –y aquéllos eran los principales defensores de la firma Morris & Company, la que entregó el esteticismo al mundo occidental– existió inclinación alguna a vivir del olor del lirio. Fue el círculo externo, los discípulos, el que desarrolló esta loable ambición por la palidez poética, por las prendas ceñidas y por los semblantes ascéticos. Y fue, según creo, el señor Oscar Wilde el que primero formuló esta teoría de vida poéticamente vegetariana, en el taller de Madox Brown en Fitzroy Square. No, había poco olor a lirio alrededor de los líderes de este movimiento. Así, una de las anécdotas más gratas de Madox Brown –en cualquier caso, una que él relataba con el máximo gusto– era cómo William Morris salió al rellano de la casa de La Firma, ubicada en Red Lion Square, y rugió hacia abajo: «Mary, esos seis huevos estaban malos. Me los he comido, pero que no suceda de nuevo».

Morris también tenía el hábito de almorzar a diario roast beef y pastel de ciruela, sin importar la época del año, y le gustaban sus pasteles grandes. Entonces un día, de igual manera, gritó desde el rellano de la escalera: «Mary, ¿a esto le llamas pastel?». En el extremo del tenedor sostenía un pastel de ciruela del porte de una ordinaria taza de té, y habiendo añadido algunas apropiadas maldiciones, lanzó el comestible a la frente de la Mary de Red-Lion. La anécdota no debe tenerse como prueba de brutalidad arraigada de parte del poeta-artesano. La Mary de Red-Lion fue hasta el final de sus días una de las más leales partidarias de La Firma. No, sólo se trataba de la sangre caliente del grupo. Les gustaba blasfemar y, lo que es más, les gustaba oír que el prójimo blasfemara. Otra de las anécdotas de Madox Brown se refería a cómo mantuvo a Morris sentado, monumentalmente quieto, bajo el engaño de que le estaba pintando un retrato, mientras el señor Arthur Hughes ataba su larga cabellera en nudos, con el propósito de disfrutar la explosión que de seguro vendría cuando el liberado Lopsy –Morris fue siempre Lópsy para sus amigos– se pasara las manos por el pelo. Siempre me pareció que esta anécdota requería de mucha fe. Sin embargo, era una de las que Madox Brown relataba con mayor frecuencia, por lo que no hay dudas de que algo similar ha de haber ocurrido.

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