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Alfred Kubin - La otra parte

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Alfred Kubin

La otra parte

El ojo sin párpado - 22

Título original: Die Anderc Seite. Ein Phantasticher Roman

Alfred Kubin, 1909

Traducción: Juan José del Solar

Editor digital: orhi

ePub base r1.2

A la memoria de mi padre LA INVITACIÓN CAPÍTULO I LA VISITA I - photo 1

A la memoria de mi padre.

LA INVITACIÓN
CAPÍTULO I

LA VISITA

I

ENTRE mis amistades juveniles figura un personaje extraño, cuya historia merece realmente ser salvada del olvido. He hecho lo posible por ofrecer una descripción verídica —como corresponde a un testigo ocular— de una parte, siquiera mínima, de los extraordinarios acontecimientos vinculados al nombre de Claus Patera.

Algo muy extraño me ocurrió al hacerlo. Mientras iba anotando meticulosamente mis vivencias, intercalé, sin darme cuenta, una serie de escenas que ningún ser humano pudo haberme narrado y que, además, me hubiera sido imposible presenciar personalmente. Ya se irán enterando de los extraños fenómenos que la proximidad de Patera era capaz de suscitar en la imaginación de todo un pueblo. A este influjo, pues, debo atribuir mi enigmática clarividencia. Ruego al lector deseoso de alguna explicación, tenga a bien atenerse a las obras de nuestros ingeniosos psicólogos.

Conocí a Patera en Salzburgo hace sesenta años, cuando los dos ingresamos en el instituto de dicha ciudad. Él era entonces un mozuelo bastante pequeño, aunque ancho de espaldas, en el que a lo sumo podía llamar la atención el perfil clásico de la cabeza, cubierta de hermosos rizos. ¡Dios mío!, a la sazón no éramos más que dos críos ariscos y bullangueros, ¿qué podían importarnos las apariencias externas? Sin embargo, debo confesar que aún hoy día, siendo ya un hombre entrado en años, permanecen vívidamente grabados en mi memoria sus ojazos inmensos y un tanto saltones, de color gris claro. Pero, ¿quién iba a pensar entonces en lo que vendría después ?

Tres años más tarde dejé aquel instituto por otro centro de enseñanza. El contacto con mis antiguos camaradas se hizo cada vez más esporádico hasta que, finalmente, abandoné Salzburgo y me establecí en otra ciudad, perdiendo de vista por espacio de largos años todo cuanto allí me había sido familiar.

El tiempo transcurrió y con él se esfumó mi juventud. Había acumulado una serie de experiencias harto halagüeñas, me hallaba ya en los treinta y estaba casado. Por entonces empezaba a abrirme paso por la vida como modesto dibujante e ilustrador.

II

De pronto —todo ocurrió en Munich, donde a la sazón vivíamos—, una brumosa tarde de noviembre me fue anunciada la visita de un desconocido.

—¡Que pase!

El visitante era —hasta donde pude distinguir en la penumbra— un hombre de aspecto anodino que se presentó precipitadamente:

—Franz Gautsch. Por favor, ¿podría hablar media hora con usted?

Dije que sí, le ofrecí una silla y ordené que trajeran luz y un poco de té.

—¿En qué puedo serle útil?

Mi indiferencia inicial se fue transformando en curiosidad primero, y luego en asombro, cuando el desconocido empezó a contar a grandes rasgos lo que sigue:

—Vengo a hacerle varias propuestas. No le estoy hablando en mi nombre, sino en el de un hombre a quien usted tal vez haya olvidado, pero que aún le recuerda perfectamente. Este hombre se halla en posesión de riquezas cuya cuantía supera todo lo que un europeo pueda imaginar. Me estoy refiriendo a Claus Patera, su excompañero de escuela. ¡Le ruego que no me interrumpa! Gracias a una extrañísima casualidad, Patera llegó a tener en sus manos acaso la fortuna más grande del mundo. Su viejo amigo se consagró entonces a la realización de un proyecto que, de algún modo, supone la existencia de recursos materiales prácticamente inagotables. ¡Había decidido fundar un Reino de los sueños!… El asunto es complicado, pero trataré de ser breve.

—Como primera medida adquirió un lugar adecuado de tres mil kilómetros cuadrados. Una tercera parte de esta zona está constituida por terrenos muy montañosos, el resto comprende una llanura y una región cubierta de colinas. Grandes bosques, un lago y un río dividen y animan este pequeño Reino. Luego fundó una ciudad y, haciendo frente a una necesidad inmediata, se establecieron también aldeas y alquerías, pues la población inicial se elevaba ya a las doce mil almas. Hoy, el Reino de los sueños cuenta con sesenta y cinco mil habitantes.

El extraño señor hizo una breve pausa y bebió un sorbo de té. Yo permanecí en completa calma y sólo atiné a decir, bastante perplejo:

—¡Prosiga!

Y me enteré de lo siguiente:

—Patera siente una profunda aversión contra todo lo que, en general, guarde relación con cualquier forma de progreso. Repito, contra todo lo que guarde relación con cualquier forma de progreso , especialmente en el campo científico. Le ruego que interprete mis palabras lo más literalmente posible, pues en ellas está resumido el propósito fundamental del Reino de los sueños. Éste se halla separado del mundo exterior por un muro de circunvalación y está protegido contra cualquier ataque por sólidos baluartes. Hay una sola puerta, que sirve de entrada y salida al mismo tiempo y permite un estricto control sobre el movimiento de personas y mercancías. En el Reino de los sueños, refugio para los descontentos con la cultura moderna, se ha previsto todo lo necesario para satisfacer cualquier tipo de necesidades corporales. Sin embargo, nada es más ajeno al Amo de aquel país que la idea de forjar una Utopía o una especie de Estado del futuro. Si bien la penuria material ha sido, dicho sea de paso, erradicada de él, los nobles y elevados objetivos de aquella comunidad no apuntan en modo alguno a la conservación de los valores materiales de la masa de pobladores o del individuo aislado. ¡No, en absoluto!… Pero ya veo su sonrisa de incredulidad y, en efecto, le aseguro que me resulta casi imposible explicar en pocas palabras lo que Patera intenta hacer realmente con el Reino de los sueños.

—En primer término, debo precisar que toda persona que encuentra acogida entre nosotros está, sea por nacimiento o por algún golpe de fortuna ulterior, predestinada para ello. Como es sabido, una extrema agudeza en los órganos sensoriales permite a sus poseedores captar ciertas relaciones del mundo individual que, salvo en momentos aislados, no existen para el hombre común. Y fíjese usted: son precisamente esas cosas que podemos llamar inexistentes, las que constituyen la quintaesencia de nuestras aspiraciones. El insondable fundamento del Universo es, en su sentido último y más profundo, algo en que los soñadores —que así se autodenominan— no dejan de pensar un solo instante. La vida normal y el mundo onírico son tal vez conceptos antitéticos, y es precisamente esta diferencia lo que hace tan difícil un acuerdo entre ambos. Ante la pregunta: ¿qué sucede realmente en el Reino de los sueños?, ¿cómo vive allí la gente?, me vería obligado, sin más, a guardar silencio. Yo sólo podría describirle su aspecto superficial y, sin embargo, la búsqueda de la profundidad es justamente uno de los rasgos esenciales de quienes viven en el País de los sueños. Todo aspira allí a lograr la máxima espiritualización de la vida; las penas y alegrías de sus contemporáneos son totalmente ajenas al mundo del soñador; y es natural que así sea, ya que él mismo actúa según una escala de valores totalmente diferente. Acaso el concepto que más se aproxime —al menos ilustrativamente— a la esencia de la cuestión, sea el de estado de ánimo . Nuestra gente sólo experimenta estados de ánimo o, mejor dicho, sólo vive por estados de ánimo . Toda la apariencia exterior, que ellos configuran a su antojo y gracias a un sutilísimo esfuerzo mancomunado, no constituye más que la materia prima. Cierto que hemos tomado todas las medidas necesarias para evitar que ésta se agote. Sin embargo, el soñador no cree en nada más que en el sueño, en su sueño , fomentado y desarrollado por nosotros; perturbarlo sería un delito de alta traición inimaginable. De ahí que las personas invitadas a convivir en nuestra república sean sometidas antes a un riguroso examen. Para decírselo en pocas palabras y acabar de una vez —y al llegar aquí, Gautsch dejó el cigarrillo y me miró tranquilamente a la cara:

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