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Mexico Mutilado - Francisco Martín Moreno

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Mexico Mutilado Francisco Martín Moreno

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Francisco Martín Moreno

México mutilado

La raza maldita


MÉXICO MUTILADO. LA RAZA MALDITA

D. R. © Francisco Martín Moreno, 2004

De esta edición:

D. R. © Santillana Ediciones Generales, S. A. de C. V., 2004

Av. Universidad 767, Col. del Valle

México, 03100, D. F. Teléfono 54 20 75 30

www.alfaguara.com.mx

· Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A.

Calle 80 Núm. 10-23, Santafé de Bogotá, Colombia.

· Santillana S. A.

Torrelaguna 60-28043, Madrid, España.

· Santillana S. A.

Av. San Felipe 731, Lima, Perú.

· Editorial Santillana S. A.

Av. Rómulo Gallegos, Edif. Zulia er. piso

Bole i ta Nte., 1071, Caracas, Venezuela.

· Editorial Santillana Inc.

P. O. Box 19-5462 Hato Rey, 00919, San Juan, Puerto Rico.

· Santillana Publishing Company Inc.

2105 NW 86th Avenue, 33122, Miami, Fl., E. U. A.

· Ediciones Santillana S. A. (ROU)

Constitución 1889, 11800, Montevideo, Uruguay.

· Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A.

Beazley 3860, 1437, Buenos Aires, Argentina.

· Aguilar Chilena de Ediciones Ltda.

Dr. Aníbal Ariztía 1444, Providencia, Santiago de Chile.

· Santillana de Costa Rica, S. A. La Uruca, 100 mts. Oeste de

Migración y Extranjería, San José, Costa Rica.

Primera edición en Alfaguara: noviembre de 2004

ISBN: 968-19-1447-3

D. R. © Diseño de cubierta: Miguel Ángel Muñoz Ramírez.

Litografía de Car l Nebel que muestra el Palacio Nacional el 14 de

septiembre de 1847. Litografía que ilustró la primera edición de

México a través de los siglos. Emblema militar de mediados del

siglo XIX.

Impreso en México

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo, por escrito, de la editorial.

A mi hija Claudia, Co, por tus poderes mágicos

adquiridos desde pequeña, con los que haces

inmensamente feliz a quien tiene la suerte

de encontrarte en su camino.


Índice


Agradecimientos y desprecios

Debo dejar aquí una constancia explícita de mi más genuino agradecimiento a los investigadores mexicanos y extranjeros dedicados a estudiar profusamente el pasado de México sin otro compromiso que la ansiosa búsqueda de la verdad. Gracias por sus invaluables aportaciones, por sus afanosos empeños y, en algunos casos, por su desinteresada amistad.

No podría dejar de mencionar, en particular, a Angela Moyano, quien en todo momento estuvo atenta al desarrollo de la presente novela y en muchas ocasiones me mostró diferentes derroteros insospechados por mí y que fueron definitivos para la feliz conclusión de mis trabajos. Suyos fueron diversos puntos de vista ciertamente aleccionadores. Mías son absolutamente todas y cada una de las conclusiones.

De la misma manera, no debo dejar pasar la oportunidad de externar mi más genuino desprecio a los mercenarios de la historia de México por haber enajenado, a cambio de unos billetes o de un puesto público, sus conocimientos, su imaginación, su tiempo y su talento a la causa despreciable de la historia oficial, que tanto ha confundido a generaciones y más generaciones de mexicanos. Gracias a ellos nos hemos tropezado, en buena parte, una y mil veces, con la misma piedra.

Vaya también mi más fundada condena a los políticos que financiaron con recursos públicos la redacción y publicación de obras de consumo y formación popular que impidieron la revelación de realidades históricas con las que se hubiera podido construir, sin duda, un mejor destino para México.


Tengo que escribir un breve prólogo...

Hace muchos años —así comienzan los cuentos—, cuando cursaba la escuela primaria, mis maestros, esos auténticos héroes nacionales ignorados, me revelaron la existencia de un rico e inmenso territorio mexicano conocido como Tejas, así, con jota, nada de Texas, el que después nos robaron los gringos recurriendo a la diplomacia de la anexión para tratar de legalizar, ante los ojos del mundo, un robo artero e imperdonable, que mutiló a nuestro país para siempre. Ahí, en las aulas, se incubó mi rencor y creció un resentimiento que subsiste hasta hoy.

Sólo que la amañada absorción de Tejas a la Unión Americana desde luego no satisfizo los apetitos expansionistas de nuestros vecinos del norte, quienes también codiciaban ávidamente Nuevo México y California. ¿Qué haría Estados Unidos para apropiarse de dichos departamentos cuando sus ofertas de compra no eran siquiera escuchadas por el gobierno mexicano ni existía la posibilidad de apertura de un espacio político para oírlas? Muy sencillo: invocar la ayuda de la Divina Providencia... Al sentirse los yanquis apoyados por el Señor, desenfundaron sus pistolas y después de disparar varios tiros en la cabeza del propietario de los bienes, inexplicablemente opuesto a ganar dinero, es decir, después de matar, según ellos, a quien se resistía a evolucionar y a enriquecerse, tomaron posesión de la propiedad ajena alegando defensa propia, en el caso concreto, derechos de conquista, logrados en el nombre sea de Dios...

En síntesis: cuando México se negó a vender sus tierras, los embajadores abandonaron el escenario para que éste fuera ocupado por los militares, verdaderos profesionales especializados en el exterminio en masa del hombre, la única criatura de la naturaleza que utiliza la razón para matarse colectivamente...

Estados Unidos le declaró la guerra a México en mayo de 1846. La catastrófica y no menos traumática derrota, tanto de nuestras fuerzas armadas como de la población civil, condujo a la firma de la paz en 1848, nada menos que en Guadalupe Hidalgo, lugar “ sugerido ” por el representante del presidente Polk, porque ahí había hecho supuestamente sus apariciones la Santa Patrona de los mexicanos y, de esta forma, Ella bendeciría los acuerdos... Por si fuera poco, y para nuestra vergüenza, el tratado fue firmado “ EN EL NOMBRE DE DIOS TODOPODEROSO ” para legalizar así, ante Dios —¡claro que ante Dios!—, ante la humanidad, la historia y el mundo, el gran hurto del siglo XIX. ¿Quién les concedió a los norteamericanos el derecho de hablar y actuar nada menos que en el nombre de Dios...?

De esta suerte fuimos despojados de praderas, llanuras, valles, ríos, litorales, riberas y cañadas, además de promisorias minas. Tan sólo unos meses después de la cancelación de las hostilidades, apareció mágicamente el oro en California, una California que, con todo y las inmensas riquezas escondidas en su suelo, había dejado de ser mexicana para siempre.

¿Perdimos la guerra gracias a la inferioridad militar de México? ¡Falso! Fuimos derrotados por una cadena de traiciones sin nombre, tanto por parte de los militares como de los políticos y de la iglesia católica, apostólica y romana, institución, esta última, no sólo la más retardataria de la nación mexicana, sino también aliada al invasor, al igual que el propio Santa Anna. ¿La iglesia aliada...? ¡Sí, aliada a nuestros enemigos, porque los jerarcas militares norteamericanos le habían garantizado a los purpurados no atentar contra sus bienes ni contra el ejercicio del culto, siempre y cuando el clero convenciera a los feligreses mexicanos de las ventajas de la rendición incondicional ante las tropas norteamericanas. ¿Resultado? Puebla, entre otras ciudades, se rindió sin disparar un solo tiro. Una de las peores vergüenzas la sufrimos cuando un obispo poblano bendijo la odiosa bandera de las barras y de las estrellas...

En lo que hace a la capital de la República, si bien hubo batallas feroces en donde los soldados mexicanos mostraron coraje y dignidad, la resistencia civil, una vez caída la ciudad, fue tan escasa como vergonzosa. La consigna silenciosa rezaba más o menos así: “ Quien mate o hiera a un norteamericano pasará la eternidad en el infierno... ” ¡Cuánto hubiera cambiado el destino de México si la iglesia católica, por el contrario, hubiera sostenido: “ Haz patria, mata a un yanqui... ” La guerra habría adquirido otra connotación...

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