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Santiago Muñoz Machado - Vieja y nueva Constitución

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Santiago Muñoz Machado Vieja y nueva Constitución

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I
Preliminar: ¿cuánto tiempo tiene
que durar una constitución?

Thomas Jefferson contestó la pregunta fijando el tiempo ideal de vigencia de una constitución en diecinueve años, y explicó su aserto con meticulosas razones biológicas y económicas. Pero, después de él, a nadie se le ha ocurrido establecer criterios estrictos para responder a ese problema. Tampoco las constituciones mismas suelen fijarse un término y la mayor parte de quienes, a lo largo de la historia de cualquier país, han participado en su elaboración, han salido del compromiso convencidos de haber hecho una obra pétrea, de vigencia inacabable, que venerarían las generaciones siguientes. Han asumido la idea de que la Constitución es una ley perpetua.

Tan común como este orgullo de fundador suele serlo el desafecto de las generaciones inmediatas que, a veces, ni esperan, para proceder al derribo de tan maravillosas creaciones, a comprobar su utilidad para organizar los poderes y garantizar los derechos, que han sido siempre sus propósitos más elementales. ¿Por qué motivo van a aceptar los ciudadanos vivos reglas de convivencia establecidas por ciudadanos muertos? O, si aún alientan los que hicieron la Constitución, ¿por qué aceptar compromisos vinculantes en cuya preparación no se ha participado por razones de edad, de política o de cualquier otra clase?¿Por qué razón puede bloquearse el deseo de cambiar la Constitución con trabas que dificulten la aplicación más llana del principio democrático?

Algunas de estas preguntas acompañaron al constitucionalismo desde sus primeros pasos y han vuelto a ponerse de moda en España, a veces expresadas con intransigencia, reclamando reformas de una constitución que va camino de cumplir sin retoques el doble de los años que tardan estos textos en alcanzar la decadencia, según las cuentas de Jefferson. Las actitudes ante el cambio oscilan, como siempre en estos graves asuntos, entre quienes se aferran al texto histórico por considerarlo difícilmente mejorable, y, en el otro extremo, quienes lo desacralizan hasta el punto de optar por la mayor de las mudanzas, que es tenerlo por decaído, inservible e inaplicable sin mayores consideraciones.

Verdaderamente, la Constitución española de 1978 hizo muchos méritos para ser respetada y defendida sin titubeos. La nuestra es una constitución del viejo estilo, fundante de un nuevo sistema político, inauguradora de un régimen de derechos avanzado y dotado de fuertes garantías, y diseñadora de una organización del poder radicalmente distinta de la preexistente. Si se deja aparte la efímera Constitución de la Segunda República española, no ha habido nada parecido en toda la historia constitucional de nuestro país. Es, la vigente, una constitución revolucionaria. Aspiró a cambiar la sociedad y el ejercicio del poder. En este sentido, asumió las mismas pretensiones de radicalidad que tuvieron las primeras constituciones europeas y se distanció de las constituciones que se han limitado a restablecer o mejorar modelos políticos ya ensayados. Es una de esas constituciones que se ha dado en llamar new beginning porque acometen cambios radicales en la gobernación de la comunidad y la defensa de los derechos individuales: se plantean regir en una nueva sociedad. Fueron de este tipo las constituciones europeas de la segunda posguerra mundial: normas fundamentales que dividieron el poder, en algunos casos lo repartieron territorialmente, reorganizaron el estado y aseguraron la preservación de los derechos en un marco democrático firmemente establecido. Tardíamente, la nuestra de 1978 se asoció a ese mismo orden de valores, y lo hizo también al término de un régimen político salido de la guerra.

Es la primera vez en nuestra historia que la voluntad soberana del pueblo ha conseguido aprobar un texto con tan larga vigencia. Sostengo lo dicho porque no todas las constituciones históricas españolas han surgido de la soberanía popular. Rara vez el soberano constituyente ha sido, en España, el pueblo, y las ocasiones en que más se ha aproximado a serlo, la vigencia de la Constitución siempre ha sido breve. Este fue el destino de las constituciones de 1812, 1837, 1869 y 1931, las únicas en las que la nación fue el único sujeto constituyente. En los demás casos, la soberanía nacional se combinó con la soberanía monárquica y de este tándem resultaron las constituciones más duraderas (1845, 1876).

Haya sido o no la soberanía popular el sujeto fundador, las constituciones que más arraigo han llegado a tener en la historia española, han compartido su tarea creativa con la aceptación de instituciones preconstitucionales, formadas a lo largo de generaciones anteriores y mantenidas como reglas constitucionales perennes y de aceptación hereditaria inexcusable. Integran la «Constitución histórica» y condicionan el poder constituyente de la generación viva que, en cierta medida, ha de compartir su soberanía con la que tuvieron las generaciones muertas.

Analizando la dinámica de los cambios constitucionales, puede observarse la repetición de ciertos fenómenos de forma axiomática. El primero de ellos es que en todos los casos en que las constituciones se han basado en la soberanía popular y han sido muy radicales, revolucionarias o, simplemente, muy reformistas, sus autores han establecido muchas restricciones al cambio, o, al menos, a la fácil mudanza. La empalizada jurídica se ha levantado fijando muy severos procedimientos de necesaria observancia para su reforma o estableciendo prohibiciones de acometerla antes de transcurrido un determinado plazo. Así ocurrió con todas las primeras constituciones del mundo: la norteamericana de 1787, la francesa de 1791, la española de 1812...

La segunda evidencia es que cuanto mayores son las dificultades que se establecen en una constitución para evitar cambios radicales, más pronto y con mayor fuerza se producen estos. Así lo enseñan también las experiencias de las primeras constituciones francesa y española, que fueron derribadas a poco de entrar en vigor; la nuestra, además, fue restablecida y arrumbada con la misma perentoriedad en varias ocasiones. La rigidez de la norteamericana tampoco la dejó al margen de un torrente de enmiendas que la afectaron a poco de entrar en vigor.

La máxima de que «los extremos se tocan», es decir, que las proposiciones situadas en cada uno de los bordes de la gama de opciones que pueden utilizarse para abordar un problema, dan lugar a soluciones parecidas, se realiza también en los dominios de la reforma constitucional. Enuncio así una tercera constatación sobre los cambios constitucionales: tanto los que se empeñan en cerrar la Constitución a toda modificación, como quienes pretenden privarla de vigencia total, generan fuerzas que conducen a que sus reglas sean paulatinamente sustituidas por otras en la práctica, por la vía de hecho, sin que medie reforma constitucional de ningún tipo. Estas convenciones, costumbres o mutaciones constitucionales afectan extraordinariamente a la seguridad jurídica y reducen el prestigio y el valor ordenador de la norma fundamental, pero son inevitables y se aceleran en una relación proporcional al tiempo que los inmovilistas tardan en ceder o los radicales en volver al cauce constitucional para resolver sus reclamaciones.

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