Acerca del Autor
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Aunque es chileno, Pablo Sapag Muñoz de la Peña nacio en Madrid, donde vive desde hace décadas. Profesor de la Universidad Complutense y periodista de televisión, ha trabajado como enviado especial en los Balcanes, Afganistán, Argelia, el Ulster y otros puntos calientes del globo.
Corresponsal en Madrid del desaparecido diario La Época de Santiago . Durante años ha investigado en el terreno el trabajo de los lanzas chilenos radicados en Europa.
Acerca de este Libro
Acerca de este Libro
El Chupete de Fierro salió de Santiago con un puro objetivo: ganar la mayor cantidad de plata posible para mandársela a su familia. Recorrió Madrid, Frankfurt y Nápoles al servicio de una de las organizaciones que operan por allá amparadas en el coa, el dialecto chileno que las protege del acoso policial. El Chupete se convirtió así en lanza internacional. Atípico producto de exportación chileno a una Europa cada vez más hostil para los inmigrantes, legales o ilegales, honrados o no tanto.
Derechos
International Lanza
Pablo Sapag M.
Copyright © 2012
Inscripción Nº: 129.212
ISBN ePub: 978-956-9197-07-9
Diseño de Portada: Claudio Sapag
Fotografía de Autor: Carolina Reyes M. 24 de agosto 2006
Desarrollo editorial: Edición Digital
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Título
Madrid... llegar y llevar
— ¡¡¡Ya concha tu madre. Pasa la plata, mierda!!!
Así, a bocajarro, se lo soltó El Chupete de Fierro al que era su primer cliente. La orden llegaba justo cuando el ferrocarril metropolitano se acercaba al andén de la estación Tribunal.
El Chupete pensaba que el ruido que hacen las ruedas metálicas de los carros amortiguaría cualquier grito del anciano. Uno de los muchos jubilados madrileños que aprovechan la mañana para hacer sus diligencias acá y allá. Para eso es que tienen un carnet especial que los habilita para subirse y bajarse al Metro, los trenes y las micros de la ciudad cuantas veces quieran.
En eso estaba El Chupete, bien urgido por la parálisis total del viejo, cuando El Lucho se le acercó corriendo por atrás. Con una de las suyas le sujetó la mano que portaba la cuchilla.
— ¡Para, huevón! ¿Soi loco o te hacís? Vámonos altiro, mira que acá el mote no es nada así –El Lucho retó a El Chupete.
— ¿Qué te pasa, socio? Si la huevá es en buena.
— Oye compadre, o atinái conmigo o cagaste nomás.
— Ya bueno, pero nada que ver el toyo que te estái pasando –se resignó a obedecer El Chupete sin ninguna convicción.
Después de ese intercambio de palabras, los dos tuvieron el tiempo justo para abandonar el andén, corriendo a toda velocidad por esas escalas viejas de techo bajo y lleno de humedad que abundan en las estaciones más antiguas del Metro de la capital hispana.
Al pasar jadeantes por la boletería, el funcionario apenas los miró. Estaba totalmente metido con sus crucigramas y demás pasatiempos. Gracias a eso pudieron alcanzar la calle sin mucho problema, haciendo sonar apenas las puertas de fierro de semi vaivén que franquean la salida a los pasajeros del ferrocarril metropolitano.
— Oye brea, ¿cómo se te ocurre cogotear a un compadre así, cara raja? No cachái nada —volvió a la carga El Lucho apenas salieron a la superficie.
— Así nomás es la cosa, huevón. ¿O vos te creís que el culiao va a soltar la plata pidiéndoselo por favor? ¿Adónde la viste?
— Te estoy diciendo que acá no es nada así. O vos te pensái que estái en La Caro, mate hueva –insistió El Lucho ante la respuesta de su compañero, comparando el lugar en el que estaban con una de las poblaciones más duras de Santiago.
— Oye Luchito, ¿por qué mejor no te vai a lavar la canoa? — siguió desafiante El Chupete—. Yo cacho este laburo y a mí nadie me viene con cuestiones raras.
El Lucho empezaba a perder la calma. Era como mucho que un recién llegado, encima casi directamente de la Capital, sin ni siquiera pasar por el tradicional fogueo de Buenos Aires, le estuviera contando a él cómo se hacían las cosas.
Mal que mal El Lucho era uno de los pesos pesados de la organización, por lo menos en Madrid. Por eso no le importó subir el volumen de voz ni hacerle a El Chupete gestos y ademanes. Todo eso aunque estuvieran en plena intersección de las céntricas calles Fuencarral y Barceló, más encima a esa hora de la mañana en que la gente empieza a ocupar la ciudad después de tomar su desayuno en la infinidad de fuentes de soda de Madrid.
— Oye, córtala. Acá vos valís callampa. Pero igual me caís bien y te voy a contar la firme, aunque una sola vez nomás – siguió El Lucho—. Este mote igual cuesta cacharlo. En esta pega sólo se saca la cortante o el fierro en casos peludos, cuando la movida se pone brava de veras.
El Chupete lo oía pero no lo escuchaba. Llevaba muy poco tiempo en Madrid. Todavía andaba desorientado. Se ubicaba más o menos bien en el Metro, pero en la calle era otra cosa. Tanto edificio uno al lado del otro lo volvía loco. Se hallaba como preso. La gente también lo impresionaba. Siempre hablando a gritos y manteniendo una distancia mínima entre unos y otros. Se sentía acosado El Chupete.
— ¡Escúchame, mierda! –le soltó El Lucho al darse cuenta de que El Chupete estaba como ido. Sabía que su compañero todavía no se adaptaba. Había que centrarlo, aunque fuera a puros gritos.
— Ya oh –aterrizó por fin El Chupete.
— Te estaba diciendo endenantes que tenís que saber cuándo sacar la quisca –siguió El Lucho—. Además, estos coños no cachan nada. La huevá es tan simple como que con sólo verte el caracho se van cortados. Vos soi como un marciano para ellos. Se cagan de miedo con sólo echarte una luqueada, igual nomás que en el barrio alto de Santiago. Más encima, estos giles ni llevan plata. ¿Para qué te vai a hacer caldos de cabeza, huevón? Si estos gallos andan con sus monedas te las van a pasar altiro. Tu caracho, pendejo, ese es tu mejor filo.
El Chupete de Fierro no entendía nada. Se le notaba en la cara, de la que sobresalía más que nunca el prominente mentón cuadrangular y gris por la cerrada barba mal afeitada. Una mandíbula por la que en su día, y en la mejor tradición chilena, sus compadritos le habían adjudicado el sobrenombre.
Para sus amigos de la Pablo de Rokha, la población santiaguina en la que había crecido y realizado sus primeros trabajos como aficionado, la cosa era o no era. Sí o no, vamos o no vamos. A quién le importan la cara, los gestos o la pinta. Todos son posibles y probables, pensaba El Chupete. Sobre todo, en el famoso barrio alto de la capital de Chile, donde la gente siempre lleva algo, por último más que cualquier arribista de población. Por eso no entendía lo que El Lucho le estaba diciendo sobre la reacción de los españoles al enfrentarse con ellos. Pero igual no quiso alegar. Lo respetaba a El Lucho. Por edad y por años de servicio.
— Ya huevón, virémonos de acá. En la ruca te cuento más de cómo es este mote y nos bajamos una linternita que me mandaron el otro día. Purocospi del Valle del Elqui. Así, en una de esas te caís del catre. Que ya va siendo hora –suavizó el tono El Lucho. Estaba consciente de que además de mandar tenía que educar en el oficio a su inexperto compañero.
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