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Josep Pla - Lo que hemos comido

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Josep Pla Lo que hemos comido
  • Libro:
    Lo que hemos comido
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1981
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Lo que hemos comido: resumen, descripción y anotación

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Éste es un libro de recuerdos, de recuerdos culinarios. Josep Pla lo escribió en un ejercicio que ambicionaba plasmar sobre el papel las sensaciones palatales que su memoria había atesorado durante toda una vida. La importancia de ese tipo de recuerdo en la vida y en la obra de Pla fue fundamental: en su opinión, la añoranza proviene, a menudo, de una impresión gustativa pasada, inalcanzable, de las huellas que lo que hemos comido ha ido dejando en nuestro paladar. Juntando los diversos apuntes gastronómicos y secretos culinarios que se ofrecen en este libro, podría recomponerse con toda su riqueza de matices una culinaria particular: La vieja cocina familiar del Mediterráneo. Los capítulos de esta obra, en efecto, constituyen una bella, lúcida y original divagación acerca de los elementos que integran la tan celebrada dieta mediterránea, de las salsas de aceite de oliva a la ensaimada mallorquina o los turrones, sin olvidar ningún hito intermedio, ya sea verdura o legumbre, carne o pescado, sopas, guisos o asados: bogavante, bacalao, habas, guisantes, arroces, cocidos, butifarras… Convertida con el paso del tiempo en mera ilusión del espíritu, la cocina auténtica, sin prisa y con amor al prójimo que reclamaba Pla, parece renacer en el presente: la nostalgia del escritor, en palabras de Manuel Vázquez Montalbán, autor del prólogo y la selección de textos, coincide con nuestros deseos y esperanzas. Tenía razón Pla: la memoria culinaria, personal o colectiva, es la más susceptible de pervivir.

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COCINA DEL ACEITE Y COCINA DE LA MANTEQUILLA. LAS SALSAS

E n el continente donde transcurre nuestra vida no hay, básicamente, más que dos cocinas: la cocina de la mantequilla y la del aceite de oliva. La frontera entre ambas la determina grosso modo el límite del cultivo del árbol de Minerva, que no coincide, dicho sea de paso, con el de las tierras de cultivo de la viña, que puede vivir mucho más al norte que el olivo. Pero en fin, para hacernos entender de momento y hablando en general, digamos que la cocina de la mantequilla es la del norte, o sea la de los países en que la bebida normal es la cerveza, y la cocina del aceite de oliva es la del sur, es decir, la de los países donde se bebe vino.

Tampoco es exactamente apropiado hablar de la cocina de la mantequilla de una manera absoluta, porque los países que utilizan esta grasa animal acostumbran a cocinar echando mano de muchos sustitutos de la mantequilla, en especial la margarina. Y lo mismo pasa con la cocina del aceite de oliva, que es una grasa vegetal: en Francia y en Italia, a pesar de ser países total y parcialmente mediterráneos, el aceite de oliva es cada día más escaso. Lo que se usa sobre todo es el aceite de cacahuete que con tanta prodigalidad producen algunos países de África. Es necesario anotar estas excepciones porque cada día son más ciertas y visibles. El caso es que se va haciendo progresivamente más difícil saber qué ingredientes han entrado en la composición de lo que uno come, y si la especie humana sigue en su aumento al ritmo de los tiempos presentes, llegará un momento en que será imposible tenerlo claro.

En nuestro país, que es un considerable productor de aceite de oliva, la grasa vegetal se mantiene con mucha integridad. Somos un resultado del aceite de oliva, de la grasa vegetal. Creo que no es nada desdeñable, y no sólo por razones intrínsecas, sino porque soy un gran admirador de los olivos, que es el árbol más bello del mundo, el más claro y el más elegante.

He oído sostener la teoría de que las grasas animales, sobre todo la mantequilla de gran calidad, son infinitamente superiores al aceite de oliva por lo que se refiere al mantenimiento del cuerpo humano. A la gente acostumbrada a esta grasa vegetal se le hace muy cuesta arriba comer la cocina de la mantequilla. Lo contrario también es cierto. Después de pasar tantos años de mi vida fuera de mi país, estoy familiarizado con las dos cocinas: puedo alternarlas con la mayor facilidad. Si estuviese en mis manos, haría cocinar algunos alimentos, como las tortillas, en mantequilla y otros, por ejemplo muchos pescados, en aceite de oliva sin acidez. En este punto, mi fuerza estomacal tiene una absoluta abertura de compás; sólo pido pequeñas y naturales cualidades: el aceite de oliva no ha de despedir olores infames y repelentes y la mantequilla no debe presentarse en forma de sucedáneo, pues tengo de la margarina, cada día más introducida en nuestro país, una idea absolutamente nefasta.

Estoy por tanto dispuesto a aceptar que las grasas animales son excelentes para la formación del cuerpo humano y para promover todas sus posibilidades. Al fin y al cabo, el norte y el centro de Europa y los Estados Unidos constituyen el área geográfica que contiene la humanidad más importante del mundo; y su grasa habitual es la mantequilla. Los del aceite de oliva somos más pobrecitos y risueños, excepto Italia, que es un país cada día más importante. Hay que añadir sólo un par de cosas: los índices de mortalidad de los que viven en estas dos cocinas son prácticamente iguales, y en los países del aceite de oliva los borrachos son pocos, insignificantes.

Quizás un somero examen de las salsas nos ayude a comprender estas dos cocinas básicamente distintas. De hecho las salsas, si prescindimos por el momento de las que tienen como fundamento los productos del mar —como la salsa de anchoas— o de la tierra —como la salsa de tomate—, siguen las directrices del aceite o de la mantequilla de una manera indiscutible.

La salsa clásica de los países de la mantequilla será siempre la holandesa, que no es más que mantequilla fundida al fuego con un poco de sal. En realidad, todas las salsas utilizadas en el mundo occidental no son sino imitaciones elaboradas partiendo de la mantequilla. La salsa holandesa es un poco insulsa, pero muy respetable. La salsa tártara tiene mayor amenidad, mucho más panorama.

A mi modesto entender, los países del aceite de oliva poseen dos salsas con mucha punta: la mayonesa y el ajoaceite. Incluso estando fundamentada en el aceite de oliva, la mayonesa es la salsa universal por excelencia, el común denominador del mayor número de estómagos pensable y concebible, un producto prácticamente sin fronteras. Se ha discutido mucho si la mayonesa es la mahonesa, si tuvo su origen en la isla de Menorca y fue trasladada a París cuando las tropas de Crillón se apoderaron de la isla durante el reinado de Luis XV, desplazando temporalmente a los ingleses. Este origen, aunque verosímil, no ha llegado a aclararse de manera decisiva. La mayonesa o mahonesa —la he visto escrita también magionaise en los viejos recetarios franceses— puede haber tenido su origen en los países del sur, ya que su ingrediente es el aceite de oliva (hoy de lo que sea, como puede suponerse). Para lo que les conviene, los franceses son endemoniados; para otras cosas, no tanto.

El ajoaceite es una cosa muy misteriosa. Se trata, sin duda, de la punta extrema, del elemento culminante de todas las salsas meridionales o del aceite, pero sus fronteras son mucho más limitadas que las de la mayonesa. La mayonesa es al ajoaceite como un minino a un león: en el centro y norte de Europa, en los países anglosajones, el ajo pone la piel de gallina a sus habitantes. En esas latitudes no se ingiere ajo más que en rarísimas ocasiones. La gente rica de nuestro país, distinguida y finolis, es contraria al ajo, pero a veces se mueren de ganas de tomarlo. A menudo he visto a maridos pedir permiso a sus señoras para acercarse a él. Ciertamente, en la cama, el ajo individual y monográfico tiene que ser poco ameno… para el otro. Yo también soy contrario al ajo, pero no por razones olfativas: soy contrario porque el ajo ofrecido en abundancia destruye de manera ineluctable el gusto de los alimentos. Con todo, el ajo se ingiere en el sur por determinadas personas por consejo médico o prescripción facultativa. El doctor Marañón recetó ajo crudo contra el reumatismo, lo que acercó este tubérculo a las personas distinguidas; pero el hielo no se ha roto. Por estas razones el ajoaceite dispone de un área limitada y su difusión es sobre todo provinciana y rural. En invierno el ajoaceite es la calefacción central del campesinado. Es un producto importantísimo, y cuando hace frío decisivo. En esos ambientes la cebolla desplaza a veces al ajo durante el invierno. Desde el punto de vista económico la trascendencia del ajo es enorme; es probable que sea el fundamento multisecular de la sobriedad espartana de la vida rural. Es una de las mayores ilusiones del área del Mediterráneo. En algunos países, para sentirse satisfecha, la gente ha de comer considerables cantidades de carne. Cuatro dientes de ajo hacen entre nosotros, de manera momentánea, el mismo efecto; aunque tal vez no sea exactamente el mismo efecto, dicho sea sin pretender molestar el patriotismo colectivo. Hay que reconocer que valiéndose del ajo y de la cebolla, la naturaleza ha hecho lo que ha podido para que todo el mundo vaya tirando.

En los recetarios de cocina posteriores al triunfo de la burguesía es difícil encontrar alguna referencia al ajoaceite. Ya he expuesto las razones: la distinción no tolera el ajo. En cambio, en los libros regionales de cocina —que en Francia son muy relevantes, sobre todo los dedicados a la cocina provenzal— esta salsa se presenta con todos los honores correspondientes a su intensa complejidad. Hay una gran literatura, principalmente lírica, sobre el ajoaceite. Algunos grandes escritores, como Mistral, los Daudet o Félix Gras, la han cantado cual ruiseñores en la enramada. Es una salsa con mucha sustancia dentro y fuera, que proporciona abundante satisfacción y tanto puede servir para acompañar un plato de pescado como de carne. Una declaración semejante no podría hacerse de todas las salsas. Del ajoaceite lo podemos afirmar sin que el rechazo sea concebible.

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