Akal / Básica de Bolsillo / 81
Th. W. Adorno
Obra completa
Escritos musicales VI
Obra completa, 19
Edición de: Rolf Tiedemann con la colaboración de Gretel Adorno, Susan Buck-Morss y Klauss Schultz
Traducción: Joaquín Chamorro Mielke
Diseño de portada
Sergio Ramírez
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Título original
Gesammelte Schriften 19. Musikalische Schriften VI
© Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1984
© Ediciones Akal, S. A., 2014
para lengua española
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-4104-7
I
Críticas de óperas y conciertos en Fráncfort
Febrero de 1922
Música de cámara en la Sociedad para la Cultura Teatral y Musical. Tercera velada de música de cámara: Pierrot Lunaire, de Arnold Schönberg. Lo más asombroso no fue la técnica. Sabemos que la maestría de Schönberg es única. Aquí alterna entre formas organizadas de manera visiblemente rigurosa y estructuras temáticamente inaprensibles, cuya necesidad apenas puede ya detectarse en el discurrir visual del acontecer musical. «Las cruces», la peripecia del «Pierrot», representan pura y forzosamente, conectando en la técnica de la composición con la tercera de las Piezas para piano op. 11, al segundo tipo; la passacaglia y el doble canon cancrizante de «La mancha lunar» muestran completamente animadas formas rigurosas, impuestas desde fuera. En el ajustado contexto, cada una de las piezas conserva su propio color sonoro y su propia ley técnica: en la «Misa roja», por ejemplo, Schönberg obtiene de un motivo ostinato, armónicamente concebido, un ritmo que se condensa temáticamente y tiene repercusiones en la horizontal; otro melodrama, «Nostalgia», está atravesado por algunos acordes constantes que, signos de significados emocionales como inamovibles, dominan toda la forma. Sin embargo, todo esto no es lo que esencialmente se quiere decir aquí.
A Schönberg no le resulta fácil comenzar. Nacido en una época funesta, se encuentra en su propia conciencia con aquellos estratos de los que en Beethoven la figura aún brotaba de forma sofocante y necesaria. Lo que antaño era presupuesto formal de la creación se ha convertido para él en contenido material, y así canta en el Pierrot sin rodeos la existencia errabunda de nuestra alma. No es que compusiera una concepción del mundo y embridara de nuevo al Wotan del segundo acto de La valquiria con acordes de cuarta alterados. En ninguna parte expresa con su música un mundo conceptual rígido e interpretable. Y le es dado convertir por fuerza, mediante toda necesidad y todo anhelo, mediante todo el capricho y todo el contrasentido del propio corazón, el asunto más general en una forma única. Esto se muestra ya en la elección de los textos, que esconden en un caso periférico el problema central. Los poemas de Giraud (su sitio está, y ya es raro, entre Verlaine y Morgenstern) callan ciertamente muy poco, y a veces parece como si Schönberg se colgara de la palabra y el acontecimiento y los «representara» de modo que los intransigentes pudieran calificarlo de impresionista decadente. Sin embargo, lo que aquí entra en juego es una profunda intención e ironía: cuando, por ejemplo, en el final del «Dandy» hace que el fantástico rayo de luna haga brillar su mundo con magia de sensualidad enteramente embriagadora, su música se ríe para sus adentros y dice: esto no es así en absoluto; ¡solo prestad más atención para ver si en ella se puede sostener eso otro! en el poema «La mancha lunar» (en la que la música se vuelve a situar en un nivel más elevado en la construcción del todo) se expresa por entero este raro juego entre el acontecimiento en primer plano y la profundidad anímica; el ridículo Pierrot rasca desesperadamente la mancha lunar, que no tiene ninguna realidad espacial en absoluto y, sin embargo, en relación con la interioridad de Pierrot, dominada por el símbolo de la luna, es más real que todo su entorno. Como aquí todo penetra en la interioridad trágicamente aislada, no sucede nada distinto cuando Schönberg compone un «estado de ánimo» que cuando escribe formas rigurosas. Ambas cosas no solo para él sino una máscara delante de un resto, insoluble en este lado del mundo, de lo irracional.
El camino que Pierrot recorre aún se puede exponer en conceptos, por más que al hacerlo todo se haya de tomar cum grano salis . La primera parte es Pierrot, y muestra al extraño en el mundo extraño; se lo designa mediante la indeciblemente solitaria melodía de la flauta de «La luna enferma». La segunda representa la lucha; pero como el mundo del Pierrot aún tiene su lugar en el yo, se convierte en una lucha con demonios, una lucha solamente interior, cuyos puntos de referencia objetuales solo secundariamente se hallan condicionados. Una visión del Apocalipsis constituye el comienzo, y todo es el tormento de la muerte anímica por asfixia en el espacio vacío; sin esperanza se musita una oración, Pierrot sacrifica su corazón, es decapitado por la luna y casado con la ramera de de la horca; en «Las cruces» ya solo un hombre desnudo brama su dolor en la noche. Los poemas, que a veces coquetean sentimentalmente con el tormento creativo del artista, se destacan inconfundibles de la música, en extremo endurecidos y peraltados. — La tercera parte busca la solución, que es toda ella un barrunto y quizá todavía una aventura romántica. En cualquier caso, este Bérgamo de los poemas es un lugar cualquiera al que el alma huye con la dulce sonrisa de la locura. Pero la música es capaz de crear un destello de la verdadera patria, y aquel a quien han sobrecogido los estremecimientos del pasaje que dice
«entonces Pierrot se olvida de sus aflicciones»
nunca lo olvidará. Luego, todo se vuelve descarado, rara vez sereno y distante, y una vez más se abren en «La mancha lunar» todas las profundidades, una vez más brilla en la Barcarola el Verde Horizonte, y con un dulce y peligroso epílogo volvemos a estar solos.
Que, vista desde el arte, la enorme aventura que se ha emprendido en el Pierrot pueda dar frutos, es una cuestión cuya dilucidación iría mucho más allá de la ocasión aquí dada. Pero parece necesario reconocer que ningún contemporáneo ha alcanzado la amplitud, profundidad y rigor de esta obra.
Constituye un hermoso deber dar gracias a los valientes artistas que bajo la incisiva dirección del Dr. Reinhold Merten, que domina con seguridad el difícil material, y con una interpretación exquisita en todos los respectos, cosecharon una inesperada y espontánea ovación e inmediatamente repitieron la obra a la vista de las calurosas peticiones. La actuación del narrador Karl Giebel se ha de valorar tanto más cuanto que, por puro idealismo, realizó con destreza y estilo una tarea seguramente no connatural a sus aptitudes de barítono. El violín de Adolf Rebner ofreció, ora jubiloso ora sollozante, todos los matices de un sentimiento rico en gradaciones; Paul Ludwig tocó la serenata y toda la parte de violonchelo con decidida renuncia a una pintura sonora aquí inadecuada, y encontró una expresión cálida; los señores Meyer (piano), Naumann (flauta) y Liebhold (clarinete) se aplicaron con técnica clara y sincero entusiasmo. — Cabría esperar una pronta repetición en un marco más amplio.