un acorde.
desbordantes.
cansino.
ESCENA DE CERVECERÍA
Uno bromeaba con la camarera.
Otro apoyaba cansado su cabeza.
Un tercero tocaba el piano con mucha inspiración.
A uno la risa le brotaba de la boca.
A otro la oscuridad le corría disparada por su sueño.
A un tercero le cedió la tecla dura.
Una vez la muchacha esbelta salió corriendo.
En otra el estúpido soñador despertó sobresaltado.
Una tercera la pieza fue una canción inglesa.
Un galanteador pelma, humo de tabaco,
un soñador despertado, y un sueño,
un cansado virtuoso del piano.
(inédito, anterior a 1900)
LAÚD
Yo en el laúd toco recuerdos. Es un instrumento insignificante con el mismo sonido siempre, que a veces es largo, otras corto, en ocasiones lento, en otras rápido. Respira con bocanadas tranquilas, o de un rápido salto pasa por encima de sí mismo. Es triste y alegre. Lo singular es que, cuando suena melancólico, me hace reír, y cuando está alegre y brinca, me fuerza al llanto. ¿Hubo alguna vez nota igual? ¿Se tocó algún día un instrumento tan extraño? El instrumento apenas se puede tomar en la mano; incluso las manos más tiernas y delicadas son demasiado ásperas para eso. Tiene cuerdas de indecible finura y fragilidad. Los cabellos son ronzales comparados con ellas. Hay un joven que sabe tocarlo; y yo, que tengo tiempo para permanecer al acecho, lo escucho con atención. Toca día y noche, sin pensar en comer ni en beber, hasta altas horas de la noche y hasta bien entrado el día. Día y noche, noche y día. El tiempo existe para él únicamente para dejarlo pasar flotando a su lado como una nota. Igual que yo escucho al ejecutante, así escucha el músico todo el tiempo a su amada, el sonido de su instrumento. Nunca se ha mantenido al acecho tan fiel, tan perseverante, un enamorado. Qué dulce es acechar al acechante, ver al enamorado sentir a su lado al olvidado. El joven es artista; el recuerdo, su instrumento; la noche, su espacio; el sueño, su tiempo; y las notas a las que infunde vida son sus solícitos sirvientes, que hablan de él a los oídos ávidos del mundo. Yo soy solo oído, un oído de indecible emoción.
(1901)
PIANO
No sé cómo se llama el joven que tiene la suerte de disfrutar de lecciones en el piano de cola de una profesora tan bella y majestuosa. Ahora mismo está dejando que las manos más hermosas del mundo le demuestren sus habilidades en el teclado. Las manos femeninas se deslizan sobre las teclas como cisnes blancos sobre el agua oscura, expresando con enorme encanto lo que después dirán los labios. El joven está rodeado por una distracción en la que la profesora parece negarse a reparar. «Toque usted esto»; pero él lo hace indescriptiblemente mal. «Tóquelo otra vez»; y él lo toca todavía peor que antes. Bien, hay que volver a tocarlo; pero él lo sigue haciendo fatal. «Es usted lento». Aquel al que le dicen esto llora. La que lo dice sonríe. El que hace que se lo digan tiene la cabeza encima del piano. La que se ha visto obligada a decírselo le acaricia los sedosos cabellos castaños. Ahora el muchacho, que con la caricia ha despertado de su vergüenza, besa la delicada mano, muy distinguida y blanca. Entonces la dama rodea el cuello del chico con sus brazos maravillosos, muy suaves, que son tenazas adecuadas para el abrazo. La dama se deja besar y los labios del amable muchacho sucumben al beso de la cariñosa dama. Ahora las rodillas del besado no tienen nada más urgente que hacer que desplomarse cual tallos de hierba lacios, y los brazos del postrado de hinojos abrazan las rodillas femeninas, que también flaquean, y ahora ambos, la afectuosa y hermosa dama y el pobre y sencillo joven, se funden en un abrazo, en un beso, en un derrumbamiento, en una lágrima… y lo que es más: constituye una inesperada y terrible sorpresa para el que abre en ese momento las puertas de la habitación, lo que concluye tanto los dulzores del amor descontrolado de ambos como el relato mismo.
(1901)
MÚSICA
La música es para mí lo más dulce del mundo. Amo las notas hasta lo indecible. Para oír una nota, soy capaz de saltar mil pasos. A menudo, cuando recorro en verano las calles calurosas y resuena el piano en alguna casa desconocida, me detengo creyendo que debería morir en ese lugar. Me gustaría morir escuchando una pieza musical. Me lo imagino tan fácil, tan natural, y sin embargo es imposible, como es lógico. Las notas son puñaladas demasiado débiles. Las heridas de tales punzadas escuecen, claro, pero no destilan pus. Manan tristeza y dolor en lugar de sangre. Cuando las notas cesan, todo vuelve a serenarse en mi interior. Entonces me pongo a hacer mis deberes escolares, a comer, a jugar, y lo olvido. El piano emite la nota más fascinante, aunque la toque una mano chapucera. Yo no escucho la ejecución, sino solo las notas. Nunca podré convertirme en músico, porque nunca me hartaría de la dulzura y la embriaguez de la interpretación. Escuchar música es mucho más sagrado. La música siempre me entristece, al modo de una sonrisa triste —gratamente triste, me gustaría precisar—. No consigo encontrar alegre la música más divertida, y la más melancólica no me resulta demasiado triste y desconsoladora. Ante la música siempre me embarga una sola sensación: la de que me falta algo. Nunca llegaré a saber la razón de esa dulce tristeza, y nunca intentaré indagar en ella. No deseo saberlo. Yo no deseo saberlo todo. En general, por muy inteligente que me crea, mi afán de saber es escaso. Creo que se debe a que por naturaleza soy la antítesis de la curiosidad. Dejo complacido que acontezcan múltiples cosas a mi alrededor sin preocuparme por los motivos. Esto es sin duda censurable y poco adecuado para ayudarme a hacer carrera en la vida. Tal vez. No le temo a la muerte, y por tanto tampoco a la vida. Me doy cuenta de que estoy filosofando. La música es el arte más irreflexivo, y en consecuencia el más dulce. Las personas más juiciosas nunca la estimarán, pero precisamente a ellas les hará sentir un íntimo bienestar cuando la escuchen. Uno no debe negarse a comprender ni a valorar un arte. El arte quiere arrimarse a nosotros. Es un ser tan refinado y pagado de sí mismo que le ofende que nos esforcemos por él. Castiga a quien, movido por el deseo de comprenderlo, se muestra complaciente con él. Los artistas lo saben. Son ellos quienes consideran su profesión dedicarse al arte, que se niega en redondo a ser abordado. Por eso nunca querría ser músico. Me asusta el castigo de una criatura tan encantadora. Se puede amar a un arte, pero hay que guardarse de reconocerlo. Se ama con más fervor cuando se ignora que se ama. A mí me duele la música. No sé si la amo de verdad. La música me encuentra dondequiera que yo esté en ese momento preciso. Yo no la busco. Me dejo halagar por ella. Pero este halago hiere. ¿Cómo decirlo? La música es un llanto de melodías, un recordar de notas, una pintura de sonidos. Es difícil precisarlo. Las palabras anteriores sobre el arte no han de tomarse en serio. Seguro que no son certeras, cuando hoy todavía no me ha alcanzado ni una sola nota. Cuando no escucho música, me falta algo, pero cuando la escucho es cuando de verdad me falta algo. Esto es lo mejor que sé decir sobre la música.