Introducción
Existe una palabra que tal vez más que ninguna otra describa bien la categoría historiográfica, muy a menudo empleada con escaso rigor, designada por la expresión «Escuela de Fráncfort». Esta palabra es «constelación», término extraordinariamente evocativo que, como veremos, se integra a la perfección en el léxico filosófico de los francfortianos. Si nos preguntamos qué tienen en común autores como Theodor Adorno, Friedrich Pollock, Max Horkheimer, Herbert Marcuse, Walter Benjamin y Erich Fromm (es decir, algunos de los principales impulsores de la Escuela de Fráncfort), la respuesta no podrá ser de ningún modo simple y escueta. Fromm y Adorno, por ejemplo, son los dos únicos que nacieron en Fráncfort. Otros, como Marcuse, solo vivieron unos pocos meses a orillas del Meno. Si se examina, además, la base teórica del pensamiento de Horkheimer y Pollock, estructurado por un marxismo que hoy podría parecer incluso rudo, se hallarán no pocas dificultades para conectarlo con las refinadas observaciones literarias del ensayo de Benjamin sobre Las afinidades electivas, de J. W. Goethe. Para formarse una imagen coherente que aúne a estos pensadores singulares es necesaria pues una herramienta adicional, y esta herramienta la ofrece precisamente la constelación. Para quien, como yo, es más bien ignorante en cuanto a la composición de la bóveda celeste, no es nada fácil distinguir las formaciones de estrellas nombradas como constelaciones. Sin embargo, una vez indicados por un guía experto, los siete astros de los que el último es claramente el más luminoso se reconocen con cierta facilidad como la Osa Menor. Así pues, una constelación corresponde a cierta configuración de estrellas, las cuales forman una imagen que permite localizarla como en un mapa. Desde la antigüedad, y para todas las culturas conocidas, las constelaciones han constituido un punto de referencia imprescindible, precisamente gracias a su estabilidad. Han estado allí, en el cielo, desde siempre.
Pero ¿qué ocurriría si nos trasladáramos a otro punto del universo? Sucedería que ninguna de las constelaciones que hoy nos parecen tan familiares seguiría siendo localizable. Las estrellas Alkaid, Mizar y Alioth no estarían alineadas y no podrían formar la cola, tan conocida para nosotros, de la Osa Mayor. Una constelación, para serlo, requiere por tanto una perspectiva. Los astros se ordenan ante nuestros ojos cuando los observamos desde cierto ángulo; el de las constelaciones es un equilibrio precario, siempre expuesto a romperse, y su aparente imperturbabilidad es puramente casual.
También la historia de la humanidad, a su manera, está repleta de constelaciones. Es una constelación la Guerra del Peloponeso, cuyas batallas fueron narradas y estructuradas por el lúcido ojo de Tucídides. Es una constelación la propia Edad Clásica, observada con nostalgia e idealizada por la modernidad. Es una constelación la Edad Media, cuyos habitantes se consideraban todavía ciudadanos de un sacro Imperio. Y de constelaciones hay que hablar también en filosofía.
Provistos de una perspectiva bien definida, de un punto focal desde el que observar la historia del pensamiento, también nosotros podemos contemplar una imagen coherente de las constelaciones. Nuestro centro de gravedad será la evolución del pensamiento de Adorno, uno de los más célebres y prolíficos exponentes de la Teoría Crítica. De este modo pondremos de relieve las influencias, las tramas y los desarrollos que han animado uno de los principales episodios de la filosofía del siglo XX: la Escuela de Fráncfort.
La Escuela de Fráncfort corresponde, en líneas generales, a la producción de un grupo de pensadores activos entre finales de los años veinte y principios de los setenta del siglo pasado, siendo el período más intenso de su producción las dos décadas que van de la segunda mitad de los años cuarenta al final de los sesenta. Lo que emparenta a estos pensadores es su adhesión al Instituto de Investigación Social (Institut für Sozialforschung) fundado en la Universidad de Fráncfort, desde el que formularon una serie de críticas a la sociedad burguesa occidental. Las deidades tutelares de su pensamiento provenían en gran parte de la filosofía alemana: Kant, Hegel, pero sobre todo Marx, Nietzsche y Freud forman la base de su investigación crítica. Nos centraremos en la considerada primera generación de francfortianos, a la que seguirían otras dos que han modificado, en parte, sus planteamientos de fondo. La primera generación de la Escuela de Fráncfort coincide con la dirección primero de Horkheimer y después de Adorno del Instituto. A continuación este papel lo desempeñó Habermas, hasta que la dirección pasó a Axel Honneth, quien la ocupa en la actualidad.
Este breve libro se propone recorrer la vida, la formación y el desarrollo de la primera generación de la Escuela de Fráncfort, a fin de ofrecer al lector una imagen lo más clara posible de los impulsos que han dado vida al pensamiento crítico. Nuestro centro serán la vida y el pensamiento de Adorno, a partir de los cuales es posible reconstruir la evolución de la escuela francfortiana en su conjunto.
La constelación de Fráncfort
Los años de formación
Max Horkheimer (izquierda) y Theodor Adorno (derecha), en 1965 en Heidelberg.
Theodor Wiesengrund nació en Fráncfort en 1903. Hijo de un comerciante de vinos de origen judío, Oscar Alexander Wiesengrund, y de María Calvelli-Adorno della Piana, cantante lírica y pianista italo-corsa, adoptaría en seguida el apellido de la madre, y reduciría el paterno a la inicial. Igual que su amigo Walter Benjamin, Adorno pertenecía a la generación de judíos alemanes interesados en el patrimonio cultural de sus orígenes, después de una época de fuerte secularización. El padre de Adorno incluso se había convertido al protestantismo. El ambiente familiar burgués en el que creció se caracterizaba por un clima cultural y artístico muy estimulante. Los conocimientos de la madre tendrían no poca influencia en la pasión y la competencia musicales de Adorno, que llegaría incluso a ponerse a prueba —sin convertirse, no obstante, en un verdadero profesional— en la composición de fragmentos dodecafónicos.
El nombre con el que hoy conocemos al filósofo, pues, procede de su decisión de conservar y asumir el apellido materno. Nace así Theodor Wiesengrund Adorno, que mantiene por tanto en el doble apellido las dos herencias familiares: la judía y burguesa del padre y la aristocrática y, por así decir, mediterránea de la madre. Justamente la cuestión de los nombres, aunque sea un detalle que pueda parecer marginal, tendría para Adorno cierta relevancia, y llegaría a asumir un papel principal en su filosofía. Si tomamos la carta con fecha de 4 de marzo de 1934 y dirigida a Walter Benjamin, será difícil dejar de sorprenderse de que Adorno, el serio Adorno, el crítico de la cultura, el musicólogo, el intelectual, precisamente en una misiva encabezada «Lieber Herr Benjamin» (‘Estimado señor Benjamin’ ), al pie firme «Teddie». Y Teddie será el nombre con el que firme todas las cartas, salvo, por supuesto, las oficiales.
Sin demorarnos en los años escolares, es sin embargo interesante observar que el joven Adorno fuese eximido de dos materias por aquel entonces obligatorias en el plan de estudios: religión y educación física. Vemos que era un muchacho poco dado al ejercicio y muy dispuesto a una educación laica y no religiosa.
Al estallar la Primera Guerra Mundial era poco más que un niño, y vivió los cuatro años de contienda bélica en el seno de una familia que observaba con indiferencia los entusiasmos bélicos nacionalistas. Su adolescencia, en cambio, transcurrió casi por entero en el período de extraordinaria agitación cultural y convulsión política de la República de Weimar, cuya constitución (11 de agosto de 1919) fue firmada un mes después del decimosexto aniversario de Adorno.