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Vasili Grossman - El infierno de Treblinka

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Vasili Grossman El infierno de Treblinka
  • Libro:
    El infierno de Treblinka
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1946
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El infierno de Treblinka: resumen, descripción y anotación

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I

Al este de Varsovia, a lo largo del Bug occidental, se extienden arenales, pantanos y terrenos cubiertos de espesos bosques de pinos y de árboles foliáceos. Son lugares poco poblados y tristes. Los caminantes evitan los arenosos y estrechos caminos donde los pies se entierran y las ruedas se hunden hasta los cubos.

Allí, en el ramal ferroviario de Sedlets, se encuentra la pequeña y perdida estación de Treblinka, a sesenta kilómetros largos de Varsovia, no lejos de la estación de Malkinia, punto de bifurcación de la línea férrea que une Varsovia, Bielostok, Sedlets y Lomza.

Es posible que muchas de aquellas personas que fueron traídas en 1942 a Treblinka hubieran pasado por aquí en tiempos de paz y que, con ojos distraídos, mirasen el aburrido paisaje: pinos, arena, otra vez pinos, matorrales, arbustos secos, los tristes edificios de la estación, las vías que se cruzan… Y es posible que la aburrida mirada del pasajero notara la existencia de un ramal ferroviario que partía de la estación y se internaba en el tupido bosque de pinos que llegaba hasta la vía misma. Este ramal conduce a una cantera de la que se extraía arena blanca destinada a satisfacer las necesidades industriales y de construcción de la ciudad.

La cantera dista cuatro kilómetros de la estación y se encuentra en un terreno baldío, rodeado de pinos por todos lados. La tierra es allí avara e improductiva y los campesinos no la cultivaban, por eso el terreno permanecía yermo desde tiempo inmemorial. En algunos sitios está cubierto de musgo y de vez en cuando presenta algunos escuálidos pinabetes. De tarde en tarde vuelan por allí los grajos o las moñudas abubillas de colores abigarrados. Este miserable desierto fue elegido y aceptado por el führer de las SS de Alemania, Heinrich Himmler, para la construcción de un inmenso patíbulo cuyo igual el género humano no había conocido desde los tiempos bárbaros hasta nuestros días crueles. Sí, es indudable que el universo no ha conocido un patíbulo semejante. Aquí fue construido el matadero principal de las SS, que superó en dimensiones a los de Sobibor, Maidánek, Belzec y Auschwitz.

En Treblinka existieron dos campos de concentración: el de trabajos forzados, N.º 1, en el que se hallaban presos de distintas nacionalidades, fundamentalmente polacos; y el campo judío, que llevaba el N.º 2.

El campo N.º 1 (de trabajo o penitenciario) colindaba con la cantera de arena, no lejos del límite del bosque. Era un campo de concentración ordinario, como los que la Gestapo construyó a centenares y miles en las tierras del Este ocupadas por los alemanes. Fue creado en 1941. En él, como en una síntesis, se podían percibir rasgos del carácter alemán deformados por el terrible espejo del régimen hitleriano. Del mismo modo que en el delirio de la fiebre se reflejan de una manera monstruosa y deformada los pensamientos y sentimientos vividos por el enfermo antes de su enfermedad, de igual modo que el loco en sus ataques de enajenación deforma la lógica de las reacciones y pensamientos del hombre normal, así el criminal lleva a cabo su faena uniendo, en el martillazo dado en el entrecejo de las víctimas, la hábil práctica, la precisión y la fuerza del obrero metalúrgico con la sangre fría del antropoide.

El espíritu de economía, la exactitud, el cálculo, la pulcritud pedantesca son todos ellos rasgos plausibles que poseen muchos alemanes. Aplicados a la agricultura o a la industria, dan sus frutos. El hitlerismo aplicó estos rasgos al crimen contra la humanidad y las SS del Reich procedieron en el campo de concentración polaco exactamente como si se tratara del cultivo de coliflores o de patatas.

El terreno ocupado por el campo de concentración está dividido por unas barracas iguales y rectangulares construidas a cordel, y por caminitos bordeados de abedules y enarenados. Se construyeron estanques de cemento para aves domésticas, lavaderos para la ropa con unos cómodos peldaños, servicios para el personal alemán, un horno de cocer pan bien acondicionado, peluquería, garaje, surtidor de gasolina con una esfera de cristal, depósitos. Aproximadamente con una tipología análoga, con jardincitos, con columnitas-fuentes, con caminos asfaltados, se construyó también el campo de Maidánek cerca de Lublin, y de igual forma organizaron en la Polonia oriental decenas de otros campos de trabajo forzado donde la Gestapo y las SS pensaban afincarse de manera permanente. En la construcción de estos campos se reflejaron los rasgos característicos de la precisión alemana, del espíritu de ahorro mezquino, la pedantesca tendencia al orden, la afición alemana a la reglamentación, al esquema elaborado hasta los más pequeños e insignificantes detalles.

La gente ingresaba en el campo de trabajo para un plazo que a veces era muy pequeño: cuatro, cinco o seis meses. Allí metieron a polacos que habían infringido las disposiciones del gobernador general. Estas faltas eran por lo común insignificantes, puesto que cuando se trataba de infracciones de importancia el castigo no era el campo, sino la muerte inmediata. Una denuncia, una delación, una palabra casual que se escapaba mientras se iba por la calle, el incumplimiento de la orden de entrega de productos, la negativa a facilitar a un alemán el carro o el caballo, la resistencia de las muchachas a rendirse a las proposiciones amorosas de un SS, no ya el sabotaje en la fábrica, sino solamente la sospecha de la posibilidad de un sabotaje: todo esto conducía a centenares y a miles de polacos, obreros, campesinos, intelectuales, hombres y muchachas, viejos, adolescentes o madres de familia, al campo penitenciario. En total pasaron por dicho campo unas cincuenta mil personas. Solamente se recluía en este campo a los judíos cuando se trataba de conocidos y excelentes maestros panaderos, zapateros, ebanistas, albañiles o sastres. Allí había todos los talleres imaginables y entre ellos un importante taller de muebles que confeccionaban butacas, mesas y sillas para los Estados Mayores del ejército alemán.

El campo N.º 1 existió desde otoño de 1941 hasta el 23 de julio de 1944. Fue completamente suprimido cuando los detenidos oían ya el sordo rugido de la artillería soviética…

El 23 de julio por la mañana temprano los guardianes y los SS, después de beber unas copas para armarse de valor, emprendieron la liquidación del campo de concentración. Por la noche habían sido muertos y enterrados todos los presos. El carpintero de Varsovia Max Levit logró salvarse saliendo herido de entre los cadáveres de sus compañeros cuando se hizo oscuro, y se arrastró hacia el bosque. Contó cómo, tumbado en la zanja, oyó a treinta chicos que al ser fusilados cantaron la canción Mi gran país querido, oyó cómo uno de los muchachos gritaba: «¡Stalin nos vengará!», oyó cómo el jefe de los muchachos, el niño Leib, querido en todo el campo, al caer a su lado en la zanja se irguió después de sonar la descarga y pidió: «¡Señor guardián, ha errado el tiro, por favor, señor, otra vez, otra vez!».

Ahora se puede hablar con detalle del orden alemán que imperaba en este campamento de trabajo. Por las declaraciones de decenas de testigos polacos que escaparon o fueron puestos en libertad en su tiempo, conocemos las leyes imperantes en el campo N.º 1. Sabemos del trabajo en la cantera de arena, sabemos cómo a los que no cumplían las normas los arrojaban por un escarpado a una hondonada, conocemos las normas de la alimentación, que consistía en 170 o 200 gramos de pan y un litro de un mejunje al que se daba el nombre de sopa; sabemos de los muertos de hambre, de los hinchados a los que transportaban en unas carretillas fuera de las alambradas y fusilaban; conocemos las orgías salvajes que organizaban los alemanes, cómo violaban a las muchachas y cómo allí mismo fusilaban a sus amantes forzadas; cómo arrojaban a la gente desde una torreta de seis metros de altura, cómo por la noche, borrachos o en pandilla, sacaban de las barracas a diez o quince presos y empezaban a hacer con ellos, con toda parsimonia, ensayos de métodos de asesinato, disparando al corazón, en la nuca, en los ojos, en la boca o en las sienes de los condenados. Conocemos los nombres de los SS guardianes del campo, sus caracteres, sus particularidades, sabemos también quién fue el jefe del campo, el flamenco alemán Von Ripen, criminal insaciable y depravado, aficionado a los buenos caballos y a las galopadas rápidas. Sabemos del joven y macizo Stumpfe, al que le daban irresistibles ataques de risa cuando mataba a alguno de los presos o cuando en su presencia se ejecutaba a alguien. Le pusieron por mote «La muerte que ríe». El último que oyó su risa fue Max Levit, el 23 de julio de este año, cuando los vigilantes al mando de Stumpfe fusilaban a unos muchachos. Levit estaba tumbado, herido gravemente en el fondo de una zanja. Tenemos noticias de un alemán tuerto, Sviderski, de Odesa, llamado el «Maestro del martillo». Era considerado un insuperable especialista en el asesinato «en frío», y en sólo algunos minutos mató a martillazos a quince niños de entre ocho y trece años declarados no aptos para el trabajo. Sabemos de un SS, Preifi, delgado, parecido a un gitano, apodado «El Viejo», sombrío y reservado. Para distraerse se colocaba junto al depósito de inmundicias y espiaba a los presos que iban a hurtadillas a comerse las mondas de las patatas, les obligaba a abrir la boca y entonces les disparaba en ella.

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