Camilo José Cela - Ávila
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- Libro:Ávila
- Autor:
- Editor:Lectulandia
- Genre:
- Año:1952
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Ávila: resumen, descripción y anotación
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S í, un bazar medieval. Ávila es, quizá para su fortuna, uno de los pocos bazares medievales que van quedando. Su industria es, todavía, un arte y un secreto que se van transmitiendo de padres a hijos, y su comercio, pequeño, honesto y locuaz, aún guarda los viejos y ya casi olvidados aromas del toma y daca.
La industria de Ávila, una industria que ni se ve ni se oye, pero que late, con su pulso isócrono, a través de los siglos, se caracteriza por su ingenuidad, por su primitiva y sólida elegancia, y por su honesto sentido de la calidad. Ávila no hace muchas cosas, pero las pocas que hace las hace bien y a conciencia: es el lema de los viejos artesanos.
En Ávila o en su provincia, pero pudiendo adquirirse en la capital, se producen curiosos objetos de artesanía, sin gran valor intrínseco, pero, sin duda alguna, de gran valor emotivo y fuerte capacidad de sugerencia.
Quizás el mayor encanto de estos objetos que en Ávila nos saltan al paso y nos golpean, o nos acarician, el alma incitando nuestra curiosidad, sea el de saberlos idénticos a como pudieron emplearlos los viejos capitanes de don Raimundo de Borgoña, sus mujeres o sus hijas doncellas. Sobre la industria de Ávila parece como haberse dormido, perezosamente, el tiempo, y sus productos —sencillos, elegantes, auténticos— semejan hablarnos el remoto susurro de los siglos. La artesanía de Ávila —como la lengua castellana de los sefarditas de Siracusa o de Zagreb— encontró hace cientos de años, una postura y piensa que lo mejor es no variarla un ápice; la artesanía de Ávila, probablemente, tiene razón.
Por las comarcas del Barco de Ávila, de Piedrahita, de Hoyocasero —y por la capital en ciertas ocasiones— aún se ven mujeres tocadas con la graciosa gorra de paja rizada, un alto sombrero en forma de casquete, ornado con lanas de colores, con una visera de oreja a oreja y con un espejuelo en forma de corazón sobre la frente y presentado sobre un pequeño fondo de paño que, por su color, —verde, para las solteras; rojo, para las casadas, V negro, para las viudas —indica el estado de la mujer que lo lleva. Es curioso observar con qué frecuencia, en el tocado de la mujer castellana, se encuentran continuos avisos sobre su estado y condición; también es curiosa la poética adscripción al color que determina la doncellez, el matrimonio o la soledad. Este sombrero no es difícil de adquirir y los mismos artesanos lo fabrican en miniatura, para quienes quieran llevarse, en menos volumen, el mismo recuerdo.
El traje típico del país casi ha desaparecido; el del hombre, sobrio y elegante, sólo se encuentra en algunos viejos que lo mantienen contra viento y marea; el de la mujer, vistoso y de gran riqueza, aunque de menor ostentación que el salmantino, puede aún verse en alguna ocasión señalada, como el carnaval de Cebreros, por ejemplo, fiesta de tanto relieve como animación.
Siendo la provincia de Ávila rica en ganado lanar, nada raro resulta que en ella se fabriquen unas magníficas y vistosas mantas de lana, de inmejorable calidad y grato aspecto. Las de Pedro Bernardo y Santa María del Berrocal, entre otros pueblos, muy gruesas y de vivos colores dispuestos, casi siempre, en franjas, tienen un singular parecido con los ponchos mejicanos, que nada nos extrañaría fueran nietos o bisnietos de estas viejas mantas avilesas.
Las mantas de carro, que se colocan, a modo de telón, en la parte trasera de los mismos, son tan abrigosas como decorativas y tienen la tradicional particularidad de llevar, bordado en lana de diferente color, la fecha de confección y el nombre de pila de la mujer del dueño del carro. Este sentido individualista de la propiedad y de la vida llevado hasta sus últimas consecuencias, es una de las determinantes del espíritu de esta tierra.
En la capital se hacen primorosos trabajos de forja de hierro en frío —verjas, cruces, morillos, rejas, cancelas, balcones, aldabas, bisagras, cerraduras, clavos artísticos, etc—, y los forjadores abulenses, que nunca formaron, sin embargo, un gremio poderoso, siempre han tenido fama merecida por la calidad inmejorable de su labor.
La filigrana de oro y plata de Ávila —pendientes, pulseras, prendedores, broches, etc— es análoga a la de Toledo, aunque quizás más ingenua y de factura y gusto no tan depurados.
La encuadernación de lujo y en estilos diversos —entre los que merece destacarse el sobrio castellano, con marcas al fuego— está en Ávila bien representada, y son numerosos los trabajos que constantemente realiza para aficionados y bibliófilos de fuera de la capital. Tampoco debemos olvidar, hablando de encuadernaciones, la paciente y delicada labor del mosaico en cueros teñidos de diversos colores, con los que se consiguen muy gratos y depurados efectos.
La taxidermia o disecación de animales, tiene en Ávila un simpático y habilidoso representante, que nos atrevemos a citar por tratarse de un hombre que no ha hecho una industria de su actividad: don Antonio Guerras, que guarda una casi completa colección de la fauna de la provincia, y que, por entretenimiento, y como sin darle importancia ha resucitado una vieja tradición.
La repostería, por último, de delicado paladar y antigua y honesta factura, está muy extendida. De ella nos ocuparemos a renglón seguido.
Ávila, a sus 1126 metros de altura sobre el mar, la capital de España que vive más cerca del cielo, es una minúscula y apacible ciudad amurallada y gentil, recoleta, noble y silenciosa. Quizá, para el viajero de Castilla. Ávila pueda tener la virtud de hacérsela entender sin necesidad de salir de sus murallas. Ávila es un poco el alcaloide de Castilla, su más depurada esencia. Todo lo que de extraño y sobrecogedor, de desusado y extraterrenal tiene Castilla, puede encontrarse condensado en Ávila. Castilla la Vieja —Castilla la Nueva precisaría de otra interpretación sobre sus hombres, sus almas y su paisaje— es un mundo delicado y durísimo, como el brillante, que no se entrega con facilidad, que pasma al punto pero que tarda en desnudar su corazón. De todas las ciudades de Castilla, Ávila es quizá la más castellana, aquélla en la que el cúmulo de facetas que forma lo castellano se encuentra más al alcance de las manos del cuerpo y de los ojos del espíritu. Ávila no tiene una plaza como la de Salamanca, una catedral como la de León o la de Burgos, un alcázar como el de Segovia, un archivo como el de Simancas, pero Ávila, sin embargo, rezuma Castilla en el aire que respira y que la circunda, en la límpida atmósfera que la envuelve en un algo indefinible y alado que la señala como un hierro al rojo. Entornando el mirar, al viajero de Ávila no le cuesta un trabajo excesivo sentirse en plena Edad Media, palpar el frío de la Edad Media, sus anhelos, sus preocupaciones y sus múltiples afanes místicos, artesanos y militares. Las caras talladas a punta de navaja, los ojos fijos, agudos y acerados, la gruesa nariz de los castellanos, sus frentes traslúcidas y su pelo ceniciento, aún se ven, como detalles arrancados al secreto de los viejos museos, por las calles de Ávila, por sus plazas y bajo sus soportales.
Históricamente, la figura de Ávila se presenta un tanto confusa. Los orígenes de Ávila son inciertos y el hecho de existir el nombre varias veces repetido en la geografía de dentro y fuera de España, añade nuevas sombras a lo que ya no era luminoso. El paso de los celtíberos por nuestra ciudad dejó su huella en las esculturas representando toros y cerdos que hoy se conservan en el museo provincial de Bellas Artes. Los romanos establecieron en Ávila una colonia, probablemente de carácter militar. Sus vestigios son numerosos y la presencia del simbólico pez de los cristianos hace suponer que la dominación se prolongó durante bastantes años. Por esta época —siglo I— se sitúa la llegada del obispo San Segundo, patrón de la ciudad, uno de los siete varones apostólicos, suceso que aún da lugar a muchas dudas, no obstante haberse descubierto el sepulcro que se supone del santo, en 1519 y en la iglesia de San Sebastián, desde entonces ermita de San Segundo. Lope de Vega escribió una comedia en la que describe el alborozo del pueblo ante el hallazgo. Durante las dominaciones visigótica y árabe, Ávila se sitúa, por algunos historiadores, como ciudad de fuertes murallas y de vida floreciente, disputada con violencia por unos y otros. Es preciso poner en cuarentena todas las afirmaciones demasiado concretas que, sobre esta época, pudieran hacerse. Lo más probable es que el Ávila visigoda llevara una lánguida vida de precario y que la ciudad, abandonada ante la avalancha mora, tampoco fuera por éstos ocupada con cierto carácter de permanencia. El hecho de que las murallas, del siglo XI y levantadas, probablemente, con todas las piedras encontradas a mano, guarden vestigios celtibéricos y romanos, y carezcan de recuerdos árabes y visigodos, puede considerarse como dato bastante sintomático. Alfonso VI, a raíz de la reconquista de Toledo en 1085, estableció una segunda línea de defensa que encomendó a don Raimundo de Borgoña y que apoyó, entre otros puntos probables, en Segovia, Ávila y Salamanca. A partir de este momento es cuando Ávila, realmente, puede empezar a considerarse Ávila; cinco años más tarde comenzaron a construirse las murallas; Ávila, deshabitada, se pobló con gentes del norte —Galicia, Asturias, Santander, León y Burgos— y pronto resucitó de sus ruinas y empezó a pesar en la historia de España. La población de Ávila se separó en dos grandes grupos —caballeros y plebeyos— y del buen entendimiento entre ambos nacieron las virtudes militares que serían la permanente característica de la ciudad. La primera salida militar de los abulenses o avileses se sitúa en 1105, cuando, a las órdenes de Sancho Sánchez Zurraquín —que murió al año siguiente en la toma de Cuenca—, derrotaron a los moros en Zaragoza, y la citamos a título de curiosidad, ya que la sola enumeración de las acciones guerreras de Ávila nos llevaría mucho más lejos de donde debemos ir. Por entonces se emplaza históricamente el legendario Nalvillos, bravo guerrero a quien sus hombres llegaron a coronar rey. Personaje importante en la vida de Ávila —ciudad que cuenta entre sus hijos a legiones de personajes importantes— fue Alonso Tostado Ribera, o Alonso de Madrigal, escritor de múltiples libros, obispo en 1449, y hombre tan pequeño de estatura que de él se cuenta que el Papa Eugenio IV, creyéndole arrodillado, lo mandó levantar. Con la expulsión de los moriscos, que coincidió con el éxodo de la nobleza hacia la corte, Ávila recibió un duro golpe y su población quedó reducida a no muchos más de mil quinientos vecinos. Santa Teresa de Jesús es, quizás, la figura más destacada de toda la historia de Ávila y a su huella en la ciudad nos referimos en otro lugar de esta breve guía. Ávila, en la guerra de la Independencia, organizó un regimiento de voluntarios que luchó heroicamente en Ciudad-Rodrigo. Desde entonces acá, Ávila, mística y tradicional, honesta y dura, espera, fuera del tiempo, el corazón amigo a quien entregar su secreto diáfano y misterioso.
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