Camilo José Cela - Viaje al Pirineo de Lérida
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- Libro:Viaje al Pirineo de Lérida
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1965
- Índice:4 / 5
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Viaje al Pirineo de Lérida: resumen, descripción y anotación
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ADIÓS AL VALLE DE ARÁN Y SALIDA
AL SEÑORÍO DE ERILL Y AL CONDADO
DE RIBAGORZA
Por la derecha se va a Francia, salvando el Portillón, y por la izquierda al grueso de España, colándose por el túnel de Viella. El día está lloviznoso y medio triste y el viajero, que quizá guarda un barómetro en el corazón y no lo sabe, no camina alegre sino como agobiado por un mal presagio.
—¡Afuera los pensamientos taciturnos! Llir, no te alejes demasiado.
El Garona marcha a la izquierda del camino y, poco antes de La Bordeta, salta al otro lado, del que ya no se moverá hasta Viella; La Bordeta es caserío de Vilamós, el pueblo de Remigio Rosell, perito en los cien pasos de Francia y en los mil senderillos de la lealtad. En las tres o cuatro casas de La Bordeta viven una docena de personas y un gato atigrado al que Llir persigue casi con ira.
—¡Pero, hombre, Llir! ¿Qué es esto? ¿Por qué te has enfurecido de repente?
A la altura del río Jueu y de la aldea de Arró empieza la lluvia a pegar a modo, y el viajero, que no tiene ganas de mojarse, para una camioneta que marcha a saltos, atiborrada de cerezas hasta los topes.
—¿Va usted al túnel?
—Sí; voy hasta Barbastro.
—Me vale. Hay un puro por dejarme a la salida del túnel.
—¿Y por el perro?
—Otro puro.
—Hace.
El chófer de la camioneta no es aranés, que es aragonés de Monzón, más allá de Barbastro.
—¿Conoce usted mi pueblo? Es muy hermoso y bastante grandecito, no es porque servidor lo diga.
—Sí; yo soy amigo de un talabartero que se llama Nicolás, una vez le compré unos guilindujes para un caballo que tenía el cura que me cristianó.
—¿Quiere usted mentar al Nicolás Andréu, el maestro guarnicionero?
—Sí.
Les Bordes queda a un lado y Benós, Begós y Arrós, al otro; viajando en camioneta se avanza mucho, ¡buena diferencia! Sobre el camino se dibuja Pont d’Arrós, con la fonda de Toribio Arró ya casi terminada. El perro Llir va algo escamado y receloso; a lo mejor se acuerda del 2 CV del sacristán y de sus encierros. Aubert queda entre montes de abetos, y Betlán, en el camino de Montcorbau, esconde sus escasas carnes a la vera del camino.
—Todos estos pueblos son muy ruines, ¿verdad, usted?, son muy poca cosa. ¡Buena diferencia con mi pueblo! ¿Verdad, usted?
Desde Vilac, en su repecho, se ve Mig Aran y, en el fondo de la cazuela, el racimo de casas de Viella.
—Eso ya es otra cosa, pero tampoco es para tanto, ¿verdad, usted?
El chófer de la camioneta se llama Pedro.
—Pedro Puyuelo Cazcarra, para servirle; mis amigos me dicen Perico, a mí no me parece mal.
Para Pedro Puyuelo Cazcarra, Perico, patriota de Monzón, provincia de Huesca, no hay tierra como la suya (ni fruto como el madroño, ni estropajo, etc.); el viajero es muy respetuoso con los patriotismos (ya no lo es tanto con los nacionalismos, etc.).
—¿Paramos un poco, para que la franchuta se refresque?
—Como guste.
La franchuta es la camioneta de Pedro Puyuelo Cazcarra, Perico, una vieja Berliet que polleó cuando la Dictadura y a la que remozaron, carrozándola a golpes de pura artesanía, en el taller de Melchor Torres, en Monzón.
—¿Y por qué le llama usted la franchuta?
—¡Hombre! De alguna manera tenía que llamarla, ¿verdad, usted?
Llir, en cuanto la franchuta se detuvo, se echó afuera y se fue a dar una vuelta por el pueblo poniendo cara de inspector; los perros son animalitos muy ordenancistas y consuetudinarios que recuerdan siempre lo que han conocido una vez, y a los que gusta ver todo en orden y como Dios manda. Pedro Puyuelo Cazcarra, Perico, y el viajero entraron en una taberna a tomarse un par de vasos. Antes, Pedro Puyuelo Cazcarra, Perico, levantó el capot a la franchuta para que se refrescase más de prisa y a gusto.
—La franchuta es muy agradecida, ya me lo dijo el Antoñejo, el de doña Pura, cuando me la vendió. ¿Conoce usted al Antoñejo, el de doña Pura? El Antoñejo es de Tamarite de Litera, al lado de mi pueblo; la doña Pura murió hace cosa de dos años, era ya muy vieja y además la atropelló el tren. A la franchuta, un servidor la cuida con mucho miramiento: le doy toda el agua que requiere, la dejo descansar, la llevo siempre con el aceite a nivel. Cuidándola un poco, tengo franchuta para toda la vida; ya me lo dijo el Antoñejo, el de doña Pura. ¡Pobre doña Pura! Si no la mata el tren, la doña Pura hubiera cumplido cien años. ¡Mala cosa, esta de los atropellos!, ¿verdad, usted?
—Pues, hombre, sí.
Pedro Puyuelo Cazcarra, Perico, era un dialéctico incansable; cuando empezaba a hablar, no había quien lo parase.
—¡Qué barbaridad! ¡La cantidad de gente que atropella el tren, al cabo del año! ¿Hace otro vasito? Espere usted, que voy a por unas cerezas, para picar… ¿Y de los camiones? ¿Qué me dice usted de los camiones? ¡Qué barbaridad! ¡La cantidad de gente que atropellan los camiones, al cabo del año! ¿Y animales? ¡Huy! ¡Animales, a cientos! Animales de todas clases: perros, gatos, pollos, ovejas, tocinos, caballerías…, ¡de todo!
Viella, bajo la lluvia, cobra un impreciso aspecto funerario y patético, desmayadamente patético, con el agua escurriendo por los pinos y negruzcos tejados, y las calles vacías y solitarias bajo el cielo color panza de burro.
—A mí que no me digan, pero ¡donde esté el sol de Monzón!
Cuando el perro Llir regresó de su descubierta, Pedro Puyuelo Cazcarra, Perico, puso en marcha a la franchuta, le echó agua en el radiador y le bajó el capot, que sujetó con un candado grande como un cencerro.
—Esto es para que los jodíos muchachos no echen arena dentro. ¡Los hay que son mismo de la piel del diablo!
Pedro Puyuelo Cazcarra, Perico, no era partidario de que los muchachos anduvieran hurgándole en la franchuta.
—Cada cual defiende lo suyo, ¿verdad, usted?
—Claro.
Pedro Puyuelo Cazcarra, Perico, dio la orden de echarse otra vez a la carretera; el que manda, manda, y al mandado no le queda más que obedecer. El viajero, ni para frenar al destino ni cáscaras, que al destino —cuando se arranca— no lo frenan ni la paz ni la caridad, sino porque era su gusto, invitó al último vaso.
—¿Hace la espuela?
—Hace.
La carretera deriva a estribor para acercar el mundo a los caseríos de Gausac y Casau; después enfila la artiga del río Nere y, siempre al lado de las aguas y en soledad, llega hasta la boca del túnel.
—¡Qué triste es esto!, ¿verdad, usted?
La artiga del río Nere es profunda y umbría y soledosa: como el lejano y frío eriazo que se levanta donde crían los últimos lobos y el valle tropieza con los montes.
—¡Mire usted que decir Nere en vez de Negro, como todo el mundo! ¡También son ganas de hablar mal!, ¿verdad, usted?
Desde Viella hasta el túnel hay poco más de siete kilómetros de remordedor aburrimiento. Hace ya más de un siglo —hace ya siglo y cuarto—, don Pascual Madoz defendió la solución del túnel de Viella para comunicar a Francia con España por el Pirineo central e incorporar, de hecho, a la tierra aranesa, que no era española más que en el papel. También tuvo sus defensores el trazado por el puerto de Clarabide, para caer a la plana de Ainsa, en Huesca; este camino hubiera sido de muy duro perfil en su vertiente española, sobre los barrancos del río Cinca y de su afluente el Cinqueta, y más difícil y costoso; de otra parte, la ruta por Ainsa seguía dejando al valle de Arán fuera de la red de comunicaciones de España.
El proyecto que defendía Madoz era de los ingenieros franceses Auriol y Partiot y, en sus grandes líneas, fue el que acabó prosperando. La carretera —nos dice don Pascual Madoz— supone la perforación del Pirineo por la cresta de Viella o garganta del Toro, en que debe abrirse un túnel de 2906 metros, con 1579 metros sobre el nivel del mar. El lugar por donde se acabó haciendo es, más o menos, el entonces previsto. El túnel tiene cinco kilómetros y sus bocas están, la norte a 1400 metros, y la sur a 1635. En lo que sí se equivocó don Pascual fue en la previsión del tiempo necesario, ya que calculó que podría terminarse en tres años y setenta días y pasaron más de cien hasta que se le desolló el rabo. El túnel de Viella es el respiradero español de Arán, practicable —salvo meteorologías y otros desmanes— en todo tiempo.
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