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Amélie Nothomb - Biografí­a del hambre

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Amélie Nothomb Biografí­a del hambre
  • Libro:
    Biografí­a del hambre
  • Autor:
  • Editor:
    Lectulandia
  • Genre:
  • Año:
    2004
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Biografí­a del hambre: resumen, descripción y anotación

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Nos hallamos ante un libro autobiográfico que también es una apología del apetito. No obstante haber padecido anorexia durante dos años, en el relato explica su vida a través del hambre y reivindica una glotonería en muchos registros: hambre de lenguas, de libros, de alcohol, de chocolate, ansia de belleza y de descubrimientos... Amélie Nothomb afirma que tiene «un apetito absoluto», al que asedia en este relato en todas sus formas, del éxtasis al horror, mientras se dibuja en filigrana la complicada paradoja de existir.

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Existe un archipiélago oceánico llamado Vanuatu, antiguamente Nuevas Hébridas, que nunca ha conocido el hambre. A lo largo de Nueva Caledonia y de las islas Fidji, y durante milenios, Vanuatu ha gozado de dos virtudes raras por separado y cuya alianza resulta todavía más rara: la abundancia y el aislamiento. Es cierto que, tratándose de un archipiélago, esta última virtud raya el pleonasmo. Pero así como conocemos islas muy frecuentadas, nunca vimos unas islas tan poco visitadas como las Nuevas Hébridas.

Es una extraña verdad histórica: nunca nadie ha deseado ir a Vanuatu. Incluso la desheredada geografía que, por ejemplo, constituye la isla de la Desolación tiene sus adoradores: su abandono tiene algo de atractivo. Aquel que desee subrayar su soledad o dárselas de poeta maldito causará la mejor de las impresiones diciendo: «Acabo de regresar de la isla de la Desolación.» Quien regresa de Las Marquesas despertará una reflexión ecológica, quien vuelva de la Polinesia recordará a Gauguin, etc. Regresar de Vanuatu no provoca reacción alguna.

Y resulta aún más curioso si se tiene en cuenta que las Nuevas Hébridas son unas islas encantadoras. Incluyen los accesorios oceánicos habituales que desencadenan los sueños: palmeras, playas de arena fina, cocoteros, flores, vida regalada, etc. Podríamos parafrasear a Vialatte y decir que se trata de unas islas tremendamente insulares: ¿por qué la magia de la insularidad, que funciona con la más mínima roca emergente, no funciona cuando se trata de Vaté y de sus hermanas?

Todo transcurre como si Vanuatu no interesara a nadie.

Este desinterés me fascina.

Tengo ante mis ojos el mapa de Oceanía del antiguo Larousse de 1975. En aquella época todavía no existía la república de Vanuatu: las Nuevas Hébridas eran un condominio franco-británico.

El mapa habla por sí solo. Oceanía está dividida por esos fenómenos absurdos y maravillosos que constituyen las fronteras marítimas: es complicado y riguroso, igual que el cubismo. Hay un lado que guarda cierto parecido con la teoría de los conjuntos: así, las Wallis tienen una intersección con las Samoa, las cuales a su vez parecen pertenecer a las Cook; parece chino. Se descubren complejidades políticas, incluso crisis al rojo vivo: una polémica enfrenta a los Estados Unidos y al Reino Unido por culpa de las islas de La Línea, igual de poco conocidas bajo la fabulosa denominación de Espóradas ecuatoriales. Las Carolinas, que se las apañan para pertenecer simultáneamente a Australia, Nueva Zelanda y Gran Bretaña, alcanzan la cima de la perversidad al estar, sin embargo, bajo tutela inglesa. Etc.

Se diría que Oceanía es el elemento excéntrico del atlas. Entre tanta rareza, Vanuatu destaca por su atonía. No tiene excusa: haber estado bajo el dominio conjunto de dos países tan tradicionalmente enemigos como Francia y Gran Bretaña y ni siquiera haber logrado suscitar el más mínimo litigio es una prueba de mala voluntad. Haber conquistado su independencia sin que nadie la discuta, eso da un poco de pena —¡y sin que nadie hable de ello!

Desde entonces, Vanuatu está enojado. Ignoro si las Nuevas Hébridas ya lo estaban antes. Pero Vanuatu lo está de un modo incontestable. Tengo pruebas. Los azares de la vida han hecho que recibiera un catálogo de arte oceánico, dirigido a mi nombre (¿por qué?) por parte de su autor, súbdito de Vanuatu. Este señor, cuyo patronímico es tan complicado que ni siquiera consigo copiarlo, está enojado conmigo, a juzgar por sus breves líneas manuscritas:

Para Amélie Nothomb

Sí, ya lo sé, le importa un bledo.

Firma

11/7/2003

Abrí los ojos de par en par al leer semejante comentario. ¿Por qué ese individuo decretaba, sin haberme visto jamás, que su catálogo suscitaría en mí una indiferencia tan grosera?

Así pues, en mi absoluta ignorancia, hojeé aquel libro de imágenes. Es notorio que no entiendo nada sobre la materia: mi opinión es la menos interesante del universo. Eso, no obstante, no significa que no tenga opinión.

Vi unos sorprendentes amuletos de Nueva Guinea, elegantes tejidos pintados de las islas Samoa, hermosos abanicos de las islas Wallis, notables recipientes de madera de las islas Salomón, etc. Pero a la que un objeto destilaba aburrimiento, ni siquiera me hacía falta mirar el pie de foto: se trataba de un peine (o de una máscara, o de una efigie) originaria de Vanuatu, que se parecía singularmente a los peines (o a las máscaras, o a las efigies) que se ven en el noventa y nueve por ciento de los museos de antiguallas municipales del mundo entero, donde uno suspira al tener que contemplar los eternos pedazos de sílex o los collares de dientes con los que nuestros lejanos ancestros consideraron necesario llenar sus cuevas. Exponer semejantes cosas siempre me ha parecido tan absurdo como si los arqueólogos del futuro insistieran en exponer nuestros tenedores de plástico y platos de cartón.

Todo transcurrió como si, de antemano, ese señor de Vanuatu hubiera sabido que las baratijas de su país no iban a impresionarme. Lo peor es que estaba en lo cierto. Lo que quizá no había previsto era que aquello iba a atraer mi atención.

Mirándolo más detenidamente, otro detalle de aquel catálogo me intrigó. Un motivo recurrente en el arte oceánico primitivo parecía ser el yam: el ñame, que viene a ser la patata de Oceanía, objeto de auténtico culto. Cuidado con aquellos que se burlarán al leer esto: nuestros hombres prehistóricos también dibujaron sus alimentos. Y sin remontarnos tanto en el tiempo, ¿acaso nuestras naturalezas muertas no rebosan de comida?

A los que pudieran replicarme diciendo: «¡De todos modos, patatas!», respondo que cada uno tiene el caviar que puede. La única constante en la representación artística de los alimentos es que el dibujante (escultor, pintor, etc.) elige manjares raros, y nunca ordinarios. Así, se ha podido demostrar que los hombres de Lascaux se alimentaban exclusivamente de carne de reno —y no existen imágenes de reno en las espléndidas paredes de la catedral. Sempiterna ingratitud del espíritu humano, que prefiere glorificar los pájaros hortelanos y el bogavante antes que el pan al que debe la vida.

En pocas palabras, si los oceánicos han representado el ñame con tanta profusión, significa que era su plato de los días festivos, que resultaba difícil cultivar aquellos tubérculos. Si las patatas eran raras en nuestros cultivos, comer puré sería un acto de esnobismo.

Sin embargo, en el catálogo ningún ñame, ni de hecho ninguna otra representación alimentaria, era originaria de Vanuatu. No había duda, esa gente no soñaba con alimentos. ¿Por qué?

Porque no tenía hambre. Nunca había tenido hambre.

Otra constatación: de todas las islas de Oceanía, la que más había representado el ñame y otros alimentos era Nueva Guinea. También era la isla cuya creación artística me había parecido más rica, viva y original —y no sólo en sus efigies «nutritivas», también en unos objetos de una auténtica sofisticación. ¿Cómo no deducir en primer lugar que esa gente había tenido hambre, y acto seguido que todo eso los había despertado?

Los azares definitivamente propicios de la existencia hicieron que, poco tiempo atrás, conociera a tres súbditos de Vanuatu. Su aspecto era formidable: aquellos tres hombres parecían baobabs.

Tenían del árbol su misma dimensión, la exuberante cabellera y, si me lo permiten, la mirada: unos enormes ojos adormecidos. No hay en esa expresión ningún matiz peyorativo, el sueño no es ninguna tara.

Coincidí en una comida junto a esos tres individuos. En la mesa, los otros comensales comían, es decir que parecían tener apetito y, por consiguiente, engullían bocados a un ritmo sostenido.

Los tres hombres, en cambio, apenas tocaban los alimentos —no a la manera de los ascetas, sino de quien está a punto de levantarse de la mesa. Alguien les preguntó si el plato no era de su agrado: uno de ellos respondió que estaba muy bueno.

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