P artes de esta autobiografía, en diversas formas, han aparecido en GOOD, Tin House, Autostraddle, The Toast, xoJane y Brevity.
Gracias a Ley y orden: Unidad de Víctimas Especiales por estar siempre en la televisión y poder contar con algo conocido de fondo mientras escribo.
Quiero dar las gracias a Maya Ziv, Cal Morgan, Kate D’Esmond, Amanda Pelletier y Emily Griffin de Harper-Collins por la intensidad y la rotundidad con las que han apoyado este libro. Maya, que fue la primera en adquirirlo, siempre ha sido su más ferviente defensora, y Emily ofreció unas generosas y perspicaces revisiones que ayudaron a dar forma al libro hasta que adoptó el aspecto que ahora tiene.
Gracias al «Equipo Gay», que incluye a mi increíble agente literaria, Maria Maddie, a mi agente para temas de cine y televisión, Sylvie Rabineau, a mis agentes de servicio, Kevin Mills y Trinity Ray, y a mi abogado, Lev Ginsburg.
Gracias a Sarah Hollowell, una hermosa mujer a la que conocí en el Taller de Escritores del Medio Oeste, que me enseñó más de lo que ella jamás sabrá sobre mi derecho a ocupar espacio, a defender mi cuerpo y a sentirme guapa con el cuerpo que tengo.
Gracias a mis amigos Lisa Mecham, Laurence José, Alissa Nutting, Jami Attenberg, Molly Backes, Brian Leung, Terry McMillan, Lidia Yuknavitch, Mensah Demary y Brian Oliu. Muchas gracias también a todos los que me he olvidado de mencionar, porque siempre me olvido de alguien, y me disculpo por ello.
Gracias a mi familia, que siempre me ha profesado un amor incondicional y se ha asegurado de que nunca olvide que siempre tendré un hogar al que volver: Michael y Nicole Gay, Michael Gay Jr., Jacquelynn Camden Gay y Parker Nicole Gay, Joel y Hailey Gay, Sony Gay, Marcelle Raff, Mesmin Destin y Michael Kosko.
Encontré el valor de escribir Hambre gracias al apoyo de mi mejor amiga, Tracy, que me ve y me acepta por cómo soy, que me ha enseñado a usar Snapchat y siempre me hace reír. Gracias, gracias, gracias.
01
T odos tenemos un relato y una historia. Aquí ofrezco los míos con la autobiografía de mi cuerpo y de mi hambre.
02
L a historia de mi cuerpo no es una historia de triunfo. Esto no es una autobiografía sobre perder peso. No habrá imágenes de una versión más delgada de mi cuerpo, ni aparecerá mi esbelta figura impresa en la cubierta del libro, metida en una sola pierna de mis antiguos pantalones vaqueros de persona gorda. Este no es un libro que vaya a ofrecer motivación. Carezco de toda poderosa intuición sobre qué se necesita para superar un cuerpo y un apetito ingobernables. Mi historia no es una historia de éxito. Mi historia es, simplemente, una historia verdadera.
Desearía muchísimo poder escribir un libro sobre la pérdida exitosa de peso y sobre cómo aprendí a convivir de un modo más eficaz con mis demonios. Desearía poder escribir un libro sobre sentirme en paz y amarme plenamente, sin importar mi talla. En lugar de eso, he escrito este libro, y ha supuesto la experiencia de escritura más difícil de toda mi vida, mucho más desafiante de lo que jamás hubiera podido imaginar. Cuando tomé la decisión de escribir Hambre, estaba segura de que las palabras surgirían fácilmente, tal y como suele ser habitual. ¿Y acaso habría algo más sencillo que escribir sobre el cuerpo en el que he vivido los últimos cuarenta años? Sin embargo, pronto me di cuenta de que no solo estaba escribiendo una autobiografía de mi cuerpo: me estaba obligando a contemplar lo que mi cuerpo ha tenido que soportar, todo el peso ganado y lo duro que ha sido tanto vivir con este peso como perderlo. Me he visto obligada a examinar secretos que encierran una gran culpabilidad. Me he abierto en canal. Estoy expuesta. Y esto no es nada cómodo. No es fácil.
Desearía haber tenido las dosis de fuerza y voluntad suficientes para ofreceros el relato de un triunfo. Persigo esta fuerza y esta voluntad. Estoy decidida a ser más que un cuerpo, más que todo lo que mi cuerpo ha soportado, en lo que se ha convertido. Un empeño que, no obstante, no me ha llevado demasiado lejos.
Escribir este libro supone una confesión. Estas son mis partes más feas, más débiles, más al desnudo. Esta es mi verdad. Esto es una autobiografía de mi cuerpo porque, por regla general, las historias de cuerpos como el mío se ignoran, desestiman o ridiculizan. La gente ve cuerpos como el mío y empieza a conjeturar. Piensan que conocen el porqué de mi cuerpo. No tienen ni idea. Esta no es una historia de éxito, pero es una historia que exige ser contada y que merece ser escuchada.
Este es un libro sobre mi cuerpo, sobre mi hambre y, en última instancia, sobre desaparecer y estar perdida y desear con todas tus fuerzas reconocimiento y comprensión. Es un libro sobre aprender —por muy lento que este aprendizaje pueda ser— a permitir que me vean y me comprendan.
03
P ara contaros la historia de mi cuerpo, ¿os digo cuánto pesaba cuando llegué a mi peso máximo? ¿Os digo la cifra, la vergonzosa verdad que nunca deja de asfixiarme? ¿Os cuento que sé que no debería entender la verdad de mi cuerpo como algo vergonzoso? ¿O bien os digo simplemente la verdad mientras aguanto la respiración y espero a que me juzguéis?
En mi peor momento llegué a pesar 261 kilos, midiendo metro noventa. Una cifra apabullante que difícilmente consigo admitir, pero en un momento determinado esa fue la verdad de mi cuerpo. Conocí esta cifra en una Clínica Cleveland en Weston (Florida). No sé cómo permito que las cosas se descontrolen hasta tal punto, pero lo hago.
Mi padre me acompañó a la Clínica Cleveland. Tenía casi treinta años. Era julio. Fuera hacía calor y bochorno y había verdor por todas partes. En la clínica, el aire era glacial y antiséptico. Todo era muy sofisticado y estaba construido a base de madera cara y de mármol. Pensé: «Así es como voy a pasar las vacaciones de verano».
En la sala de reuniones había otras siete personas que habían acudido para asistir a una sesión de orientación antes de someterse a una cirugía de bypass gástrico: dos tipos gordos, una mujer con ligero sobrepeso y su marido, que estaba delgado, dos personas con batas de laboratorio y otra mujer grande. Mientras miraba a mi alrededor, hice lo que tienden a hacer las personas gordas cuando se juntan con otras personas gordas: me medí en relación a su tamaño. Era más grande que cinco de esas personas, más pequeña que dos de ellas. Al menos eso es lo que me dije. Por 270 dólares pasé buena parte del día escuchando hablar sobre los beneficios de alterar de forma drástica mi anatomía para perder peso. Era, así lo aseguraron los médicos, «la única terapia efectiva para la obesidad». Eran médicos. Se suponía que sabían qué era lo mejor para mí. Yo quería creerlos.
Un psiquiatra nos habló a los allí reunidos de cómo prepararnos para la cirugía, cómo lidiar con la comida una vez que nuestros estómagos se volvieran del tamaño de un pulgar, cómo aceptar que la «gente normal» (sus palabras, no las mías) de nuestras vidas posiblemente trataría de sabotear nuestra pérdida de peso porque ya nos había asignado la categoría de personas gordas. Aprendimos que, durante el resto de nuestras vidas, nuestro cuerpo se vería privado de nutrientes, que no volveríamos a ser capaces de comer o beber hasta media hora después de haber hecho una cosa o la otra. Se nos debilitaría el cabello, es posible que hasta se nos cayera. Nuestro cuerpo podría ser propenso al síndrome de Dumping, una contrapartida que cualquiera podrá descifrar sin necesidad de tener una gran imaginación. Y además, por supuesto, estaban los riesgos quirúrgicos. Podríamos morir en la mesa de operaciones o sucumbir a diversas infecciones en los días posteriores a la intervención.