Como en la fábula de Charles Perrault, en el Barba Azul de Nothomb hay un ogro seductor y misterioso, un castillo y una habitación secreta. Saturnine es una hermosa joven que acude impaciente a una cita para alquilar una habitación en París. El propietario de la mansión es un aristócrata español amante de la buena cocina y ávido lector de las actas de la Inquisición, pero también de los textos del místico Ramon Llull. Antes de la bella Saturnine, otras ocho mujeres le alquilaron una habitación y desaparecieron en misteriosas circunstancias. Como en los mejores cuentos de hadas, en esta fantasía siniestra la autora dosifica humor y horror, pervirtiendo y subvirtiendo la fábula en la que se inspira. «Este Charles Perrault, aderezado con la salsa Nothomb, tiene un aroma exquisito de azufre, de erudición y de humor».
Amélie Nothomb
Barba Azul
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Ariblack 24.04.14
Título original: Barbe bleue
Amélie Nothomb, 2012
Traducción: Sergi Pàmies
Editor digital: Ariblack
Corrección de erratas: r1.1 Dr.Doa
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AMÉLIE NOTHOMB. Escritora belga, nació, en la ciudad japonesa de Kobe el 13 de agosto de 1967. Durante sus primeros años de vida, como consecuencia de las obligaciones diplomáticas de su padre, esta admiradora de autores como Denis Diderot, Marcel Proust, Eric Emmanuel Schmitt, Jacqueline Harpman y Yoko Ogawa vivió en China, Estados Unidos, Laos, Birmania y Bangladesh.
Ya adolescente, esta mujer que domina a la perfección el idioma japonés y, desde 1992, no ha dejado de publicar obras de forma anual, se instaló en la capital de Bélgica para estudiar Filología Románica en la Universidad Libre de Bruselas, una institución en la que no se sintió demasiado cómoda debido a que su apellido recordaba a una familia de la alta burguesía católica y a un hombre de extrema derecha. De todas formas, Nothomb terminó allí su formación y, una vez que obtuvo la licenciatura, regresó a Tokio y comenzó a ganarse la vida como intérprete en una prestigiosa empresa.
Tiempo más tarde, esta aficionada del mundo de las letras encontraría en la escritura una eficaz vía de escape que le permitía expresar pensamientos y sensaciones y la alejaba del monstruoso mundo de la anorexia que la atrapó cuando sólo tenía 13 años de vida.
Ese periodo fue duro y se prolongó por varias temporadas pero, por fortuna, Amélie, quien se considera «una gran fetichista del chocolate», pudo dejar atrás esa etapa y centrar toda su atención en la literatura, un ámbito que le permitió darse a conocer y brillar a nivel internacional.
Estupor y temblores, Higiene del asesino, El sabotaje amoroso, Atentado, Metafísica de los tubos, Brillante como una cacerola, Cosmética del enemigo, Diccionario de nombres propios, Biografía del hambre, Diario de Golondrina y Ni de Eva ni de Adán son sólo algunos de los títulos que forman parte de la extensa producción literaria de esta novelista que, hasta el momento, ha recibido distinciones como el Premio Leteo y el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa.
Cuando Saturnine llegó al lugar de la cita, le sorprendió que hubiera tanta gente. Sospechaba que no sería la única candidata, desde luego; pero de ahí a ser recibida en una sala de espera en la que la precedían quince personas, iba un trecho.
«Demasiado bonito para ser verdad», pensó. «Nunca conseguiré que me elijan como coinquilina.» No obstante, como se había tomado libre toda la mañana, decidió esperar. Aquel magnífico lugar la invitaba a hacerlo. Era la primera vez que entraba en un palacete del distrito séptimo de París y no daba crédito al lujo, la altura de los techos y el sereno esplendor de lo que apenas constituía una antesala.
El anuncio especificaba: «Habitación de 40 m2 con cuarto de baño, libre acceso a una cocina amplia y equipada», por un alquiler de 500 euros. Debía de tratarse de un error. En todo el tiempo que llevaba buscando alojamiento en París, Saturnine había visitado tugurios infectos de 25 m2 sin siquiera baño por 1.000 euros al mes, que encontraban arrendatario. ¿Qué clase de embrollo escondía aquella milagrosa oferta?
A continuación se fijó en los otros aspirantes y se dio cuenta de que sólo había candidatas. Se preguntó si el coinquilinato era un fenómeno femenino. Todas aquellas mujeres parecían angustiadas y Saturnine las comprendía: ella también ansiaba quedarse con la habitación. Sin embargo, ¿por qué iban a elegirla a ella en lugar de a aquella dama de aspecto tan respetable o de esa mujer de negocios de impávido moldeado?
La mujer que estaba a su lado, que la estaba observando, respondió a su pregunta:
—Será para usted.
—¿Perdone?
—Es la más joven y la más guapa. La habitación será para usted.
Saturnine frunció el ceño.
—Esa expresión no le favorece —prosiguió la desconocida—. Cuando entre en el despacho, procure mostrarse más relajada.
—Déjeme en paz.
—No se enfade. ¿Acaso no conoce la reputación del propietario de este lugar?
—No.
La mujer se calló y adoptó una expresión misteriosa, aguardando a que Saturnine le mendigara más información. Saturnine se limitó a esperar, sabiendo que acabaría hablando de todos modos. Tal que así:
—No somos las primeras en presentarnos. Ocho mujeres ya consiguieron este coinquilinato. Todas han desaparecido.
—Puede que la habitación no les gustara.
—No lo ha entendido. No tuvieron oportunidad de manifestarse al respecto: nunca más se supo de ellas.
—¿Muertas?
—No. La muerte no es una desaparición.
La mujer parecía satisfecha por el efecto de sus palabras.
—¿Entonces por qué vienen? —preguntó Saturnine—. ¿Usted también desea desaparecer?
—No creo que me elijan. Pero es el único modo de conocer al propietario.
Saturnine evitó hacer la pregunta esperada; aquella cotilla la tenía harta, y seguía:
—Don Elemirio nunca sale de su casa. No hay fotografías ni retratos de él. Quiero saber cómo es. Son tantas las mujeres que se han enamorado locamente de este hombre.
Saturnine empezó a sentir deseos de esfumarse. Le horrorizaban los seductores. Por desgracia, estaba hasta la coronilla de buscar apartamento. La simple idea de tener que regresar de noche a Marne-la-Vallée, a casa de su amiga Corinne, le producía náuseas. Corinne trabajaba en Eurodisney y se sentía la mar de feliz compartiendo su apartamento de dos habitaciones con la joven belga, sin sospechar que ésta se sentía al borde de la asfixia cuando dormía en aquel sofá que apestaba a cigarrillos viejos.
—¿El anuncio especificaba el sexo? —preguntó Saturnine—. Aquí sólo hay mujeres.
—El anuncio no especificaba nada. Aparte de usted, todo el mundo está al corriente. ¿Es extranjera?
La joven no quiso decirle la verdad. Estaba harta de la sempiterna reacción («¡Oh! Tengo un amigo belga que...»): ella no era una amiga belga, era belga y no deseaba ser la amiga de nadie. Respondió: