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ESTAMBUL: EL TEXTO URBANO
«¿Cómo escribir sobre Constantinopla si todo ha sido dicho?», se lamentaba, no sin razón, a mediados del siglo XIX, uno de los autores románticos adeptos al sistema de l’éducation par le voyage. La proliferación de relaciones tocante a la capital del Imperio otomano desde fines del siglo XV hasta la fecha en que la visitó nuestro escritor es desde luego impresionante. Una recopilación bibliográfica sobre el tema incluye nada menos que 901 libros publicados entre 1501 y 1551. Si abarcamos la totalidad del siglo XVI, la suma de tratados, diarios y opúsculos acerca de Turquía y el Islam otomano asciende a más de dos millares de títulos. Esta ingente masa de informes compone un formidable corpus textual dotado de vida autónoma, en el cual los libros se apoyan unos en otros, se alimentan unos a otros hasta formar un verdadero árbol genealógico literario cuyas hojas, brotes y ramas extraen su savia de un tronco integrado a menudo de informes dudosos, relatos de segunda mano, fantasías, leyendas, mitos. Así, desde mediados del siglo XVI aproximarse a Estambul significa ante todo embeberse en un corpus escrito. Como veremos más tarde, los hechos, anécdotas, presuntas observaciones, descripciones del interior del Topkapi Sarayi pasan sin grandes variaciones de texto en texto, como si sus autores, enfrentados al enigma de la gran ciudad e incapaces de domesticar su exotismo, renunciaran a sus impresiones personales inciertas para refugiarse en la certidumbre impresa que les procuraban los libros. En el célebre Viaje de Turquía, atribuido sucesivamente a Cristóbal de Villalón, Andrés Laguna y Juan de Ulloa, los estudiosos señalan ya, junto a pasajes de agudeza admirable, otros tomados literalmente de Vicente Rocca, Menavino, Busbecq, Melons de Mans, etc. Desde la caída de Bizancio en 1453 en manos de los jenízaros de Mehmet II, el Imperio otomano se convirtió en un fantasma amenazador, cuyo poder iba a extenderse pronto desde el Oranesado a las puertas de Viena. Temido y odiado, pero respetado a causa de su fuerza y objeto también de una seducción secreta, el Gran Turco se adueñó de la imaginación del orbe cristiano, convocando como un imán sus repulsas, miedos, deseos. Como la Unión Soviética en la época de Stalin, atrajo a una pléyade de viajeros, curiosos, espías, diplomáticos, comerciantes que, a su regreso, escribían sus memorias y relatos para un público ansioso de novedad y emoción. La realidad importaba menos que la fidelidad a la imagen previa del adversario, la adaptación a las convenciones del género y leyes de verosimilitud. Las hazañas militares de los otomanos, su sistema político, fe religiosa, tolerancia, costumbres, fascinaban literalmente a los europeos: la topografía de Estambul era tan bien conocida por los lectores de 1600 como lo es hoy, gracias al cine, la de Nueva York o París. Pero los informes y testimonios de los visitantes reales o supuestos —llenos de elementos fantásticos transmitidos de generación en generación— pertenecen menos —como advirtió Maxime Rodinson refiriéndose a los escritos sobre el Islam y los árabes— a la historia del pensamiento occidental sobre los otomanos que «a la historia de la imaginación occidental» sobre el tema.
Durante cuatro siglos, los europeos desembarcarán en Constantinopla con su panoplia de clisés y estereotipos tocante al mundo oriental: curiosa mezcla de prejuicios acerca del despotismo otomano y fanatismo islámico con imágenes de Las mil y una noches traducidas por Galland. Lo que nos dirán los viajeros de 1800, por ejemplo, no añade gran cosa a lo referido antes por Tavernier, Chardin, Lucas, Tournefort o Niebuhr: el espectro del déspota, el silencio que lo rodea, las intrigas del harén y crueldades de los jenízaros son topoi obligados que, aunque desmentidos por los hechos, mantienen de ordinario su estricta vigencia. La fabricación del Otro —moro, sarraceno o turco— responde a un conjunto de reglas conforme a las cuales la no coincidencia de costumbres y rasgos se transforma en diferencia de esencias y a la postre en radical e insalvable oposición. Mientras las vicisitudes de la historia europea provocan una corriente de simpatía hacia la tolerancia religiosa de los otomanos, la imagen del Gran Señor cruel, sanguinario, moviliza contra su arbitrariedad plumas y conciencias. En el alma oriental elaborada ad usum, fatalismo, indolencia, lascivia desempeñan un papel primordial. Los visitantes contraponen la capital del Imperio otomano y sus gentes con el retrato de ambos trazado por sus antecesores y rechazan desconfiadamente cuanto no encaja en éste. Estambul se reduce así a una mera colección de tópicos, y el turco, de estampas de color local. Como dirá un alma enamorada del pintoresquismo otomano, resumiendo candorosamente las descripciones de un linaje interminable de viajeros, «el oriental tiene la mirada reposada y profunda, la boca tranquila y seria; un inviolable misterio envuelve su alma», etc.
«Si —como dice Marrou— la historia “no se hace únicamente con textos, pero sobre todo gracias a ellos, en virtud de su precisión que nada puede reemplazar”, un género híbrido, como el que cultivan los verdaderos o falsos viajeros a Turquía y Oriente, crea el objeto de su narración a fuerza de engarzar con una sucesión infinita de referencias previas, al extremo de que podría decirse “al principio fue el texto” y no el modelo real. La lectura de algunas fuentes del Viaje de Turquía y docenas de obras posteriores a la de nuestro brumoso autor nos lleva en cualquier caso a la siguiente conclusión: la visión individual o experiencia directa pesan muy poco frente al poder avasallador de la prueba escrita. La fidelidad a la verdad se mide en la exactitud de la copia: el turco real es el que figura en los libros».
ESPLENDOR Y CAÍDA DE LOS OTOMANOS
La máquina guerrera del Gran Turco, disciplina de sus ejércitos, buen funcionamiento de la Administración, riqueza y esplendor de los monumentos de Estambul y otras ciudades del Imperio en tiempos de Solimán el Magnífico eran objeto de envidia y admiración de todas las potencias europeas. Dicha situación de superioridad, pese a los primeros reveses militares —Lepanto, el asedio frustrado a Viena—, se mantuvo a lo largo del siglo XVII. Luego, paralelamente al declive del Imperio español, el poder otomano entra en una fase de lenta e irreversible decadencia. La serie extraordinaria de los diez primeros sultanes de la casa de Osmán, dice Jucherau de Saint Denis en su