Introducción
Querida lectora, querido lector:
Nada supera la inmediatez y autenticidad de una carta. Las personas tenemos el instinto de dejar constancia sobre papel de los sentimientos y recuerdos que podrían perderse en el tiempo, para luego compartirlos. Nos mueve una necesidad desesperada de confirmar relaciones, vínculos de amor u odio, porque el mundo no se detiene nunca y nuestras vidas son una serie de principios y finales: se diría que tal vez, por el hecho de ponerlos por escrito, pueden volverse más reales, incluso eternos. Las cartas son un antídoto literario contra el carácter efímero de la vida —y, por descontado, contra la irregularidad e insuficiencia de internet—. Goethe, que reflexionó a menudo sobre su magia, las consideraba «el recuerdo más relevante que una persona puede legar». Y son intuiciones acertadas: mucho después de que los protagonistas hayan muerto, sus cartas siguen viviendo. Por otro lado, en materia de política, diplomacia o guerra, las órdenes y las promesas se tienen que documentar. A través de una misiva pueden lograrse cosas muy diversas, y todas ellas se celebran en el presente libro.
Se han publicado muchas antologías de cartas peculiares y divertidas, pero las de esta colección se han escogido no solo porque resultan entretenidas, sino porque de un modo u otro han transformado los asuntos humanos, ya sea en la guerra o en la paz, en el arte o la cultura. Nos permiten adentrar la mirada en vidas fascinantes, a través de los ojos de un genio o de un monstruo, o también de una persona corriente. Aquí hallaremos epístolas de muchas culturas, tradiciones, países, razas: del antiguo Egipto y la Roma antigua a la América moderna, África, la India, China y Rusia. En este último país he realizado gran parte de mi trabajo como historiador, y por eso podrán leerse aquí muchas voces rusas, de Pushkin a Stalin. En este volumen, entre otras cosas, se halla la lucha por derechos que hoy consideramos esenciales y las órdenes de cometer crímenes que nos resultan intolerables. También hay cartas de amor y cartas de poder de emperatrices, actrices, tiranos, artistas, compositores, poetas.
He seleccionado cartas escritas por faraones hace tres mil años, preservadas en bibliotecas olvidadas de ciudades caídas, y cartas escritas en este mismo siglo XXI . La epístola, ciertamente, tuvo una edad de oro: los quinientos años comprendidos entre la Edad Media y la generalización del uso del teléfono, en la década de 1930; y vivió un declive muy marcado en los últimos diez años del siglo XX , con la llegada de los móviles e internet. Lo pude ver con mis propios ojos al investigar en los archivos de Stalin: durante los años veinte y treinta, Stalin escribió largas cartas y apuntes a los miembros de su entorno, así como a algunos extranjeros, en particular cuando estaba de vacaciones en el sur; pero cuando se instaló una línea de teléfono segura, el correo se interrumpió de forma abrupta.
Las cartas ya eran de uso corriente entre los gobernantes y las élites al poco de inventarse la escritura; pero no son tan solo un instrumento de gestión ideal, sino mucho, mucho más. Durante los últimos tres milenios, han sido el equivalente de la suma actual de nuestros periódicos, teléfonos, radio, televisión, correo electrónico, mensajes de móvil y blogs. Esta antología incluye cartas escritas originalmente en cuneiforme, uno de los sistemas de escritura más antiguos del mundo, usado en el Próximo Oriente durante las edades de Bronce y Hierro. Con un punzón de caña (el «estilo») se grababan los signos sobre una tablilla de arcilla húmeda que luego se dejaba secar al sol.
También hay cartas redactadas en papiros —láminas extraídas del tallo de la planta del mismo nombre— y en pergamino o vitela —piel adobada y seca, más resistente que el papiro—, hasta la creación del papel. Este se inventó en China, hacia el 200 a. C., y fue difundiéndose por el Asia central hasta alcanzar Europa, donde su producción económica y sencilla lo convirtió, desde el siglo XV , en un material aún más conveniente, económico y fácil de conseguir. La escritura epistolar vivió su apogeo entre el siglo XV y principios del siglo XX no solo por la buena disponibilidad de papel, sino también porque viajar era más sencillo, la mensajería era menos complicada y se desarrollaron servicios postales.
La carta era práctica, pero este calificativo se quedaría corto: formaba parte de un nuevo Estado de orden: de derecho y contratos, de gobierno y finanzas responsables y de moralidad pública. Pero por encima de todo, suponía un nuevo estado de ánimo, con ideas frescas y visiones modernas de cómo vivir, que daba importancia a la vida privada a la vez que a la esfera pública, con una percepción cada vez más clara de la sociedad internacional y la conciencia personal.
Algunas misivas se dirigían al ámbito público, otras debían preservarse con el mayor de los secretos. La diversidad de usos es uno de los mayores encantos de una colección como esta. En su inmensa mayoría, las cartas han servido para solventar temas prácticos de escaso interés: comprar productos, pagar facturas, organizar reuniones. Sin embargo, en la fase culminante de la escritura de epístolas como arte y como instrumento, el redactor podía pasar muchas horas en el escritorio, a veces con una luz deficiente, trabajando obsesivamente. Catalina la Grande se despreciaba a sí misma tildándose de «grafómana» (también se calificaba de «plantómana» por lo mucho que le gustaba la jardinería), pero la única forma de dirigir un imperio, una guerra, un Estado era mediante la redacción frenética de cartas. Esto permitía a sus autores proyectar la existencia más allá de sus estancias, casas, pueblos y países, y llegar a otros mundos, a sueños remotos. Era un deber —y también un pasatiempo— físicamente agotador. Un correo electrónico o un mensaje de móvil no son arduos, al contrario: quizá resultan demasiado sencillos, tan informales que no respetamos el poder de las propias palabras; aunque por descontado la brevedad, la rapidez y la emoción de los mensajes modernos explican por qué son no solo adictivos, sino esenciales en todas las vidas de hoy. Hasta principios del siglo XX , pocas personas, ni siquiera los jefes de Estado, tenían oficinas que los ayudaran con su vasta correspondencia; la mayoría respondía y sellaba —en parte, por seguridad— sus propias cartas, y eso engloba a personajes de este libro tan destacados como Lincoln, la ya mencionada Catalina o Nicolás II, que podía encargarse hasta de pegar los sellos postales. Incluso al terminar una batalla, cuando los campos aún estaban repletos de cuerpos temblorosos o hechos trizas, un general exhausto se sentaba en alguna residencia medio derruida para redactar, durante toda la noche, las cartas que anunciarían su victoria al mundo.