Agradecimientos
Emprendí la escritura de este libro, en un lenguaje que no era aún enteramente el mío, con dudas. Por hábito y temperamento, una prosa más tersa de la que se espera de un libro de divulgación era más natural para mí. Pero, a instancias de varios amigos, seguí adelante. Había dos razones. La razón mejor articulada era una comprensión creciente de que, para tener impacto, un escritor necesita a veces ir más allá del formato de las revistas científicas de circulación limitada. La razón más evasiva era una necesidad de reconectar mis vidas rusa y americana (de longitud casi exactamente igual en el momento de escribir esto) mediante una narración intelectual personal y continua.
Tengo una deuda de gratitud con muchas personas. Con Oliver Sacks, un íntimo amigo desde hace muchos años; la propuesta misma de escribir un libro para el gran público probablemente no se me hubiera ocurrido sin el ejemplo de Oliver. Con Dmitri Bougakov, por la edición técnica, la verificación de hechos y referencias y la ayuda en diseñar ilustraciones. Con Laura Albritton, quien colaboró en la edición del manuscrito. Con Fiona Stevens de Oxford University Press, que ayudó a llevar el libro hasta su publicación. Con Sergey Knyazev por sus intuitiva discusión de las analogías del cerebro y los computadores. Con Vladimir y Kevin por darme la oportunidad de aprender de sus situaciones. Con los aquí llamados Toby y Charlie así como Lowell Handler y Shane Fistell por compartir sus historias vitales y permitirme describirlas en este libro. Con el padre de Kevin por permitirme escribir sobre su hijo. Con Robert Iacono por compartir su experiencia con la cingulotomía. Con Peter Fitzgerald, Ida Bagus Made Adnyana, Kate Edgar, Wendy James, Lewis Lerman, Jae LlewellynKirby, Gus Norris, Martin Ozer, Peter Lang, Anne Veneziano, y los revisores anónimos de Oxford por los valiosos comentarios sobre el manuscrito. Con Brendon Connors, Dan Demetriad, Kamran Fallahpour, Evian Gordon y Konstantin Pio-Ulsky por ayudar a crear algunas de las imágenes utilizadas en el libro. Con mis pacientes, amigos y conocidos que dieron forma a mi trabajo con sus vidas, tragedias y triunfos, y me dieron permiso para escribir sobre ellos. Con mis estudiantes, que proporcionaron una audiencia cautiva frente a la cual fui capaz de ensayar fragmentos del libro. Con los diseñadores del miniordenador Psion, que me facilitaron el escribir todo el libro tal como se me ocurría en los sitios más increíbles. El libro está dedicado a Alexandr Romanovich Luria, quien definía los lóbulos frontales como el «órgano de la civilización» y quien tuvo un impacto en mi carrera mayor de lo que yo podía imaginar cuando era estudiante.
Nueva York
E. G.
Epílogo
Para cuando escribí este libro había pasado periodos de mi vida casi exactamente iguales en el Este y en Occidente, y según las previsiones más realistas yo había entrado en su tercio final: el tiempo de integración, una tarea ejecutiva. Visto en retrospectiva, mi propio viaje intelectual ha sido una amalgama y una mezcla de influencias derivadas de estos dos mundos. En la medida en que puedo reclamar un estilo intelectual y científico propio, este fue configurado por esta fusión. Soy un hombre del Este con ropaje cultural occidental, por así decir. En el comienzo de la sexta década de mi vida, el nómada que hay en mí se reafirma. Desarrollo mi trabajo clínico en Nueva York, hago mi investigación en Sidney y doy conferencias por todo el mundo.
Y por primera vez desde que dejé Rusia hace un cuarto de siglo, me encuentro sintiendo un vivo interés por los tropiezos de su difícil andadura hacia un paradigma más ilustrado de economía y gobierno. En la escritura de este libro, en mi investigación y en mi práctica clínica cuento con la ayuda de mis tres asistentes rusos, Dmitri, Peter y Sergey, que trabajan en mi consulta del centro de Manhattan, todos ellos jóvenes que representan el futuro de esa cultura y no su pasado. Las vidas de los amigos íntimos a quienes hace muchos años había confiado mis planes de dejar el país han divergido profesional y personalmente, lo que refleja los cambios que transformaron Rusia desde que yo salí de allí. Peter Tulviste se convirtió en el primer rector de la Universidad de Tartu tras la independencia en su Estonia nativa, finalmente libre. Slavik Danilov es coronel y profesor de psicología en una academia militar en Rusia. Natasha Korsakova es una investigadora destacada de la demencia de Alzheimer y enseña en la Universidad Estatal de Moscú. Lena Moskovich vive en Boston, donde investiga en neurología conductual. Ekhtibar Dzafarov también dejó Rusia y ha enseñado en varias universidades de Europa y Estados Unidos.
Y ahora que finalmente está escrito este libro, planeo un viaje a Moscú, por primera vez desde que lo dejé cuando era la capital de un país diferente. Daré un paseo por las calles donde mantuve mi decisiva conversación con Alexandr Romanovich, y algunas de estas calles tendrán nombres diferentes, pues ya no existe el Panteón soviético; pero otras, como Arbat, lo conservarán. Visitaré a amigos y trataré de conectar de nuevo con los lugares de mi juventud y hacerme una idea de la nueva Rusia. Luego volveré a Nueva York, pero esperanzado con la sensación de que lo que fue mi casa ya no es un lugar extraño.
Este libro empezó con la discusión del cerebro y terminó con la discusión de la sociedad y la historia. El paradigma se ha invertido. En la historia de las ideas es habitual utilizar los conceptos de una ciencia más madura como metáfora heurística para una ciencia más embrionaria. Durante siglos la neurociencia ha sido la ciencia embrionaria que tomaba prestadas sus metáforas de disciplinas más desarrolladas: de la mecánica (las bombas hidráulicas del siglo XVII), de la ingeniería eléctrica (la centralita telefónica de principios del siglo XX), y de la ciencia de los computadores (la segunda mitad del siglo XX). Pero ahora la ciencia del cerebro se está haciendo adulta y puede estar lista para ofrecer sus propias metáforas heurísticas que arrojen luz sobre otros sistemas complejos, incluyendo la sociedad.
La ciencia del cerebro ha estado siempre en la frontera entre la ciencia dura y las humanidades, y es precisamente esta fusión la que me llevó a ella hace muchos años. El nombre de Descartes se cita a menudo cuando se examina la historia de la exploración mente-cerebro. Pero yo saqué mi primera inspiración del contemporáneo de Descartes, y colega iconoclasta, Baruch Spinoza. A diferencia de Descartes, Spinoza no creía en la dualidad de espíritu y materia. Él entendía a Dios como las leyes del universo y no como su creador, y buscaba principios unificadores.
A los doce años, mientras curioseaba en la biblioteca de mi padre, como solía hacer, tropecé con una traducción rusa en dos volúmenes de la Ética de Spinoza; fue la primera vez que supe de él. Leyendo los oscuros escritos, llegué a sus «teoremas éticos demostrados según el método deductivo». Este fue uno de los momentos más importantes en lo que se refiere a mi historia cognitiva personal. Siempre me he sentido atraído hacia las matemáticas y hacia las humanidades y la historia, pero no especialmente hacia las ciencias naturales, lo que constituye una configuración de intereses poco habitual. Y estaba evidentemente interesado en la vida de la mente, aunque no muy impresionado por lo poco que yo sabía en esa época de la psicología como disciplina. Spinoza fue una revelación para mí, pues me decía que estas áreas dispares podrían ser reunidas, y que temas en apariencia intrínsecamente imprecisos, como la mente, la sociedad y la vida de la mente en la sociedad, podrían enfocarse con métodos precisos.
Por supuesto, la empresa de Spinoza en el siglo XVII era ingenua para los cánones de hoy. Tampoco ejerció, según mi conocimiento, una influencia importante en la consolidación de los estudios de los sistemas complejos como el cerebro o la sociedad en las disciplinas relativamente precisas en que se han convertido. Existían esfuerzos mucho más directos e influyentes de los que yo no era consciente en esa época. Pero para mí, ese primer encuentro con Spinoza fue una experiencia formativa, que animó, más que cualquier otra influencia individual, mi elección de la psicología y la neurociencia como una carrera para toda la vida.