Agradecimientos
S e dice a menudo: «Hace falta un pueblo para criar a un niño». En mi caso, ha hecho falta un pueblo para escribir este libro. Di a luz a tres hijos en cuatro años y, en mitad de ese estallido de gozosa actividad en nuestra casa, decidí escribir este libro. Se escribió mientras alimentaba a bebés y en ratos de siesta. Se escribió a horas raras y a menudo cuando yo (y todos los demás de la casa) habíamos dormido muy poco. Abandonar la empresa era tentador, pues escribirlo resultó un desafío bastante mayor de lo que yo esperaba. Pero justo cuando me parecía que era demasiado o demasiado arduo, una persona querida me sorprendía con su generosidad y apoyo incondicional; y justo cuando empezaba a pensar que no valía la pena tanto esfuerzo, recibía, como caída del cielo, una carta de alguien que estaba entre rejas y que me recordaba todas las razones por las cuales no podía abandonar y la enorme suerte que tenía de estar sentada cómodamente en mi casa o en mi despacho, en vez de estar en una celda de una cárcel. Mis compañeros de trabajo y mi editor también apoyaron este esfuerzo, de formas que iban mucho más allá de su obligación. Así que quiero empezar dando las gracias a todas las personas que consiguieron que no me diera por vencida, a la gente que consiguió que esta importante historia fuera contada.
La primera en esta lista es Nancy Rogers, que fue decana de la Facultad de Derecho Moritz en la Universidad Estatal de Ohio hasta 2008. Nancy ejemplifica un liderazgo sobresaliente. Siempre recordaré su firme apoyo y ánimo, así como su flexibilidad, mientras yo luchaba para compaginar las obligaciones de mi trabajo y mi vida familiar. Gracias, Nancy, por tu fe en mí. A este respecto, también quiero dar las gracias a John Powell, director del Instituto Kirwan para la Raza y la Etnicidad. Él comprendió al momento lo que yo esperaba conseguir con este libro y me proporcionó un apoyo institucional inapreciable.
Mi marido, Carter Stewart, ha sido mi roca. Sin soltar ni una sola palabra de queja, ha leído y vuelto a leer borradores y ha cambiado sus horarios en numerosas ocasiones para ocuparse de nuestros hijos, con el fin de que yo pudiera avanzar con mi escritura. Como fiscal federal, no comparte mis opiniones sobre el sistema de justicia penal, pero el hecho de que yo mantenga una postura distinta no ha puesto en peligro en ningún momento su capacidad para apoyar amorosamente mis esfuerzos por compartir mi verdad. La mejor decisión de mi vida ha sido casarme con él.
Mi madre y mi hermana también han sido una bendición en mi vida. Empeñadas en que yo pudiera acabar este libro, se agotaron corriendo tras la gente menuda de mi casa, que son un regalito del cielo pero pueden resultar agotadores. Su amor y su buen humor han nutrido mi espíritu.
Debo también un agradecimiento especial a Nicole Hanft, cuya cariñosa amabilidad en el cuidado de nuestros hijos será apreciada siempre.
Lamento profundamente el hecho de que quizá nunca pueda llegar a dar las gracias en persona a Timothy Demetrius Johnson, Tawan Childs, Jacob McNary, Timothy Anderson y Larry Brown-Austin, que están encarcelados en la actualidad. Sus amables cartas y expresiones de gratitud por mi trabajo me motivaron más de lo que ellos pueden imaginar, al recordarme que no podía descansar hasta que el libro estuviera concluido.
También agradezco el apoyo del Open Society Institute de la Fundación Soros, además de la generosidad de las muchas personas que han revisado y comentado partes del manuscrito original o aportado sus contribuciones de alguna manera, incluyendo a Sharon Davies, Andrew Grant-Thomas, Eavon Mobley, Marc Mauer, Elaine Elinson, Johanna Wu, Steve Menendian, Hiram José Irizarry Osorio, Ruth Peterson, Hasan Jeffries, Shauna Marshall y Tobias Wolff. Le debo un agradecimiento especial a mi querida amiga Maya Harris por leer múltiples versiones de varios capítulos, sin cansarse nunca de revisarlos.
Por fortuna para mí, mi hermana Leslie Alexander es profesora de Historia Afroamericana, así que me he beneficiado de su conocimiento y perspectiva crítica en relación con la historia racial de nuestra nación. Cualquier error de juicio o relativo a los hechos es totalmente responsabilidad mía, por supuesto.
También quiero transmitir mi aprecio a mi excepcional editora, Diane Wachtell, de New Press, que creyó en este libro antes de que yo hubiera escrito ni una palabra (y esperó pacientemente hasta que la última estuvo escrita).
Algunos de mis antiguos alumnos han contribuido de forma importante a este libro, entre ellos Guylando Moreno, Monica Ramirez, Stephanie Beckstrom, Lacy Sales, Yolanda Miller, Rashida Edmonson, Tanisha Wilburn, Ryan King, Allison Lammers, Danny Goldman, Stephen Kane, Anu Menon y Lenza McElrath. Muchos de ellos trabajaron de forma no remunerada, simplemente por el deseo de contribuir de algún modo a este esfuerzo.
No puedo terminar sin reconocer los valiosos regalos que he recibido de mis padres, que en último término hicieron posible este libro al criarme. He heredado la determinación de mi madre, Sandy Alexander, que me asombra por su habilidad para superar obstáculos extraordinarios y enfrentarse a cada uno con optimismo renovado. Debo mi visión de justicia social a mi padre, John Alexander, que fue un soñador y nunca dejó de desafiarme para que profundizara más, para que buscara verdades más grandes. Ojalá estuviera vivo para ver este libro, aunque sospecho que algo le habrá llegado de todos modos. Este libro es también para ti, papá. Descansa en paz.
01
El regreso de las castas
«El esclavo se hizo libre, se mantuvo de pie al sol un breve instante y luego volvió de nuevo hacia la esclavitud».
W. E. B. DU BOIS,
Black Reconstruction in America
D urante más de cien años, los expertos han escrito sobre el carácter ilusorio de la Proclamación de Emancipación. El presidente Abraham Lincolm lanzó una declaración que pretendía liberar a quienes se mantenía como esclavos en los Estados Confederados del Sur, pero en realidad ni un solo esclavo negro en esos estados pudo alejarse libremente de su dueño como resultado de ese documento. Primero hubo que ganar una guerra civil, se perdieron cientos de miles de vidas y entonces, solo entonces, se liberó a los esclavos en el Sur. Sin embargo, incluso esa libertad demostró ser engañosa. Como W. E. B. Du Bois nos recuerda elocuentemente, los antiguos esclavos disfrutaron de «un breve instante al sol» antes de que se les devolviera a un estatus similar a la esclavitud. Las enmiendas constitucionales que garantizaban a los afroamericanos «igual protección de las leyes» y el derecho al voto resultaron ser tan impotentes como la Proclamación de Emancipación una vez ganó ímpetu el movimiento de revancha blanco. Los negros se encontraron una vez más indefensos y relegados a los campos de préstamo de convictos, que eran, en muchos casos, peores que la esclavitud. La luz del sol dio paso a la oscuridad y surgió el sistema de segregación basado en las leyes Jim Crow, una estructura que colocaba a los negros de vuelta donde habían empezado, como casta racial subordinada.
A pocos les sorprende que este sistema Jim Crow surgiera tras el colapso del modelo esclavista. Este hecho es descrito en los libros de historia como lamentable, pero predecible, dado el virulento racismo que dominaba el Sur y las dinámicas políticas de la época. Lo que es llamativo es que casi nadie parece imaginar que dinámicas políticas similares puedan haber generado otro modelo de castas en los años que siguieron al colapso de la legislación Jim Crow, un sistema que sigue existiendo hoy en día. La historia que se cuenta durante el Mes de la Historia Negra es una historia de triunfo, el sistema de castas raciales está oficialmente muerto y enterrado. Las sugerencias en sentido contrario son recibidas con una incredulidad indignada. La respuesta habitual es: «¿Cómo puedes decir que existe hoy en día un sistema de castas raciales? Pero mira a Barack Obama. ¿Y qué me dices de Oprah Winfrey?».