© 2010, 2012, 2017 Michelle Alexander
Introducción a la edición en español © 2017 Juan Cartagena
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Publicado por primera vez en Estados Unidos como The New Jim Crow: Mass Incarceration in the Age of Colorblindness por The New Press, New York, 2010
Publicado por primera vez en español por Capitán Swing Libros, S. L., 2014
Esta edición de bolsillo fue publicada por The New Press, 2017
Distribuido por Perseus Distribution
ISBN 978-1-62097-275-5 (libro electrónico)
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Impreso en Estados Unidos
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ÍNDICE
MICHELLE ALEXANDER
M illones de personas entran y salen cada año de las cárceles estadounidenses, y muchas de ellas hablan español como lengua materna, así que yo llevaba mucho tiempo esperando que se publicase una edición en español de mi libro The New Jim Crow para que otros colectivos y comunidades perjudicados por la encarcelación masiva tuvieran la oportunidad de acceder, en su propio idioma, a la historia, las historias, los datos y la información que contiene.
Se da la circunstancia de que esta versión sale en el momento perfecto, una coyuntura en la historia de nuestro país en la que las mismas divisiones raciales, los mismos resentimientos y las mismas preocupaciones que dieron lugar a la encarcelación masiva se han explotado, una vez más, con fines políticos. En esta ocasión, los inmigrantes latinos y musulmanes son el blanco principal de la retórica racista y la política punitiva. Hace algunas décadas, los presidentes demócratas y republicanos llegaron al poder prometiendo la restauración de «la ley y el orden» y jurando «mano dura» con los afroamericanos empobrecidos de los barrios marginales de Estados Unidos, donde el trabajo se había evaporado por la desindustrialización y la globalización, y donde la desesperación invadía los guetos racialmente segregados. Los programas de discriminación positiva desplazaron a muy pocos estudiantes o trabajadores de raza blanca, pero en las décadas de 1980 y 1990 los políticos conservadores —entre ellos algunos antiguos segregacionistas— insistieron en que los blancos se estaban viendo perjudicados económicamente porque los negros se quedaban de manera injusta con sus trabajos y sus títulos universitarios; si no, argumentaban que los negros eran demasiado vagos para trabajar y dependían de la asistencia social sin necesitarla. Reacios a admitir abierta y honestamente la verdadera causa de la creciente desesperación y la precariedad económica de muchos ciudadanos de todos los colores, los políticos recurrieron a un viejo manual, según el cual los políticos se van anotando tantos al utilizar estereotipos raciales inquietantes, filtrar noticias falsas o sensacionalistas y sugerir que los problemas de nuestro país se pueden resolver mediante complejos sistemas de control racial y social. Como se explica en el primer capítulo del libro, esta estrategia política de dividir, demonizar y conquistar ha funcionado durante siglos en Estados Unidos, desde los días de la esclavitud, para mantener a las clases pobres y trabajadoras enfrentadas entre sí y temerosas las unas de las otras, en lugar de unirlas para desafiar los sistemas políticos y económicos injustos. En las décadas de 1980 y 1990, estas tácticas políticas contribuyeron a crear un sistema penitenciario sin parangón en la historia mundial: el sistema de encarcelación masiva.
Durante nuestras últimas elecciones presidenciales, Donald Trump utilizó el mismo viejo manual: lo desempolvó y demostró que a día de hoy sigue siendo perfectamente válido. Sus predecesores se habían apoyado mucho en los estereotipos raciales de «adictos al crac», «hijos del crac», «superdepredadores» y «reinas de los subsidios» para movilizar el apoyo público para una guerra contra la droga y un boom en la construcción de prisiones. Pero los tiempos cambian y el enemigo público número uno en las elecciones de 2016 fue el inmigrante de piel oscura que quiere quitarte el trabajo, violar a tu hija o cometer un acto terrorista. Como declaró Trump, «cuando México manda a su gente, no nos manda a los mejores; manda a gente que tiene muchos problemas y que trae sus problemas consigo. Traen drogas; traen delincuencia; son violadores». Trump prometió resolver esta crisis imaginaria mediante la deportación masiva y la construcción de un muro entre Estados Unidos y México. Insistió además en que su rival política, Hillary Clinton, quería que «millones de inmigrantes ilegales vinieran a quitar su empleo a todo el mundo». Y culpó de los ataques terroristas en Nueva Jersey y Nueva York a «nuestro sistema de inmigración extremadamente abierto», que, según él, permite que entren terroristas musulmanes en nuestro país.
El hecho de que las declaraciones de Trump fueran claramente engañosas o falsas no impidió su ascenso, del mismo modo que los hechos resultaron en el fondo irrelevantes al comienzo de la Guerra contra la Droga. No importaba que los estudios demostraran de forma sistemática que la gente de color y los blancos tenían las mismas probabilidades de consumir y vender drogas ilegales: los hombres de raza negra seguían estando considerados como el enemigo. Tampoco importaba, cuando la Guerra contra la Droga comenzó a cuajar, que prácticamente todas las declaraciones sensacionalistas según las cuales el crac era un tipo de «droga demoniaca» mucho más dañina que la cocaína en polvo fueran falsas o engañosas: los negros acusados de posesión de crac en los distritos marginales eran sancionados con mucha mayor dureza que los blancos acusados de posesión de cocaína en polvo en los barrios residenciales. Y no importaba que la teoría sobre los jóvenes negros «superdepredadores», difundida a bombo y platillo, tuviera una base más ficticia que real. No importaba que la mayoría de los beneficiarios de la asistencia social fueran blancos, no negros, y que en términos cuantitativos fuera insignificante el número de empleos o plazas universitarias que los afroamericanos estaban quitando a los blancos mediante los programas de acción afirmativa. La mano dura con «ellos» —los definidos en términos raciales como «los otros», a los que era fácil utilizar como chivos expiatorios y definir como el enemigo— era todo lo que importaba. En aquella época los hechos se consideraban irrelevantes. Igual que ahora. La historia sugiere, pues, que no deberíamos subestimar los peligros del momento político en que nos encontramos.
Uno de los retos reales que tenemos por delante en los próximos meses y años es encontrar el modo de entablar un diálogo productivo acerca de los graves problemas y las alternativas a los que nos enfrentamos respecto a la inmigración, la delincuencia, el terrorismo, las drogas y la creciente desigualdad económica cuando el clima político se encuentra tan polarizado, envenenado y saturado de mentiras y desinformación. Tiempo atrás, cuando los políticos declararon la Guerra contra la Droga y la delincuencia, prometiendo «mano dura» con las comunidades de color empobrecidas, en muchos guetos racialmente segregados existían problemas muy serios, problemas que necesitaban soluciones reales. La gente de aquellas comunidades necesitaba desesperadamente ayuda para responder a los delitos violentos, tratar la drogadicción, mantener sus comunidades seguras y reconstruir vecindarios devastados por la globalización y la desindustrialización. Necesitaban buenos trabajos, educación de calidad, tratamientos de desintoxicación para quienes los solicitaran y atención sanitaria para todos. Sin embargo, lo que recibieron fue una fuerza policial militarizada, duras condenas mínimas obligatorias y un nuevo macrosistema de control racial y social que se llevó por delante a millones de personas entre los más pobres y de piel más oscura, que acabaron metidos en jaulas. Tras su liberación, quedaron despojados de sus derechos humanos y civiles básicos, incluyendo el derecho a votar, el derecho a formar parte de un jurado y el derecho a no ser discriminados en su búsqueda de empleo, vivienda, acceso a la educación y prestaciones públicas básicas. Quedaron relegados en masa a un estatus permanente de ciudadanos de segunda, avergonzados y culpados por su difícil situación.