Introducción
No suele ser habitual que una periodista y un profesor de universidad, con una larga trayectoria profesional y presencia en los medios de comunicación, se unan para escribir un libro políticamente incorrecto, a contracorriente, en defensa de la libertad, la democracia y el capitalismo como único sistema moral completo. Esto se debe a que los mundos periodístico y universitario están tomados por la hegemonía cultural de las izquierdas, donde se cree que la profesión tiene una función social: imponer su visión del mundo, y una única forma de ser y actuar.
Almudena Negro es licenciada en derecho por la Universidad CEU San Pablo, y periodista especializada en comunicación política online. Ha colaborado con diversos medios de comunicación, como Diario Siglo XXI, Libertad Digital, Vozpópuli, 13TV, El Venezolano TV, Intereconomía TV, Radio Libertad e Hispan TV. Ahora presenta y dirige la tertulia de actualidad Ya es domingo, en Radio Inter. Es la responsable del equipo de redes sociales del diario La Razón. Individualista, capitalista y políticamente incorrecta, se declara admiradora de Ayn Rand y Jean-François Revel.
Jorge Vilches es doctor en ciencias políticas por la Complutense de Madrid, donde es profesor. Ha publicado varios libros de historia política, y un estudio acerca del primer liberalismo español, Liberales de 1808. La inquietud por la vida política, el rebelarse contra la hegemonía cultural de la izquierda y la ingenuidad propia del liberal que cree en el mérito, el trabajo y la capacidad como medio de progresar, y no en el amparo de la tribu, le llevó a escribir columnas de opinión en Libertad Digital, Vozpópuli y El Español, así como artículos de historia en La Razón y La Ilustración Liberal. Desde 2015 asiste a la tertulia política del magazine Ya es domingo, de Almudena Negro.
El resultado de la colaboración de Negro y Vilches es un libro que responde a la necesidad de explicar la crisis del régimen del 78 vinculada al consenso socialdemócrata, fenómeno que se está reproduciendo en Occidente. En el primer capítulo explicamos en qué consiste dicho consenso en España y su vínculo con un movimiento político e ideológico de ámbito europeo. Nuestro país no es diferente por inferior, sino distinto, como el resto, pero tiene una serie de características, como la hegemonía cultural de la izquierda, o la oligarquización de la política, que son comunes a los países del continente europeo. Ese consenso nos llevó a la crisis del régimen del 78, que no quiebra, y así lo contamos en el segundo capítulo. Nos parecía muy importante compararlo, que no equipararlo, con la crisis de la Restauración, al final del reinado de Alfonso XIII, por las similitudes y enseñanzas que se podían sacar al respecto. La historia no se repite, pero su conocimiento es básico. Como no podía ser de otra manera, dedicamos en ese capítulo un epígrafe al error autonómico del 78, ya que el nacionalismo catalán ha sido el gran desestabilizador, desleal con los partidos tradicionales, generador de un modelo territorial fracasado, enemigo de la libertad y origen del populismo nacionalista en España. En esa crisis de régimen, las izquierdas han tenido un papel protagonista, y a ello dedicamos el capítulo tercero. El PSOE no ha sido desde su creación en 1879 como la socialdemocracia europea, salvo los dos últimos gobiernos de González. El zapaterismo no fue ajeno a la tradición histórica del PSOE; todo lo contrario: sacó la esencia del socialismo cañí como enganche emocional para un partido que necesitaba recobrar el poder. Y lo hizo a través de claves que rompieron la convivencia entre los partidos que eran pilares del régimen: el PP y el PSOE. Sin embargo, esa derecha, tal y como contamos en el cuarto capítulo, se rindió al consenso socialdemócrata, y apenas tuvo una cara liberal durante la etapa de José María Aznar, dejando el Poder, sí, con mayúscula, en manos de las izquierdas políticas, mediáticas, educativas y culturales. El ejemplo de las otras derechas europeas, en concreto de la democracia cristiana y el conservadurismo británico y francés, nos pareció de gran interés. Lejos de la idealización propia de un país como el nuestro, donde se tiene a Europa como el gran modelo —defecto que arrastramos desde el regeneracionismo del 98—, contamos cómo los democristianos se han convertido en el ala derecha de la socialdemocracia, que el conservadurismo británico sólo fue algo liberal con Thatcher y luego se perdió, y que el gaullismo, ahora de la mano de Sarkozy, tiene su propia identidad. Pero no queríamos terminar con algo negativo, y concebimos un séptimo capítulo dando algunas pinceladas de cómo creemos que puede articularse una derecha liberal valiente, con principios políticos, capaz de imbricarse en la sociedad, y aprendiendo a comunicar —algo que han despreciado— para ganarse a la gente.
La tarea ha sido tan ardua como gratificante, ya que sostenemos una teoría contracorriente que precisa una demostración lo más minuciosa y contundente posible. Por eso hemos creído necesaria una introducción general que hiciera más fácil la comprensión para aquellos que ven en el consenso socialdemócrata el gran problema de nuestra época, y para los que siguen el mainstream confortable bajo el ojo vigilante del Estado. Sí, Orwell está entre nosotros más que nunca.
El origen del modelo único
El asociacionismo obrero ya existía antes de 1848, fecha de la emblemática oleada revolucionaria que fusionó republicanismo y obrerismo, con el grupo de Louis Blanc. La reacción de los trabajadores al maquinismo, a la introducción de la tecnología en el proceso productivo, llevó a muchos a organizarse desde finales del siglo XVIII . Eran asociaciones que reaccionaban contra el progreso, que añoraban la protección que les ofrecía el gremio y la aldea, y que perdían en el mercado y la ciudad. Comenzaron destruyendo las máquinas porque pensaban que les quitaban el trabajo, en un espíritu que ha perdurado, ya que las izquierdas han sido siempre reacias al progreso tecnológico. Luego, esos obreros constituyeron sociedades de socorro mutuo, basadas en cuotas de los afiliados para atender a sus enfermedades, bajas o decesos. Al tiempo, otras asociaciones pergeñaron una cultura, si es que así puede llamarse, fundada en el paternalismo social propio del romanticismo del siglo XIX , y en la crítica a los valores burgueses. Había que crear, decían, una cultura obrera, donde el trabajo y la solidaridad fueran los dos valores primordiales. Ese deseo de superar las consecuencias negativas de la revolución industrial, la conocida como «cuestión social», se hizo a través de dos vías fundamentalmente: la prédica de la subversión del orden burgués, o la reivindicación de mejoras; y la revolución o la reforma. No era algo nuevo en la Europa liberal de ese siglo; ya había tenido que combatir la reacción de los movimientos católicos que veían en el liberalismo un pecado, y la resistencia de países autocráticos, como Rusia, Austria y Prusia.